El corazón del Adrar

La mayoría de los viajeros que atraviesan esta región de África lo hacen siguiendo la ruta más directa, que es la que bordea la costa del continente. Sin embargo, mi intención no es tomar atajos sino internarme en profundidad en los países que visito. Por eso, al salir de Nouakchott, en vez de continuar hacia el norte decido salir rumbo al noreste, hacia el Adrar, en busca de más aventura, 700 km tierra adentro en el Sahara.

Seguramente les resulte difícil imaginar que voy en busca del encuentro con gente, cuando lo primero que viene a la mente de casi todos al escuchar la frase “desierto del Sahara” es la imagen de un mundo inhóspito, construido en arena y soledad. Es cierto que esos son aspectos tan característicos como mágicos del desierto. Sin embargo, esparcidas en ese vasto océano de arena hay miles de personas que lo habitan desde el inicio de los tiempos. Es tal vez esa mismísima combinación la que hace el mismo me resulte tan fascinante.

Son muchas las motivaciones que me conducen allí pero es curiosamente una de las consecuencias directas de elegir este camino la que mayor entusiasmo me despierta: el cambio de dirección. Al menos durante los próximos días, no tendré que pedalear soportando el viento en contra que me ha castigado física y mentalmente hasta llegar aquí. No es que el viento cruzado sea lo ideal ni mucho menos, pero cuando tenemos viento de frente dominante, cualquier grado de desviación del eje sobre el cual sopla representa un grado adicional de alivio. Y cuando se trata del viento, cada grado cuenta.

Dejo la pensión en el centro de Nouakchott bien temprano a la mañana cuando apenas hay tráfico y todos los negocios están cerrados con el único fin de arrancar antes de que el viento se despierte. Cargado con 20 litros de agua y 7kg de comida básica para varios días, mi paso me recuerda a las imágenes de días atrás de las barcazas volviendo a tierra desbordando de pescado. Es una velocidad suficiente para refrescarme la cara con la incipiente brisa mañanera y no tan fuerte como para tener que hacer fuerza al pisar los pedales. El bajo nivel de ruido me resulta extremadamente inusual para el de una capital africana. Saliendo del centro de Nouakchott, la escala urbana disminuye estrepitosamente. De la grandilocuencia de un puñado de bulevares arrogantes hasta los callejones de arena en tan solo unos pocos kilómetros. Algunos fantasmas envueltos en daraâs celestes aparecen deambulando aquí y allá pero está claro que el grueso de la población permanece aún puertas adentro. Es inevitable caer en la redundancia de decir que las calles están desiertas cuando la mismísma ciudad está erigida sobre el desierto más grande del mundo. Dado que he dedicado la mayor parte de mis cuatro días aquí a descansar dentro del perímetro del patio interno de la pensión donde me alojé y sus alrededores, la salida me permite llevarme una impresión más certera de esta capital.

Cuando alcanzo los barrios periféricos, donde la trama urbana de la ciudad comienza a desgranarse de a poco sobre el desierto, los primeros rayos del sol se filtran entre las casas arrojando sombras que delatan la simpleza de su geometría. El color dorado se maginifica al alumbrar los ladrillos color arena de las construcciones. Al igual que días atrás cuando llegaba desde el sur, veo a una ciudad cuya huella creció y sigue creciendo indefinidamente de manera improvisada con el asentamiento de las sucesivas olas de migración interna. Es en los bordes de la misma donde las últimas casas esparcidas sobre la arena quedan atrás, y en un abrir y cerrar de ojos, lo único que queda delante mío es una línea recta cortando al medio un plano absoluto. Intento dilucidar algo que indentifique un destino, pero la recta se disuelve en el infinito, allá adelante en un horizonte borroso bajo el efecto de un espejismo.

Parado al pie de un paso de montaña en una cordillera que debemos cruzar, con tan solo mirar hacia arriba podemos sentir cansancio, incluso desazón. Desde menor altitud, es imposible anticipar cuándo llegaremos al punto más alto a partir del cual comenzará el ansiado descenso. La selva, por otra parte, también nos veda de toda posibilidad de poder prever el futuro. Nos obliga a vivir momento a momento la rigurosidad del presente que nos ofrece. No da lugar a pensar más allá del futuro inmediato porque la densidad de su vegetación nos priva de encontrar refugio mental en la imagen promisoria de un horizonte distante en el que la adversidad finalmente cederá.

