Dí Ouagadougou!

Paso varios días en llegar y permanecer en la región de la triple frontera entre Burkina Faso, Malí y Níger conviviendo con los fulanis. En ningún momento me siento en peligro sino todo lo contrario, pero ya es tiempo de volver a la civilización. Llevo bastante tiempo alimentándome muy mal a base de sorgo y salsa de hojas de baobab, y ya comienzo a sentirme muy débil. Ahora necesito encontrar el camino para salir de aquí y reaparecer en algún punto de la ruta principal que conecta Dori con Djibo. Estoy muy fuera de pista y mi única alternativa es guiarme por las indicaciones que me den los fulani.

Me impulsa la avidez por volver a sentir sabor en las papilas de la lengua y energía en mi cuerpo. La mera idea de volver a comer salsa de baobab un día más ya me da arcadas, por eso me propongo comenzar temprano para llegar a la ruta principal ese mismo día. Es difícil pensarlo y no sentirme mal a la vez por la culpa que me genera. Me siento un niño caprichoso y malcriado rechazando ese sabor luego de tan poco tiempo, cuando esta es la alimentación de muchos fulanis, todos y cada uno de los días de sus vidas. A diferencia de mi sensación interna, a ellos nunca los he oído quejarse ni lamentarse por nada. Todo lo contrario, viven con serenidad y estoicismo, y de eso me llevo lecciones que no quiero olvidar nunca.

A medida que avanzo intentando guiarme por la hora, la posición del sol y alguna protuberancia de la tierra aquí y allá, el Sahel me sigue regalando aquellos encuentros que me hacen sentir que estoy en un mundo aparte. Un señor de la etnia fulani bela se materializa en el medio de la nada. Yo no sé de dónde viene ni hacia dónde va, pero decido detenerme para conversar con él e intentar obtener indicaciones. Su mirada es pacífica, su andar es tranquilo y se toma varios segundos para responder con un hablar pausado y premeditado. No habla más que su dialecto por eso solo me comunico a través de gestos y señas. Antes de despedirme, le pido permiso para hacerle unas fotografías a lo que accede con una sonrisa serena. Como un modelo profesional, contempla al horizonte, mirando el atardecer. No hace más que permanecer allí como si tuviera la mente exclusivamente en el momento presente. Al enseñarle sus retratos en la pantalla de mi cámara me mira con una sonrisa suave y me dice una y otra vez en el mismo tono pausado: “barka…. barka……barka” . Horas más tarde aprendería que “barka” significa “gracias”.

Más adelante, me detengo a pedir agua a un grupo de mujeres congregadas junto a sus burros alrededor de un pozo de barro. Están envueltas en vestidos coloridos, brazaletes y collares cargando en baldes atados por cuerdas el agua que beberán en la aldea. La gente local es siempre mi referencia a la hora de elegir el agua que bebo. Eso significa que en la mayoría de los casos, mi política es beber la misma agua que beben ellos. En este caso, sin embargo, la precariedad es tan grande que no hay bombas de agua, y el agua extraida de un pozo de poca profundidad cavado a mano, está tan turbia y llena de barro que prefiero desistir para no correr el menor riesgo de enfermarme aquí.

Aquí y allá las personas aparecen y reaparecen como fantasmas sueltos, deambulando por el horizonte grisáceo del Sahel. Una parte de mí necesita responder a mis necesidades más sofisticadas, pero la otra quiere permanecer aquí por más tiempo, porque esta gente me vuelve presente. Esta gente me reconecta todos los días un poco más con la belleza de la sencillez. Ahora bien, en este punto ya no puedo idealizar tampoco. He visto otra cara también, la del sufrimiento que trae aparejado la vida más allá de la sencillez. La vida en la precariedad y en la carencia de las necesidades más básicas. No es una vida ideal ni mucho menos, fácil. Es una vida dura y cruda en todas sus formas. Es presente, y es cierto que eso tiene mucha magia, pero aquí también representa desafíos que pocos podrían afrontar sin enloquecer. Solo ellos con su estoicismo.

La última noche en el Sahel la paso completamente solo cuando experimento un show tan extraordinario como inesperado. Ni bien termino de comer, me acuesto en el piso a mirar las estrellas y veo en la oscuridad de la noche un cielo cubierto de estrellas fugaces por doquier como nunca antes en mi vida había visto. Semanas más tarde me enteraría que lo que tenía arriba mío era efectivamente lo que se conoce como una lluvia de meteoritos. Y déjenme decirles que me dejó atónito. Si el cielo fuera un océano, ahora las estrellas se movían como cardúmenes de peces dentro de él. En vez de tratar de razonar lo que ocurre, me recuesto en el suelo a disfrutar uno de los mejores shows que he visto en mi cine desde que viajo en bicicleta.

Más allá de la simpleza


Poco a poco termino por llegar a la ruta principal, donde aparezco en algún punto entre Dori y Djibo. Mi cuerpo y mi bicicleta no pueden ocultar la alegría de recibir una vez más al asfalto. Todo es fácil ahora pero la comodidad de la nueva superficie y el paso más rápido, entran en conflicto directo con la hermosa lentitud saheliana que mi espíritu trae consigo. El camino de aquí a Ouagadougou me lleva algunos días tranquilos en los que tengo tiempo para comenzar a procesar todo lo vivido en las semanas anteriores. La simpleza pero también la escasez, me llevan a pensar sobre la importancia de encontrar un justo equilibrio en la vida que nos asegure las condiciones para ser genuinamente felices. Hace mucho tiempo que tengo bien claro que el exceso de confort y cosas materiales no asegura la felicidad, pero hoy también veo con la misma claridad que la simpleza forzada por la escasez absoluta tampoco.

