Salir de Ulaanbaatar fue mucho más que liberarse de una ciudad fea. Salir de Ulaanbaatar fue salir de lo que los seres urbanos conocemos como el mismísimo "mundo". Fue un traslado a un espacio y a un tiempo que para los que crecimos y aún vivimos en ciudades, es sólo parte de un imaginario lejano instalado en uno através de la lectura de cuentos o de imágenes descritas en los libros de Historia sobre algún tiempo lejano. Son unos meros 50km los que separan el infierno del cielo, la realidad del cuento, el lleno del vacío. Del caos a la serenidad, a medida que uno se adentra en la estepa, la magia inunda los sentidos y el tiempo parece comenzar a detenerse paulatinamente. 200 km, y si aún quedaba algún vehículo que nos recordara sobre un mundo moderno, el recuerdo se extingue completamente al salirnos de uno de los pocos caminos asfaltados del país, al adentrarnos en un mundo diferente, un mundo pasado.
La estepa mongola es un espacio solitario, que con sus formas suaves y colores sutiles promueven serenidad y apaciguan el alma. En ella, los caminos desaparecen y se transforman en huellas trazadas en la hierba que se bifurcan, una, dos, tres y hasta decenas de veces a medida que uno avanza. Sin señalizaciones, uno necesita guiarse por el mapa y la brújula como únicos medios de referencia para no perderse.
Aún así, tomar una huella incorrecta se vuelve una costumbre, pero paradójicamente no causa un problema sino generalmente un contratiempo que se toma con satisfacción, porque sin importar la dirección en la que uno vaya, todo alrededor es tan bello que la experiencia nunca deja de ser reconfortante.
Hasta incluso las huellas pueden de vez en cuando desaparecer completamente, pero en la medida en que uno siga la brújula acorde a lo que uno lee en el mapa, no es problema, la hierba es tan suave, que uno puede rodar directamente sobre ella hasta encontrar una nueva huella.
En medio de este infinito manto de terciopelo verde, aparentemente solitario y silencioso, la vida vibra. Los caballos, las ovejas, las vacas, las cabras son la verdadera sangre de Mongolia. Sus nómadas recorren porciones enormes del país trasladándose de lado a lado buscando las mejores pasturas, tal como lo hacen desde hace siglos. Son ellos mismos quienes a lo largo de la historia han trazado poco a poco los surcos en la hierba que hoy conectan el país entero.
Por ellos, nos desplazamos sin penas ni prisas atravesando los aimags (provincias) de Töv y Bulgan, absorbiendo como esponjas una belleza inconmensurable y respirando la paz de una vida serena ocurriendo a nuestro alrededor. Mongolia induce a un paso lento y pausado. Hay pocas o ninguna excusa para ir rápido, todo lo contrario, provoca la sensación de querer quedarse allí detenidos en el tiempo, ir despacito, muy despacito, contemplando la vida pasar en forma de animales pastando tranquilamente y los nómadas montando a caballo dirigiendo a sus manadas.
Los días en verano son largos, el sol cae después de las 21 hs y recién a las 22 hs llega finalmente la oscuridad. La llegada del atardecer es el momento cumbre por el cual uno pedalea todo el día, cuando el sol, en su lento descenso, baña de dorado a esta inmensa alfombra verde,
proyectando sombras suaves y extensas dando lugar a un sinfín de tonalidades diferentes y juegos de luz y sombra. Si durante el día la belleza abunda, al final del mismo, desborda los sentidos, empalaga. Es el momento de detenerse, de buscar nuestro encuentro con los nómadas y acercarnos a sus gers para pedirles permiso para acampar cerca. Sólo queda montar la carpa, preparar un té y recostarse en la suavidad del pasto para sumirse en el espectáculo del final del día esperando que el cielo se pinte de millones de estrellas.