A diferencia de la montaña y la selva, el desierto nos permite ver tan lejos como la capacidad anatómica de nuestra visión nos lo permita. Si bien esta cualidad particular de poder ver absolutamente todo a nuestro alrededor puede resultar inicialmente atractiva, lo cierto es que es una realidad engañosa. Uno pensaría que poder ver nos traerá la tranquilidad de la certidumbre. Pero ¿qué pasa cuando el espacio que nos rodea es tan vasto que la mismísima inmensidad del entorno nos da una verdadera dimensión de la incertidumbre? ¿Con qué es más fácil entonces lidiar? ¿Con un presente duro pero al menos inmediato y tangible y que no da lugar a especular más allá de lo asequible a cada instante o con la visión de un futuro claramente incierto en el vacío?

Si proponemos utilizar al horizonte como representación simbólica del futuro, el desierto desafía hasta las mentes más tozudas porque nos sumerge en el presente y el futuro al mismo tiempo. Es decir, que al mismo tiempo que batallamos los desafíos inmediatos que nos arroja el entorno debemos lidiar con el tormento de ver que en el vacío circundante está la ausencia de futuro. En el desierto la sensación que predomina es la de avanzar todos los días hacia ninguna parte. En consecuencia, muchas veces es mejor poder ver no más que unos pocos metros adelante. Tanto en la montaña como en la selva y el desierto, a pesar de sus diferentes cualidades, se vive un paso a la vez, pero es en este último donde a cada paso se convive con el presente visualizando la incertidumbre del futuro, o la mismísima ausencia del mismo.

El camino hacia Atar está asfaltado, pero no sé hasta que punto esto es un beneficio en la lucha diaria por la supervivencia a la monotonía. Es indiscutible que es más cómodo para rodar y que la bicicleta sufre menos desde un punto de vista mecánico, pero cuando las rutas sin curvas, sin ondulaciones, sin pendientes ni protuberancias se extienden por varias horas o días a la vez, la mente se vuelve un circo romano. Mis años de práctica meditativa me ayudan mucho a lidiar con esto. Es la única manera de sobrevivir sin perder la cordura. Tener estos recursos me permite pasarme los días pedaleando sin sufrir la ausencia de distracciones en el horizonte, pero eso no quiere decir que sea fácil, ni mucho menos infalible. No caer en las garras del aburrimiento, el agotamiento mental, el sopor y demás estados mentales requiere de hacer un ejercicio asiduo que poco tiene que ver con el cuerpo y todo con la mente.

Si la monotonía carcome la cabeza, el viento es el medio conductor que te la taladra en el cerebro. Salí de Nouakchott con el espíritu energizado por la ilusión de que el viento cruzado le quitaría al menos un grado de adversidad a la travesía. No sé si es que hoy la fuerza del viento es tal que supera a la del viento directamente en contra de las semanas anteriores, pero menos de una hora después de haber salido la ilusión ha muerto. El camino desaparece completamente bajo un telar de hilos de arena dorados que como cabellos rubios desdibujan los limites entre ruta y desierto. Ahora, con el viento atacando sobre mi hombro izquierdo, no solo consumo energía para mantenerme en curso, sino también para mantener el equilibrio. De alguna manera, el relativo menor esfuerzo que hago para moverme hacia adelante está compensado, y hasta quizás superado, por el mayor esfuerzo que necesito hacer para mantener la bicicleta en línea recta. Es una pesadilla de fuerzas actuando en múltiples direcciones que me trae los peores recuerdos de estudiar física y cálculo estructural. No bastan más que unas pocas horas de continuo asedio de viento cruzado para comenzar a dudar si, al fin y al cabo, tener el viento directamente en contra no era mejor.

