Tan pronto como me bajo del taxi, el vaho asalta a mis fosas nasales penetrando hasta lo profundo de mis pulmones. Por unos segundos contengo el aire para digerir el impacto. Exhalo, e intento respirar dando una nueva bocanada de aire pero una arcada la interrumpe. Necesito unos minutos para asimilar el olor de las tripas de pescado y del río de sangre entremezclada con agua salada que corre entre mis pies por el piso del pabellón. A mi alrededor resuena una sinfonía de cuchillas disonantes colisionando contra la superficie de las mesas de piedra. Los ejecutores gritan los precios del día mientras descuartizan a los pescados con la misma ligereza con la que un bibliotecario archiva libros. Los clientes, por su parte, examinan los cadáveres haciendo contraofertas. Me voy abriendo paso entre la muchedumbre procurando no resbalar con alguna tripa, hasta que finalmente salgo por el lado opuesto al que entré. Delante mío, me encuentro con centenares de barcazas aparcadas sobre la playa. Estoy a orillas del Atlántico, en el mercado de pescado de Nouakchott.
Sucesivos años de crudas sequías durante la década de los 80 condujeron a la muerte de decenas de miles de cabras y camellos en el interior del país. Con ellos se perdió la principal fuente de alimento para las poblaciones del corazón del Sahara. En consecuencia, una gran parte de sus habitantes se vio forzada a trasladarse a la costa para encontrar en el mar la fuente de proteína perdida en su tierra de origen. La población de Nouakchott aumentó radicalmente y su estructura urbana creció sin trazados ni planeamiento previo, en forma de asentamientos que se extienden sobre la arena hasta diluirse en el horizonte difuso del desierto.
Desde entonces, el mercado de pesca es el portal de acceso al alimento de subsistencia en tiempos modernos en una de las regiones más inhóspitas del planeta. Allí, el despliegue social rivaliza al del centro de cualquier capital cosmopolita del mundo en plena hora pico, solo que aquí transcurre sobre la arena. Intento llegar a la orilla buscando un espacio entre barcazas lo suficientemente ancho por el que transitar, pero no hay tantos, por eso muchos caminan directamente sobre los tablones de sus cubiertas. En ese mismo laberinto de cascos de madera pintados de coloridos diseños wolof, me topo con quienes están sumidos en su trabajo. Algunos reparan la aislación de las embarcaciones, otros están engrasados con medio cuerpo dentro del motor. No puedo detenerme mucho tiempo porque en el primer momento que me distraigo, alguien que viene tambaleando con un bidón de 30 litros de gasolina sobre los hombros me grita para que me haga rápido a un costado.
Cuando llego a la proa de la última barcaza en el espacio que se abre delante mío centenares de personas interactúan en la reducida franja de arena que la marea alta deja libre. De la multitud y sus vestimentas, de las barcazas y sus diseños, del pescado y el océano en conjunción con la fuerza del viento aflora una cacofonía de colores, olores y sonidos que desborda mis sentidos. Hay hombres repartidos en grupos que conversan, debaten y discuten hasta que la pelota furtiva del partido de fútbol que están jugando unos niños metros más adelante les cae encima y los interrumpe. Los mauritanos de origen árabe envueltos en daraâ y tagelmust celestes impolutos comercian con los pescadores negros wolof y fula. En la sombra debajo de las proas algunos descansan echados panza arriba sobre la arena mirando por encima a los niños que juegan saltando de una barcaza a la otra como si fueron aviones. Es un universo de hombres en el que algunas mujeres aparecen aquí y allá. Están las que vienen a vender comida y las que cargan grandes palanganas para recoger pescado, pero todas sin distinción cuchichean para matar el tiempo. Entre todos ellos, una legión de porteadores se abre paso con sus carros de metal empujando, pisando y desplazando a todo aquel que no escuche, hasta llegar a la orilla donde está el epicentro de la acción.
Pasada la media tarde, armadas de barcazas comienzan a llegar a tierra. Cargadas de tripulaciones de hasta 30 pescadores montados sobre un botín de cientos de kilos de pescados llegan navegando con el pesar de pequeños titanics, con la línea de flotación muy por debajo del agua. En los últimos 100 metros, los capitanes ostentan su destreza desde la popa al mando del timón domando la furia del Atlántico hasta alcanzar la orilla. Llegan empapados, habiendo pasado más de 24 horas en alta mar, pescando durante toda la noche y a lo largo del día. Aquí no hay puertos, ni siquiera muelles donde desembarcar. Las barcazas se detienen cuando el envión de la última ola las lleva a encallar sus cascos en la arena. Es el momento crítico en el que toda la tripulación, menos el capitán, desciende rápidamente para amarrar la nave. Ya en tierra, se reorganizan de inmediato con la eficiencia de un ejército. Uno de ellos corre hacia un costado desenrollando una soga que está amarrada a la popa en un extremo y al ancla en el otro. Una vez que alcanza la extensión total de la misma la deja caer de modo que se entierre sola con la mismísima tensión. Unos 40 metros hacia el otro lado, el resto del equipo se arma en fila sujetando con fuerza a otra soga que está amarrada a la proa. Cantando tiran de ella como en la lucha de la cuerda para contener los sucesivos embates del océano que desestabilizan la barcaza. De este modo logran que la misma quede sujetada de un lado por el ancla y del otro por los pescadores cumpliendo la función de mantener la tensión de acuerdo a la marea.
