Volver al futuro

Crease o no, hasta hace no muchos años el Adrar experimentaba una suerte de fama entre los turistas de alto poder adquisitivo. A pesar de ser la capital de toda la región, Atar es tan solo un pueblo grande en la inmensidad de este desierto. Mientras pedaleo por el centro esquivando hombres en daraâs y taxis compartidos, me resulta impensable que en el algún momento llegaran aquí vuelos directos desde París. No obstante, aquellos tiempos quedaron atrás. Por estos días, con todos los ministerios de seguridad de los países ultra poderosos sembrando el pánico de sus ciudadanos catalogando al Adrar como una región de altísima actividad terrorista, los turistas ya no quieren venir a jugar a ser aventureros. Creo que soy virtualmente el único extranjero por estas tierras. No es casualidad tampoco, que me sienta totalmente seguro y que lo más terrorista que siento que me puede ocurrir es que una cabra me haga caer de la bicicleta.

  Sin embargo, no tengo mucho que hacer aquí porque Atar no es más que un punto de paso para los mercaderes que van y vienen llevando y trayendo mercaderías y animales desde, y hacia las aldeas del Sahara. Tampoco he sufrido como un condenado para llegar hasta aquí en vano. Para mí, esta es la puerta de entrada para seguir avanzando más profundo dentro de la meseta del Adrar. Por eso, una vez que, quizás producto de un milagro, logré de hacerme de un nuevo hornillo de gas en el bazaar del pueblo, continúo tierra adentro hacia el pueblo histórico de Ouadane.

 La idea de volver a enfrentar la crueldad del viento de los días anteriores no me entusiasma ni un poquito, pero tampoco es motivo suficiente para doblegarme y dejar de seguir perseverando en concretar mi plan. Por eso salgo de Atar dispuesto a enfrentar los elementos a lo largo de los 180 km de absolutamente nada que tengo por delante. Lo que no esperaba era encontrarme con un paso de montaña al poco tiempo de partir.

No planear mucho ni obsesionarme con llevar mapas para intentar prever y controlar todo lo que me ocurrirá en el camino es una decisión deliberada mía, aunque debo reconocer que muchas veces me hubiera gustado saber más de antemano lo que vendría por delante. Sin embargo, la mayor parte del tiempo, el no saber, o averiguar día tras día preguntando a la gente local, me regala sorpresas que alimentan mi espíritu de querer seguir avanzando sobre lo incierto. El paso de Amojjar es una de esas sorpresas. Realmente no tenía idea que me pasaría toda la mañana remontando este camino cuesta arriba a lo largo de un cañón cuyas laderas  rayadas como las capas de una torta me brindan una lección de geología. A diferencia del típico paso de montaña, alcanzar su cima no deviene en un descenso sino en una meseta donde se perpetúa el desierto hasta desvanecerse en el infinito.

 El asfalto desaparece al poco tiempo de terminar el ascenso dando lugar a una pista cuya dirección y condición me es imposible de determinar por los espejismos que la inundan. Tengo que pedalear muy lento porque puedo ver mucha piedra filosa formando el pedregullo y sinceramente quiero evitar pinchar a toda costa. No obstante, hay algo que me mantiene alegre a pesar de las dificultades: la ausencia de viento. Es tanto el rechazo que he desarrollado, que hasta comienzo a sentirme supersticioso intentando evitar toda manifestación de alegría por el mero hecho de temer despertarlo.

Más allá de la ocasional camioneta o dos que pasan cada varias horas, paso dos días en absoluta soledad. Ni siquiera el horizonte me muestra indicios de vida. La paleta de marrones vuelve a dominar el paisaje y las piedras del mismo color que toman el lugar de la arena, parecen imágenes tomadas por una sonda espacial en algún planeta ajeno. Hasta las austeras mezquitas de 10 m2 de los días previos a Atar desaparecen. Aquellos que se detienen a rezar lo hacen sobre la tierra en semi-círculos trazados con piedras cuya curvatura indica la dirección a la Meca. A diferencia de ellos, no necesito de una religión para experimentar la espiritualidad, sino de esta profunda fusión con el mundo. Por estos días, mi comunión con el desierto no ocurre con violencia por el azote del viento sino con serenidad gracias a su ausencia. Por consiguiente, producto de esta tregua con Eolo, llego al final del camino en las puertas de Ouadane, la última parada, en una pieza y de buen humor.

El pueblo fantasma


 Hace más de dos años atrás, recuerdo estar llegando a Bawiti, el primer oasis que conocí, luego de pedalear los primeros 400 kilómetros en el Sahara egipcio. Fue una sensación difícil de describir, algo así como un sentimiento mágico que me había transportado en el tiempo. La mismísima imagen de verme entre dunas y datileras en el medio del desierto me estremecía el cuerpo. Luego le siguieron Farafra, Abu Minqar, El-Qasr y otros, tanto en Egipto como en Sudán. Cada uno de ellos ofreciéndome una mirada más profunda en la vida del desierto. Después de aquel primer tramo de más de 2000 km en el Sahara, mucha arena de por medio, calor infernal y sobre todo mucha adrenalina, uno tiende a creer que lo ha vivido todo. Por lo tanto, es difícil pensar que es posible volver a revivir el mismo nivel de sorpresa que uno ya experimentó la primera vez que vivió algo. Esta noción persistió en cada porción de desierto hasta que llegué a Ouadane donde reviví la hermosa sensación de novedad.