Llega el final del primer día pero a diferencia de las semanas anteriores, aquí el hostigamiento se extiende pasado el atardecer. Acampar en la inmensidad del desierto suele ser una de la cosas más sencillas y agradables dentro la mismísima experiencia de cruzarlo, pero la presencia del viento tiene la odiosa capacidad de transformar el idilio en pesadilla. Todo requiere más trabajo, desde asegurarse de sujetar cada cosa que uno saca de las alforjas para que no vuele, hasta encontrar un modo de proteger la llama del hornillo para poder hervir agua. Por otra parte, enhebrar las varillas en los ojales de una carpa volando indómita en el viento requiere la misma destreza que cazar moscas con palillos chinos. No obstante, nada me acerca tanto a la locura como cuando luego de 10 minutos dentro de mi refugio una de las varillas cede ante la presión y colapsa quebrándose, no en uno, sino en tres puntos diferentes. Ahora, la carpa me envuelve como una sábana agitándose en el viento disfrazándome de fantasma. Quitármela de encima es como intentar desprenderme de un chaleco de fuerza y dadas las circunstancias me resulta más conveniente utilizarla de bolsa que pasarme los próximos 15 minutos sacando cada cosa que quedó adentro. Ya con el cielo poblándose de más y más estrellas y su brillo cobrando intensidad, decido acomodar todo como puedo en la bici y rodar una centena de metros adelante hacia una construcción abandonada que veo al otro lado del camino. A esta altura, no teniendo otra opción más que la de dormir a la intemperie, me acomodo al borde de uno de los muros utilizándolo de pantalla contra el viento. Es el refugio que me permite desempacar sin que todo vuele de mis manos, cocinar en paz sin que el hornillo se apague y comer sin que la arena sea el condimento principal de mi comida. Una hora más tarde, acostado boca arriba en la oscuridad sahariana con la panza llena, busco conciliar el sueño contemplando el tapiz de estrellas encima mío para no pensar en las cobras y escorpiones que salen a pasear en las noches frías del desierto. Paralelamente, debo asimilar la idea de que mi carpa ya no tiene arreglo y que de ahora en más, pasaré los próximos meses durmiendo a la intemperie.

Los despuntes del sol me despiertan antes que el silbido del viento. En estas noches de abril me despierto todos los días completamente enterrado en mi bolsa de dormir. He dormido unas 11 horas y bien podría seguir durmiendo, pero la mañana está calma y no quiero perder el más mínimo tiempo. No importa cuán mal la hayas pasado el día anterior; si has dormido bien y no hay viento a la mañana, siempre te levantas con la ilusión, falsa o no, de que hoy todo será más fácil. Lo que ayer a la noche fue un inconveniente, hoy al amanecer es una bendición porque no tener carpa puede acarrear sus riesgos e incomodidades pero lo cierto es que agiliza mucho levantar campamento. Esto me permite estar subido a la bici en la mitad del tiempo habitual y aprovechar cada minuto que el viento sigue durmiendo. Por encima de esto, los extremos del día son siempre los momentos más sublimes para pedalear en el desierto, cuando tu sombra se proyecta decenas de metros sobre la arena, y a falta de agua es el aire el que te refresca la cara y la brisa la que te acaricia el cuerpo. Cada momento así hay que absorberlo lo más posible y valorarlo profundamente porque no lleva mucho tiempo aprender que es tan solo cuestión de tiempo hasta que la realidad se transforme. Una vez que ves a los hilos de arena desplegarse bajo los pedales, es el fin de la panacea y el advenimiento del infierno.

Sol tajante, viento, vacío, desolación, soledad absoluta son las palabras que me vienen a la cabeza durante días que parecen nunca acabar. No puedo decir que haya algo que facilite las cosas porque en esta región ni el paisaje resulta atractivo. Del blanco puro del sur los colores han virado a la gama de los marrones apagados. Ya no hay dunas ni colores dorados, esto parece una gran alfombra ardiente que se extiende sin comienzo ni final 360º a mi alrededor. Sé que todo está en mi mente, pero cada vez que el viento arremete con sus ráfagas frenándome y desviando mi curso, erosiona más y más mi capacidad de mantener la calma. Para la media tarde ya estoy tan cansado que me declaro en huelga. Decido detenerme a un costado del camino y echarme a descansar hasta que el viento disminuya y pedalear durante las primeras horas de la noche. Pasadas 3 horas en las que no hice más que estar acostado en el suelo rocoso reclinado sobre el caucho de unas ruedas mutiladas, el viento no cesa pero al menos comienza a ceder. A pesar de la creciente oscuridad, puedo pedalear más tranquilo por un par de horas más hasta que con el frontal alumbro a un grupo de jaimas que aparecen montadas a unos metros al costado del camino. Voy directo a la única donde hay un punto de luz. Allí, reunidos alrededor de una lamparita solar que agoniza por seguir iluminando, encuentro a tres pastores Touareg a quienes les anuncio mi presencia y solicito permiso para pasar la noche en la proximidad de sus tiendas. Llevo tanto tiempo acostumbrado a caer de sorpresa en lugares remotos que me olvido del impacto que puedo tener en la gente local, a la que le resulta impensable que pueda llegar alguien como yo, y ni hablar en el medio de la noche. Sin embargo, me reciben con total naturalidad porque al igual que en Mongolia, los nómadas ven en uno a otro nómada. Por consiguiente, mi llegada, a pesar de mi apariencia distinta, es una situación completamente normal para ellos.

