La ruta de los pueblos fantasma

Mi deseo original de salir temprano de Atar para poder cubrir la mayor distancia posible se ve frustrado, como suele ser el caso, por mi predilección por el buen dormir. A falta de todo sentido de urgencia, son pocas las veces que elijo salir de la cama si lo que el cuerpo de me pide es lo contrario, lo que me lleva a salir casi siempre más tarde de lo que me gusta planear en mi cabeza. Sé que tengo al menos dos días por delante hasta llegar a Choum pero no tengo idea cómo están las condiciones del camino. Voy allí en busca de una de las experiencias que más añoré en los últimos años, montarme en el tren de hierro más largo del mundo para volver a la costa y poder continuar hacia Sahara Occidental. 

  El sol se asoma por el horizonte cuando estoy saliendo de Atar. No hay ni una nube en el cielo, y atrás quedaron los días blancos de Ouadane en donde las partículas inundaban el aire. Solo el viento no se ha levantado aún, lo que me inspira a pedalear fuerte utilizando todas mis energías. El entusiasmo por la travesía entre rieles que me espera es la gasolina que alimenta mis músculos. Las últimas casas están desparramadas sobre la arena varios kilómetros después de salir del centro del pueblo y una vez más me encuentro expuesto al desierto lleno de ausencia.
 
 De no ser por la excitación que traigo encima, este no sería más que un nuevo día de monotonía sahariana. Viajar en bicicleta es una de las experiencias de vida que más disfruto porque es la que me sostiene la mayor cantidad de tiempo de vida en el momento presente. Sin embargo, hay momentos como este, en el que la mente rumiante siempre ansiosa por más, está tan cargada de expectativas que se apodera de mí llevándome a transitar los días soñando las experiencias que espero vivir más adelante. Yo sé que cuando hago esto deshecho vivir el presente arriesgándolo por una potencial desilusión posterior, pero hay momentos en que me resulta inevitable. Como si domar a la mente inquieta fuera poco, la monotonía del desierto tampoco ayuda. Me quiero mantener presente pero indefectiblemente recurro a mis sueños para encontrar el escape al aburrimiento.

  Sigo avanzando hacia el norte en solitario porque a pesar del asfalto esta ruta parece haber sido abandonada o bien quizás, no poblada aún. Creo que puedo contar con una mano los vehículos que me han pasado desde que salí por eso no me sorprende que al llegar a cada aldea no haya ni un alma caminando al aire libre. Nadie sale a pasear ni a hacer compras bajo este sol incandescente, lo que habla tanto de la cordura de la gente como mi carencia de la misma. En estos pueblos fantasmas, donde todos los días el viento entierra a las casas bajo la arena, me siento lo más parecido a una bruja que pasa volando montada en una escoba. Me alegro de haber tomado la decisión de salir cargado con suficiente agua y comida para 3 días porque de no haber sido así, dudo haber encontrado algo que comer por aquí. 

 Así paso el día, pedaleando entre pueblos fantasmas hasta llegar a una visual inesperada en el momento en el que el sol comienza su descenso final sobre la tierra. 40 km desde que salí, me encuentro al filo de un descenso. Debo detener la bicicleta para contemplar el espectáculo. Estoy parado en un punto en el que puedo observar uno de los bordes troquelados de la meseta del Adrar. Un escalón definido por una secuencia ininterrumpida de laderas de roca y cimas truncadas se extiende hacia ambos lados hasta desaparecer más allá del límite de mi visión. Delante mío está la pista que desciende serpenteando entre estas montañas piramidales y más allá, abajo, en un horizonte que apenas puedo ver entrecerrando mis ojos, diviso un nuevo parche de dunas onduladas bañadas por el sol del atardecer. En vez de ir directamente al goce de la adrenalina en el descenso, decido posponerlo, tomarme unos minutos para comerme unas galletas y disfrutar de la grandeza de este momento.

 Hay bajadas que se disfrutan a 75 km/h, y otras que invitan a mantener las manos presionando los frenos porque cuando la belleza sublima el corazón y quita el aliento, nunca quiero que termine. Es el primer momento desde que salí de Atar en el que el presente vuelve a tomar control sobre los pensamientos del mañana. Voy rodando cuesta abajo despacito, lo que implica destruir la magia de los sonidos del desierto con el chillido de mis frenos desgastados, pero es un lujo que estoy dispuesto a ceder a cambio de absorber estos colores y estas vistas. Cuando el descenso llega a su fin minutos después de la caída del sol, ya no necesito frenos y la brisa suave que genero con el movimiento vuelve a endulzar mis oídos. Detrás mío queda la muralla que acabo de descender y ahora estoy rodeado de dunas pobladas de acacias y un millón de posibles lugares donde desmontar mis cosas para pasar una noche más en un hotel de un millón de estrellas. 

