Hay momentos en la vida que tardan en llegar. Momentos que quizás uno lleva deseando y hasta ansiando por días, meses y años. Momentos por los cuales uno aprende a cultivar la paciencia, mientras todos los días pone un poco de sí para poder eventualmente llegar a ellos. Así he esperado por años, el momento de llegar a Mongolia, un país que llevo más tiempo del que puedo recordar, queriendo visitar. A medida que pasa el tiempo, más me inclino a creer en que hay una inteligencia intrínseca en el modo en que el destino ordena los sucesos de la vida, porque pude haber elegido muchas otras oportunidades para viajar por este país, pero nunca hubieran sido el momento correcto. Esta vez lo fue, al menos así se sintió y la experiencia fue de aquellas que subliman el alma y desbordan los sentidos.
Preparativos
El cruce por Sumatra me dejó por debajo de los 63 kg, y mientras estábamos en el avión camino a Beijing, ya podía imaginarme engordando deleitándome con los platos favoritos del país que es mi casa fuera de mi casa. Volver a China, es, aún cuando fuera solamente de paso como esta vez, después de tantos años viviendo aquí, todo es familiar y fácil. Beijing no es el lugar favorito de “mi país”, pero fue el necesario punto de paso en camino a Mongolia, y nuestra estadía planeada de 7 días, se extendió rápidamente a 21, "gracias" a las burocracias que debíamos sortear: sacar la visa mongola, enviar mi cámara al hospital Nikon, comprar ropa para un clima ya no tan ameno, y sobre todo darle tiempo al cuerpo para recuperarse y dejar que la deliciosa comida se ocupase de volver a ocultar mis costillas. Shao Ming y Xiao Ming, dos ávidos ciclistas locales y amigos de verdad, nos recibieron como hermanos en su caótica casa/taller. Luego de sus viajes en bicicleta de China a Europa, ya de vuelta en casa, fundaron Boskey, su propia marca de bicicletas de viaje y ya con sus primeras 50 unidades listas, nos ofrecieron dos para hacerles el test drive por Mongolia y servirles de críticos a nuestra vuelta. Aceptamos, y no nos arrepentimos.
Entrando por la cueva
Ya que debíamos salir de Beijing y volver por exactamente el mismo paso fronterizo y ya habíamos perdido muchos días haciendo trámites, elegimos hacer el tramo de ida en tren hasta Ulaanbaatar y hacer al final la vuelta en bicicleta. Dos combinaciones de tren y un día entero de viaje más tarde, llegamos a la frontera. Entrar a Mongolia por el paso fronterizo Er Lian – Zamyn-Udd en el desierto de Gobi, es una experiencia enervante por decir poco. Una estúpida regulación prohibe caminar o pedalear los 200 metros que separan ambos puestos fronterizos, lo que ha dado lugar a una prolífera mafia de choferes que con unos jeeps rusos destruidos, cargados hasta lo inimaginable de gente y bultos, cobran unos 10 dólares por persona por transportarte esos malditos 200 metros. Este robo a mano armada es aún peor cuando los muy hijos de puta, no te esperan a que pases migraciones y siguen su camino después de haberte cobrado, lo cual nos significó armar un escándalo en migraciones para que forzaran a alguno de estos mafiosos a llevarnos sin volvernos a cobrar. Es una forma lamentable de entrar al país, pero ya lo sabíamos de antemano, así que hubo morderse los nudillos y tragar. Cruzar finalmente la frontera se siente como dar un paso de inmediato a la prehistoria, tanto por ser Zamyn-udd un pueblo arenoso y precario en el medio del desierto que parece haber quedado en el olvido, como por ser el lugar donde el imposible lenguaje mongol nos obliga a comunicarnos como primates con la gente. Allí conectamos lo antes posible con el último tren hasta la capital, pero volveríamos.
A juzgar por su ciudad principal (y su puerta de entrada), es imposible creer que algo bello puede ocurrir en este país. Ulaanbaatar es una ciudad horripilante. Un error urbano en un enclave magnífico. Una aglomeración de sórdida arquitectura de monoblocks soviéticos cerca del derrumbe entremezclados con mamarrachos modernos cada tanto. Trazada por calles de asfalto roto y tierra, por las que transitan coches en estado paupérrimo conducidos por gente, que siguiendo la herencia del gran héroe del país, Gengis Khan, pareciera querer arrasar el mundo conduciéndolos como caballos indómitos. El parque automotor de Mongolia raramente incluye vehículos nuevos sino que es más bien un rejunte de la resaca de vehículos usados de Japón y Corea. Esto genera un problema esencial: si en Corea el volante está del lado izquierdo y en Japón del derecho, ¿por dónde se conduce en Mongolia? Oficialmente por la derecha, pero en la realidad, tal como se montan los caballos en la estepa, por todos lados y en todas las direcciones. Al fin y al cabo, hasta no hace muchos años, era completamente normal encontrar gente a caballo en pleno centro de la ciudad.
En la ciudad vive casi la mitad de la población entera, dejando al resto de este inmenso país prácticamente vacío. 1.3 millones de habitantes se aglutinan en viviendas pequeñas, y una mayoría proveniente de regiones empobrecidas se asientan en gers improvisados en las afueras de la ciudad. Envolviendo a todo el centro urbano, la poca industria del país encierra a la ciudad y la contamina de manera intoxicante.
Finalmente, en Ulaanbaatar, para cerrar la imagen de este circo, no lleva más que caminar unos pocos metros hasta encontrarse cara a cara con el problema más desolador que veríamos en todo el país, pero más notablemente en sus ciudades: el alcoholismo. En un país donde una botella de vodka cuesta casi lo mismo que un jugo de naranja, algo no anda bien. El desfile de borrachos en la ciudad, es un escenario como mínimo surrealista y definitivamente tragicómico, al menos para mí como abstemio. A diferencia de occidente, en donde el problema parece relucir más durante las noches en ocasiones de reuniones, salidas y/o festejos, aquí ocurre a toda hora y en todo momento y es casi exclusivamente un problema de los hombres. Se los puede ver en el medio de la calle balbuceando incoherencias solos o haciendo equilibrio para mantenerse en pie mientras caminan de lado a lado chocándose con todo y todos. A veces, se los ve abrazados unos con otros intentando no caerse pero eventualmente cayendo al fin. En muchos casos, se los ve tirados en un estado más cercano al coma que a la vida, al lado de alguna calle o hasta en el medio de la misma.
Sea como sea, el alcoholismo aquí es desolador. He estado, e incluso vivido, en países donde se bebe de manera espeluznante, pero nada comparado con el desfile de borrachos que brinda Mongolia, no sólo en calidad sino en notable cantidad. En consecuencia, demás está decir que cruzarse con borrachos puede ser un problema, y es preferible evitarlo a toda costa, ya que los mongoles se ponen especialmente cargosos en estado de ebriedad. El resto de la gente, la sobria, parece haber sido amargada por la vida en la gran ciudad. A pesar de notar cierta apatía en la gente, uno no tarda en percatarse de una notable belleza exótica especialmente en las mujeres.
En Ulaanbaatar pasamos dos días acomodándonos al país, investigando las opciones para una nueva alimentación y aclimatándonos un poco. Mongolia, hasta en pleno verano revela su famoso clima extremo, días que rondan los 27 C y noches que pueden bajar hasta los 7 C, y un clima tan seco que seca la garganta hasta hacerla raspar.
De aquí, con nuestras bicicletas nuevas impecables y relucientes, partiríamos finalmente hacia un mundo inimaginablemente bello, un mundo de cuento, un mundo fuera de este mundo.