A unos metros de una de las jaimas despliego mi colchón con mi bolsa de dormir sobre el suelo rocoso y envuelvo el hornillo con la pantalla de aluminio para poder cocinar. Es tarde, no se ve nada más allá del alcance de mi frontal, el viento sigue soplando sin piedad y si bien estoy molido, tengo un hambre tal que sin dudas no me va a permitir conciliar el sueño. Pongo a hervir agua para la pasta pero una ráfaga súbita desvía la llama del quemador al punto de prender fuego el plástico de la base. La llama se expande hasta envolver al tanque de gas y no tengo agua a mano para apagar las llamas. En ese momento no veo otra opción que alejar mis cosas y tomar distancia, en cuyo punto el hornillo barato que había comprado en Nouakchott días atrás explota formando una bola de fuego. Perfecto, el viento sahariano me ha dejado sin hogar ayer y sin comida hoy. Afortunadamente, los nómadas hierven mi agua en su pequeña hoguera de carbones encendidos y no me dejan morir de hambre. Unos minutos más tarde, habiendo devorado mi cacerola de fideos, me vuelvo a acostar mirando el mismo tapiz de estrellas en mi tele. Hoy, aparte de tratar de conciliar el sueño sin pensar en las alimañas, ni tener casa, tengo que evitar agregarle la preocupación de no tener cocina.

No soy de desmoralizarme fácilmente pero mi humor a la mañana siguiente no es el mejor. Me he dormido con el viento y me he despertado con el viento porque no ha dejado de soplar ni por unos minutos durante la noche. Afortunadamente, desayunar dentro de la jaima con los pastores me alegra el comienzo del nuevo día, porque al fin y al cabo es la gente el motivo que me lleva a lugares tan lejanos y a soportar condiciones tan desafiantes. Me agasajan con la tradicional ceremonia del té, una de las cosas que más me enamora desde que llegué al Sahel y que continúa a lo largo del oeste Sahara. La alta concentración de azúcar en cada uno de los 3 vasitos de té que bebo es el energizante perfecto para arrancar un nuevo día cargado de adversidad.

No para, no para ni unos putos minutos desde que salí. Pedaleo envuelto en el turbante porque ya no tolero la presión que hace sobre el costado izquierdo de la cabeza, que es donde más me pega. El cansancio acumulado me obliga a detenerme más seguido de lo que deseo, pero igualmente es imposible descansar cuando el viento sigue soplando sin piedad. En cada parada busco generar entretenimiento para distraerme. En una decido bajarme de la bici y soltar el turbante en el aire sujetándolo de uno de sus extremos. Desde donde estoy parado puedo ver a los 4 metros de tela flameando casi en línea recta sin tocar el piso, corporizando la intensidad de este enemigo invisible que enfrento todos los días. La llegada al pueblo de Akjoujt marca uno de los únicos descansos a lo largo del día porque la mayor concentración de casitas de adobe ayudan a que la calle principal quede escudada del viento. Lamentablemente, la combinación entre el tamaño de Akjoujt y la protección que me ofrece del viento es lo que paradójicamente me ayuda a ir tanto más rápido que en tan solo 10 minutos me encuentro al otro lado del pueblo una vez más a la intemperie.