Durante los días en los que reflexiono sobre esto, me encuentro con una realidad mucho más cruda que la que vi hasta ahora en el Sahel, la de los Talibe. Mientras estoy sentado en un puesto de comida precario en la periferia de un pueblo en un mediodía ardiente, un grupo de niños mal vestidos, sucios y muy flacos se acercan corriendo. No sé si están jugando o qué, pero llevan latas de hojalata vacías colgadas de sus cuellos. Cuando llegan, se quedan parados a cierta distancia mirando a quienes estamos comiendo. En sus ojos puedo ver añoranza, casi como la de los animales que llevan días sin comer. Como perros hambrientos se quedan mirándonos. Nadie les da un céntimo ni les devuelve la mirda y es cuando una de las personas a mi lado termina de comer y se levanta para marcharse, que veo un espectáculo que jamás había visto en mi vida. Los niños se lanzan como fieras sobre las sobras de comida que quedaron en el plato. Los veo morder y chupar los mismos huesos de pollo ya previamente salivados por la persona que estaba comiendo. Cuando uno deja los huesos, los toma otro, y luego otro, intentando quitarles hasta el último hilo de carne con el que nutrirse y quizás algo de sabor con el cual estimular sus papilas. Es una imagen desoladora que me disuelve el corazón, me estruja el estómago y me roba el apetito. Es imposible digerir esta imagen. Es imposible ser indiferente y a la vez es paralizante la incapacidad de poder hacer una diferencia en ellos, al menos allí mismo. He visto mucha pobreza material a lo largo de la vida, pero nunca nada como esto. Sin dudas, es de esas cosas de las que no quiero permitirme volver atrás ni continuar mi vida ignorando que existen.

Los talibe son niños que son entregados por sus familias a las daara (el equivalente en Africa Occidental a una Madrassa, es decir una escuela coránica) donde viven y estudian el Corán. Las daaras están dirigidas por un Marabout que es el maestro que está a cargo de todos los niños. Originalmente, las daaras se sustentaban con el producto de las cosechas que le pertenecen y cuando estas no eran suficientes para sustentar a todos, era práctica común enviar a los niños a mendigar para obtener dinero y provisiones. En nuestros tiempos, esto ha pasado de ser una práctica religiosa a una de las más brutales formas de explotación. Las calles de muchas ciudades y pueblos de toda África Occidental abundan de centenas sino miles de talibes hambrientos que son obligados por los marabouts a salir a mendigar para volver a la daara con la cuota diaria que se les impone. De esta forma pasan todo el día mendigando en vez de estudiar el Corán que es para lo que supuestamente están allí. Lo que he visto aquel día es lo más cercano que he estado al más horrible desasosiego. Imágenes similares se seguirían repitiendo a lo largo de mi camino durante los meses posteriores en diferentes países.

Dí Ouadagoudou


Finalmente, unos días más tarde entro de vuelta en Ouagadougou pero esta vez en biciclet. La capital de nombre impronunciable a primera vista, de Burkina Faso. Abriéndome paso entre el caos de taxis Mercedes-Benz 300 de los años 90’ cayéndose a pedazos, motocicletas, cabras, furgonetas y carros, llego a la casa de mi amiga Emna y su pareja, con quienes pasaré la navidad.

Estoy cansado, sucio, lleno de tierra y lo único que quiero es bañarme, comer y dormir. Eso hago mientras espero la navidad, una festividad que no tiene importancia alguna en mi vida pero que sirve de buena excusa para pasarla acompañado de gente linda. Allí me quedo con ellos. Yo estoy muy satisfecho, ya tuve más regalos de los que hubiera imaginado para estas fiestas. Llevo el regalo del Sahel dentro de mí. No me lo trajo un invento del marketing vestido de rojo y con barba blanca, sino que me lo fui a buscar yo, y me lo llevé conmigo, como debe ser.

Burkina Faso en el corazón

Poco tiempo después de mi estadía de descanso en Ouagadougou en la casa de Emna, las semanas que paso en Burkina Faso llegan a su fin. Me voy de este país deslumbrado. He pasado algunas de las semanas más increíbles de mi vida. He cumplido el sueño de convivir con los fulanis en el corazón del Sahel y ver y aprender lecciones que nunca jamás olvidaré. Sin embargo, la magia de Burkina Faso no se limita a la increíble vida de los fulani en el Sahel sino que se extiende al amor y la generosidad de todos los demás grupos étnicos del país comenzando por los mismísimos burkinabé. Me llevo de este país la belleza de la simpleza y la humildad sana de la vida, pero también la visión ampliada por haber visto el horizonte doloroso que yace un paso más allá de la simpleza. En ese aspecto, Burkina Faso resultó para mí un excelente cable a tierra para no quedar atrabajo en la fantasía de un mundo idealizado. Por todo esto, y mucho más, volvería a Burkina Faso y al Sahel en cualquier momento de mi vida.

*Tan solo 2 semanas luego de mi partida del país, 30 extranjeros fueron asesinados en un atentado terrorista en un restaurante en Ouagadougou cuyo dueño era italiano. Una semana más tarde una pareja de dos australianos con 25 años de residencia en Djibo fueron secuestrados en una de las rutas principales del país.
Si bien, sin dudas, esto me pudo haber pasado a mí también de haber estado en el lugar y momento incorrectos, lo cierto es que ambas situaciones ocurrieron en los lugares conocidos por ser frecuentados por extranjeros. Este es el motivo por el cual toda mi travesía se basó en estar en regiones remotas y evitar justamente este tipo de lugares. No es infalible pero sin dudas siento que contribuyó a mi mayor seguridad.