No sé siquiera si el término ‘oasis’ aplica en este caso. Es quizás por eso que siento el impacto.  A diferencia de la versión Egipcia, aquí el poco verde que aportan las palmeras y los arbustos está enmudecido por una costra amarillenta, y no hay fuentes de agua visibles. Tampoco veo animales, ni salvajes ni domesticados. Ouadane no resalta en el desierto sino que es una con él, alcanzando la mímesis perfecta bajo un cielo blanco incandescente enturbiado por trillones de partículas de arena. En el siglo XI solía ser una ciudad que servía de punto de parada en el comercio transahariano. Aquí paraban las caravanas que transportaban bloques de sal proveniente de las minas de Idjil. Hoy, es en teoría una atracción turística, si es que hay algo que se asemeje a ello. Seguramente solía recibir más visitas en algún momento previo antes de que comenzara la paranoia occidental generalizada del terrorismo siempre atentando contra la vida de los pobres blancos. Lo cierto es que de todas maneras sus ruinas son patrimonio mundial de la humanidad, pero de no ser por mí y dos intrépidos chicos vascos que llegamos en al mismo tiempo, parece más bien un rincón del olvido donde el tiempo se detiene. 

El silencio predomina durante las horas del día. Solo la turbulencia del viento que se filtra a la fuerza entre los callejones logra romperlo. Debo imaginar que los habitantes permanecen puertas adentro resguardándose de la crudeza del clima, porque el sonido de la vida no traspasa el grosor de los muros de piedra de sus casas. Afuera reina la soledad del desierto. De tanto en tanto, oigo el crujir en el espacio de una puerta de madera. En ese momento veo emerger a alguien que se aventura fuera de los límites de los muros y así como apareció, vuelve a desaparecer en breve cuando una nueva puerta cruje en algún otro rincón distante de este laberinto. Nadie pasea por Ouadane durante el día. Su gente se desplaza de punto a punto por necesidad, y la imagen fugaz de los hombres y mujeres que pasan envueltos de pies a cabeza, no hace más que reforzar aún más el carácter de pueblo fantasma.

Como suele ser el caso en el desierto, el hechizo se rompe cuando el sol se aproxima al horizonte, en las horas en las que la vida comienza a brotar de las pocas aberturas presentes en los muros. La gente sale finalmente de sus casas, se reúne en los espacios abiertos y deambula por la aldea. Siempre segregados, las mujeres chismosean por un lado mientras que los hombres se agrupan por el otro alrededor de los ‘juegos de mesa’, aunque aquí son en efecto ‘juegos de piso ‘. Junto a un muro de piedra que sirve de pantalla contra el viento, veo a un grupo de hombres congregados alrededor de un tablero trazado directamente sobre la arena. Con la misma concentración de dos ajedrecistas rusos, veo a los competidores analizar por varios minutos cada movimiento de las piedritas que utilizan como fichas. Alrededor de ellos, la audiencia está cautivada por la tensión del momento. Algunos susurran comentarios en los oídos de quienes están a su lado, mientras que otros debaten movimientos e intentan intervenir dando recomendaciones. Lo que me resulta claro es la seriedad con la que se toman este juego cuyo nombre desconozco y es tanta la concentración que paso completamente desapercibido. En Ouadane me siento tan fantasma como sus habitantes.

Más allá de la ruta

Luego de 4 días de estar lo más cercano posible a nueve siglos atrás decido volver al futuro. En vez de volver en un DeLorean necesito asistir a determinada hora a un rincón del oasis donde aguardan los mercaderes que abastecen a Ouadane. Negociar un precio razonable con ellos es más difícil que conseguir plutonio para un DeLorean. Me resulta claro que la hospitalidad no es el fuerte de esta gente y me recuerda una de las cosas más valiosas de viajar en bici: la independencia que me da para no tener que lidiar con la avaricia de quien tiene algo que necesitas y decide abusar de ello. Después de dos horas de alternar entre charla casual y regateo llego finalmente a un acuerdo, que si bien sigue siendo notablemente más alto que el de la gente local, al menos ya no es exorbitante.