  La claridad me encuentra en las primeras horas del día soñando profundo sobre las dunas. Necesito hacer varios intentos para despegar los párpados y muchos más para poder reincorporarme. Sentado sobre el colchón, me estiro agradeciendo al viento por no haberme sepultado bajo la arena durante la noche. El silencio se mete dentro de mi cuerpo sumiéndome en su vacío. Con los primeros destellos del sol veo a las sombras de las acacias emerger progresivamente sobre las ondulaciones de la duna, en formas fantasmagóricas con múltiples ramificaciones estirándose como brazos y dedos que trepan por la arena. Su despliegue me fuerza a ralentizar mi desayuno. El rugir de mi nuevo hornillo a gas solo es tolerable porque al apagarlo me sirve para apreciar aún más la magia del silencio que me envuelve. Tengo los sentidos a flor de piel. Puedo sentir al calor del sol como suaves caricias en mi piel llevándose al frío de la noche. El aroma del café instantáneo dilata mis vías respiratorias adelantando el estimulo de mis papilas. Con los pies enterrados en la arena fría lo bebo de a pequeños sorbos mientras contemplo el amanecer. Minuto a minuto saboreo la vida sahariana.

  Solo la certeza de que el ascenso del sol transformará de un momento a otro este paraíso en el ardor de una hoguera, me impulsa a empacar mis cosas y montarme a la bici. De no ser así podría quedarme por días y noches. Al poco tiempo de salir, aparezco al borde de un nuevo escalón. El descenso es menos pronunciado que el de ayer y el paisaje carece del mismo dramatismo, pero aún así me deleito con la vista puesta en un horizonte de espejismos. Estimo que me deben quedar unos 80 km para llegar a Choum cuando el asfalto sedoso por el que vengo rodando desde ayer llega a un final abrupto. Ahora, delante mío tengo un mar de arena y decenas de huellas que se dibujan y desdibujan, que se unen y se bifurcan. La ausencia absoluta de tráfico me hace dudar sobre su origen, pero no puedo detenerme a esperar en la incertidumbre bajo un sol que ahora me abrasa en vez de acariciarme. Con dicho océano por delante, ya no puedo predecir si llegaré, o cuánto tiempo tardaré en hacerlo, y en el caso de llegar, no puedo saber si podré lograrlo antes de las 17 hrs cuando el tren pasa por Choum. No me queda otra opción que lanzarme a la arena a descubrirlo.

 Hay un punto de climax perfecto en el que convergen una serie de circunstancias que me llevan a redoblar el disfrute. Es el momento en el que la crudeza del camino y el medio ambiente ofrecen un nivel alto de dificultad suficiente como para plantear un desafío pero no tanto como para consumir las fuerzas al punto de derribar el espíritu. Hace calor pero no tanto como para asfixiar, hay viento pero no lo suficiente como para ralentizar mi paso, hay arena pero no tan profunda como para empantanarme, no hay señales ni senderos específicos pero más o menos creo que puedo divisar una dirección única general. Estas son las condiciones óptimas. Paso un día derrochando excepcionales niveles de adrenalina, ganando terreno a la incertidumbre a través de la fuerza física y psicológica que construí a la largo de los años. En el único punto en el que llego a sentirme perdido, un camión cargando piedras para la obra del asfalto aparece en el horizonte. Asomado por la ventana de la cabina, su conductor me dice en un francés precario:“¿ves esas dos montañas allá lejos en el horizonte? Bueno, hacia allí tienes que apuntar, detrás de ellas está Choum”. 

Es el único dato que me faltaba para saber que ya no moriría perdido en el medio del desierto, y así, dos horas después, llego rodando a media tarde a este páramo sahariano. Al igual que en todos los pueblos fantasmas que pasé ayer, aquí tampoco veo a nadie andando por los amplios bulevares de arena que separan las casas y casillas de madera y lona. Sin embargo, al cabo de un rato de empujar la bici escucho una voz llamarme. El brillo del día hace que me lleve varios segundos dilucidar su origen hasta que debajo del toldo de una casa de muros blancos veo salir a un gendarme. Me explica que el tren no llega hasta las 6 de la tarde y que por razones de seguridad debo esperarlo dentro del puesto de gendarmería. Esta historia ya la escuché como un disco rayado muchas veces en varios lugares y me sigue siendo imposible concebir algún riesgo a mi integridad física en este lugar perdido en el fin del mundo. Aunque fueron esas mismas experiencias las que también me enseñaron a no discutir ni contradecir nada. Por eso, dado el calor que hace y la clara ausencia de cosas para hacer en este pueblucho, no opongo objeciones y contento me voy con él a su seccional a saborear la recompensa del final de esta etapa bajo la sombra. En el patio trasero paso el resto de la tarde relajándome mientras escucho música y fantaseo con el gran momento que tanto he anhelado. Ya estoy aquí a la espera del tren.