A lo largo del día la gama de marrones opacos vuelve a dar lugar al color amarillo de la arena devolviéndole un poco de lustre al paisaje. Cuando el sol alcanza su punto más alto castigando a todo aquel que esté desprotegido en la tierra, tengo la fortuna de encontrar una nueva jaima al pie de una torre de telecomunicaciones. En ella viven los guardias de mantenimiento, quienes demás está decir, me invitan a pasar para un descanso y agasajarme con una nueva ceremonia de té. Podría pasarme todo el día bebiendo té tan solo porque verlos prepararlo me da una hermosa sensación de paz. Desde ver a las pequeñas teteras de color reposando sobre los carboncitos ardientes, hasta el hipnótico verter del agua pasando de la tetera a los vasitos, ida y vuelta, una y otra vez, con el fin de extraer el mayor sabor del té y el azúcar. He experimentado ceremonias del té en todo el mundo: China, Japón, Turquía, Irán, Egipto, Gambia, Burkina Faso pero esta es una de las que más disfruto. Afuera, el mundo está encendido en llamas mientras que dentro de la jaima estamos a salvo disfrutando cada ronda de té. O al menos eso creía, hasta que en el momento que estoy bebiendo mi segundo vasito veo a una cobra color arena asomar entre unas mantas apenas un metro detrás nuestro. Con la tranquilidad de quienes están acotumbrados a determinados eventos, los guardas la expulsan a escobazos y salen tras ella con un machete. Yo les suplico que no la maten, que simplemente la dejen ir, pero no tengo éxito. Con una destreza temeraria, uno de ellos la decapita de un machetazo.

Luego de la ejecución y el último vasito de té me toca seguir ruta, con pocas ganas y mucha inercia, hasta llegar al final de día más en el que no encuentro ni nuevas jaimas ni construcciones abandonadas donde refugiarme. Hoy solo me queda la intemperie para dormir y comida de lata con galletas y pan duro para cenar porque en un Sahara sin leña y luego de la explosión de mi último hornillo no puedo cocinar. Una noche más acostado boca arriba mirando las estrellas en la tele en la que intento conciliar el sueño obviando que no tengo casa ni cocina. Aunque hoy, muy por encima de esas preocupaciones, mi mayor esfuerzo está centrado en quitar de mi cabeza la imagen de las cobras que deambulan por la misma arena en la que estoy tan cómodamente recostado. Sumado a esto, es la primera noche en la que me acuesto con el turbante puesto, porque el viento sigue soplando rociándome de arena. Ya ni puedo quedarme dormido mirando la tele, estoy obligado a dormir de costado, tapado lo más que puedo dentro de la bolsa de dormir, dándole la espalda al viento.

El sol me despierta ni bien asoma por el horizonte. No he dormido bien. El viento no ha parado de soplar en toda la noche y estoy semi-enterrado en la arena. La tengo pegada dentro de los ojos, en las orejas y la siento rechinar en mis dientes cuando muevo la mandíbula. No me alcanza con escupirla y tampoco tengo mucha agua como para gastarla haciendo buches. A pesar del hambre que tengo, creo que es mejor no tener mucho para comer. A diferencia de los días anteriores, hoy levanto campamento con desgano. Es muy difícil generar entusiasmo cuando antes de salir los hilos dorados de arena ya danzan bajo mis pies. Es un telar inmenso que cubre toda la superficie que me rodea. Hoy siento que la fuerza que imprimo en los pedales no viene de mis músculos sino del mismísimo pesar psicológico que tengo encima. La mente es así de volátil, unos días está bien, otros mas o menos y en días como hoy, está mal, congestionada, cegada a todo lo que es bueno. El mayor problema de sentirse así es que los desafíos se amplifican exponencialmente. Lo que ya de por sí es difícil, la mente le pone una carga extra que lo dificulta todo aún más. Es el exacto opuesto de los estados de energía positiva donde la fuerza brota sin siquiera entender de dónde surge.