Lo que no imagino cuando monto la bici en la caja de la camioneta, es que el viaje de vuelta me abriría un mundo nuevo más allá de los límites del único camino hacia Atar por el que vine. Hay que reconocerlo, la bicicleta es un medio mágico para viajar pero tiene sus limitaciones, y lo que no pueden dos ruedas en una pista de arena profunda es pan comido para una 4x4. Salimos directamente rodando sobre las arenas del desierto y sin un destino aparente. En este silencio, los rugidos del motor aturden a la vez que reflejan la rugosidad de la superficie por la que transitamos. Para quien no sabe, es difícil imaginar que quien está detrás del volante conoce perfectamente el rumbo en este vasto océano donde todo a nuestro alrededor es igual y no hay silueta visible alguna recortándose en el horizonte que sirva de referencia. Subirse a un vehículo que avanza dejando un surco sobre la arena virgen es más que un acto de confianza, es un acto de fe en rumbo a lo desconocido.

Cuando la silueta de un asentamiento de jaimas finalmente se revela en el horizonte, me quedo simplemente anonadado, con más preguntas pero sin ninguna respuesta. ¿Cómo llegamos hasta allí? ¿Cómo encuentran el camino de vuelta a casa?¿Cómo encontraremos el nuestro para salir de allí? Un GPS debe crecer en las entrañas de esta gente a lo largo de la vida en este páramo sin electricidad, donde la única conexión con los satélites es la de verlos danzar en el espacio durante las noches cuando inclinamos la cabeza para mirar el cielo.

En las jaimas descargamos parte de las mercaderías que traíamos. Los conductores conocen muy bien a todos los que habitan allí, alejados de lo que nosotros conocemos como civilización del siglo XXI. Mientras cargan y descargan conversan, negocian y nos invitan, claro, a beber el té.  Del cuarto asentamiento en el que hacemos parada nos llevamos a un nuevo pasajero con quien seguimos camino. Yo sigo sin tener idea de dónde estamos, cuánto más durará esta travesía, ni cómo volveremos, pero lo que sí tengo muy claro es que no quiero que termine. Mientras disfruto escucharlos conversar todo el viaje en un dialecto que no comprendo miro por la ventanilla entrecerrando los ojos y contrayendo las pupilas para ver el paisaje desprovisto de toda vida aparente. Poder llevar una vida allí me resulta aun más incomprensible que el dialecto.

  Habiendo resignado ya hace rato todo sentido de la orientación y del tiempo volvemos a parar una vez más, literalmente en el medio de la nada al arribar a un aljibe donde dos hombres y una mujer Tuareg arrean una manada de no menos de una centena de cabras. Al igual que todos los días anteriores, el cielo está blanco saturado de partículas de polvo que cercenan los rayos del sol pero que dejan permear un calor que comprime el cuerpo. El viento, por su parte, ha vuelto para invocar torbellinos de arena que danzan indómitos por la superficie. Envueltos en turbantes negros y túnicas flameando en el aire los pastores se acercan para recibirnos. Sus rostros de color betún oscuro están surcados por los trazos del Sahara. No entiendo nada del lenguaje que hablan pero a través de los gestos y las señas pronto descifro que hemos venido a comprar cabras. Inmediatamente, ambos hombres y la mujer se lanzan a una redada para atrapar algunas de entre cientos de ellas. Las cabras, por su lado, como si percibieran perfectamente lo que está ocurriendo, salen huyendo despavoridas intentando escapar, lanzando balidos disonantes de desesperación. Desde donde estoy tomando fotos intento dilucidar el criterio de selección mientras los veo correr en círculos detrás de ellas. Reagrupados en forma de triángulo, uno les tira piedras para redirigirlas, la mujer las espera en su rincón lista para azotarlas con una rama que utiliza a modo de látigo y el tercero va saltando entre los ejemplares hasta finalmente atrapar a la elegida por una de sus patas. Ni bien la tiene sujeta llegan los demás detrás para terminar de subyugarla, en cuyo momento su destino está sellado. No importa cuánto se retuerzan para resistir el atraco, ya no hay nada que puedan hacer.

Con cuatro cabras atadas en la caja de la camioneta nos vamos de allí despidiéndonos de los pastores y su manada dejándolos en el mismo parche aislado de desierto donde los encontramos. Por obra del talento probablemente innato de los mercaderes, aparecemos una o dos horas más tarde en la pista de ripio que conecta con el camino a Atar. Más allá de que no cambiaría a la bici por ningún medio motorizado de transporte, debo apreciar el valor que estos le pueden aportar a mi experiencia. Cuando llegamos a Atar al final de la tarde, luego de 8 horas de viaje, bañado en polvo y arena descargo la bici y alforjas en la rotonda central del pueblo. El mercado ya está cerrado y queda poca gente afuera. El frío se cierne rápido sobre el pueblo pasada la caída del sol y las calles quedan a la media lumbre de una que otra bombilla colgada de algún cable. A pesar de su precariedad, después de los días pasados en Ouadane, en Atar puedo sentir lo que es volver al futuro. 

Es mi última noche aquí pero mis días en el Adrar no llegaron a su fin ni mucho menos. Ahora me toca iniciar la vuelta a la costa. Para ello mañana arranco el camino hacia Choum,donde me espera una travesía que llevo más de dos años esperando. Mi sed de adrenalina es insaciable, estoy ansioso por continuar.