Mientras ellos se ocupan de la ardua tarea de mantener estable a la embarcación, aquellos que hasta el momento socializaban, ahora corren a ella como alfileres a un imán. Entre ellos está la legión de porteadores que se lanza al agua con los cajones vacíos en la cabeza hasta rodear cada barcaza por completo. Los que quedaron abordo están armados de una larga vara metálica de cuyo extremo cuelga una red en forma de canasta. Como si fueran grandes cucharones descargan los pescados hasta el borde de cada cajón. Entre tanto, los porteadores (algunos de ellos sumergidos hasta el pecho) soportan una lucha sostenida contra los embates del mar, intentando mantener sus pies en tierra firme para que el océano no se los trague. La entrada de cada ola los vapulea a todos a la vez. Voltea de una zancadilla a los menos experimentados y los arrastra como muñecos de trapo para luego succionarlos mar adentro en su retroceso. Cuando los cajones sobre sus cabezas desbordan de pescados comienza la odisea para escapar lo más rápido posible de las corrientes que los succionan. El escape es un espectáculo de equilibro entre las sucesivas explosiones de agua y espuma, y abrirse paso entre los demás sin chocarse, sin caer, y así poder llegar a los carros para descargar y volver a empezar.
Cientos de kilos más tarde, cuando las barcazas quedan vacías, incluyendo la descarga del agua acumulada, los pescadores se bajan para estacionarlas. Es una tarea que requiere del trabajo en conjunto de 20 a 30 de ellos para poder aparcar a estas embarcaciones que tienen hasta 20 metros de eslora. Bajo el mando de uno de ellos gritando las indicaciones cual director de orquesta, con las botas enterradas en la arena densa de agua, empujan en perfecta sincronía, cantando al unísono, invocando toda fuente de energía posible. Con cada empujón, sus piernas hundidas hasta las rodillas reflejan la magnitud de la fuerza que imprimen, y como si el peso y la superficie arenosa no ofrecieran un desafío suficiente, el mar sigue hostigándolos sin piedad hasta el último momento de contacto. La acción conjunta entre el remanente de cada ola que llega y la furia del viento recrudece la tarea y conspira contra ellos. Sacude a las barcazas hasta hacer crujir la madera de sus estructuras. A veces incluso las tumba de costado obligando a todos a empezar de cero para reposicionarlas. Sin embargo, no hay tempestad que alcance para doblegar el espíritu del equipo. Todos siguen cantando y ninguno da el brazo a torcer hasta que logran alinearlas en forma perpendicular a la playa, en cuyo punto pueden finalmente sacarlas del agua. De allí, son apenas un puñado de metros más sobre arena firme hasta montarlas sobre un carro de dos ruedas que facilitará el traslado hasta el espacio donde las aparcan.
Las barcazas siguen llegando una tras otra hasta que el sol desciende sobre el horizonte tiñendo de naranja a la espuma que decora la superficie del agua. La silueta de las aves volando bajo a la caza de peces se recorta en un cielo del color del fuego. Los banderines izados en las proas sacuden sus hilachas esperando una quietud que nunca llega. El viento persevera más allá del atardecer, agitando el agua sobre las que esparce las arenas del Sahara y haciendo danzar en el aire a las gotas doradas que se desprenden de los trajes impermeables de los pescadores. Es el zumbido inmanente detrás de los oídos de todos aquellos que siguen trabajando en la playa. Los pescadores continúan sus tareas en equipo, ahora reagrupados para desenredar y plegar cientos de metros cuadrados de redes en desorden. Siempre parece haber una tarea más que se interpone entre ellos y el descanso.
Finalmente con el crepúsculo termina un día más de trabajo en el mercado de pesca de Nouakchott. Los pescadores han navegado y han pescado, han desembarcado y estacionado sus embarcaciones. También las han limpiado, reparado y acondicionado y han doblado hasta la última red. Aun así, ellos siguen cantando. Su canto prevalece hasta la llegada del anochecer. Es la sinfonía conjunta que ofrece resistencia al rugido constante de un océano enfurecido y nutre de energía a esta legión que día tras día, de sol a sol, se alista para afrontar las rigurosidades de un trabajo inclemente para ganarse el sustento.