Las horas pasan y el viento no deja de azotar, o vamos a decirlo mejor, no deja de joder, de joderme la vida. En los estados negativos, el ego toma una fuerza tan poderosa que enceguece. Todo pasa a ser personal, hoy todo me pasa a mí, el mundo está en contra mío. El viento sopla para castigarme a mí, para joderme, para molestarme, para hacerme la vida difícil. Esos son los sentimientos con los que lidio cuando estoy frenado por la mano invisible. Siento una energía tan negativa que si no comienzo a putear a los cuatro vientos aunque sea para descargar la ira, voy a implosionar. Me siento como el Teniente Dan en Forrest Gump insultando al aire. Grito, puteo, me enojo, me descargo. No sé si hace las cosas mejores. Bueno, sí, lo sé, no las hace mejores, pero es que la alternativa es implosionar. Al menos gritar es el mejor intento dentro de mis posibilidades de quitarme de encima la negatividad sin involucrar a nadie (no es que haya alguien alrededor de todas maneras). La sensación que tengo es que Atar se vuelve inalcanzable. Que a medida que avanzo, se mueve todos los días un poco más lejos, porque los kilómetros no pasan. De verdad, no pasan.

Al atardecer la ruta cambia ligeramente de dirección de modo que el viento pasa de mi hombro izquierdo a mi nalga izquierda. De repente, comienzo a volar. Parece un acto de magia, ni más ni menos, un regalo tan maravilloso que siento ganas de llorar. Mis piernas giran sin hacer mucho esfuerzo y siento a la bici flotar en el espacio. Es indescriptible lo que rotar tan solo unos grados puede lograr en la calidad de mi día y de mi vida. Puedo estar agotado pero con esta racha no tengo ganas de parar, sino de aprovechar. Mis energías brotan solo para mantenerme en movimiento acompañando al viento. Hacemos una tregua, y por ahora, volvemos a ser amigos.

Cuando cae la noche estoy reventado pero sigo en la bici. Creo que he pedaleado unos 70 km en 12 horas cuando llego a un pequeño pueblo parcialmente hundido en la arena. Guiado por los pocos farolitos encendidos me bajo para caminar empujando la bici. El silbido del viento entre las casas de adobe se entremezcla con los susurros y el crujir de los pasos de los pocos hombres que circulan aquí y allá. Envueltos en sus darâas y tagelmusts parecen fantasmas volando en la penumbra. Necesito encontrar un lugar para dormir pero como suelo hacer en días y lugares así, en vez de buscarlo, camino por un rato dejándome exponer, porque casi siempre, es el lugar el que llega a mí sin que lo busque. No pasan muchos metros más hasta que uno de los fantasmas se acerca a mí para preguntarme si necesito ayuda. Hoy tengo más que suerte porque resulta ser el alcalde del pueblo y me invita a pasar la noche en su casa. El nivel de educación de Mahmoud se refleja en sus modales, en su francés perfecto y en su prolijidad en el vestir. Es un hombre del desierto pero con la formación de un hombre de ciudad. Como suele ser el caso en muchos pueblos del desierto, la austeridad exterior de las casas contrasta con la calidez de sus interiores, ricos en colores, texturas y decoración. Mahmoud y su familia, me regalan su compañía y me agasajan con una cena que le devuelve la vida a mi cuerpo. Es el tipo de veladas que sabes que nunca olvidarás.

Al día siguiente el desayuno es una bendición. Hoy veo a la vida diferente, el día está radiante, me quedan tan solo 30 km para llegar a Atar y adivinen qué… el viento se quedó dormido. Decido partir temprano para aprovechar la energía positiva de mi estado anímico. Cuando salgo de la casa de Mahmoud veo que el pueblito está al pie de unas formaciones montañosas. Me toca subir. Comenzar finalmente el ascenso a la meseta de Adrar. No me importa la subida porque no hay viento y porque las montañas con sus formas de pirámides truncadas han roto la parálisis de la monotonía. He vuelto a nacer. Llego a Atar, el pueblo grande que sirve de capital del Adrar unas horas más tarde. El sol está alto y me permite pasear por el pueblo buscando tranquilo el lugar donde quedarme. Estoy contento, pero mirando hacia los días que pasaron, siento que me he bajado de una montaña rusa. De la desmoralización de ayer al entusiasmo de hoy, puedo sentir el vapuleo emocional al que el mundo me somete en lapsos tan reducidos de tiempo. Es una danza, la danza de la mente, que me alegra y que me enoja, que me da placeres y dolores, confort y fastidio. Ahora necesito unos días para descansar, tratar de encontrar un nuevo hornillo en el bazaar y recuperar energías, porque esto es tan sólo el comienzo. Estoy dispuesto a seguir yendo aún más adentro del desierto.