El nivel de confort que experimento en mis días de descanso en Ouarzazate me hace sentir que estoy viviendo en una suerte de vida de cuento árabe. Ubicada en una planicie a unos 1200 m de altura, al pie del Alto Atlas y al oeste del desierto, es la primera ciudad relativamente grande a la que llego en mucho tiempo. Es el centro de la industria cinematográfica del país y a donde recurren, desde Hollywood y más allá, para filmar cualquier película que necesite una ambientación de medio oriente. Gladiador, Príncipe de Persia, Game of Thrones y muchas otras tienen fragmentos filmados aquí. Con la ciudad vuelven el tráfico y el bullicio de la vida urbana, pero también las mayores comodidades que traen aparejadas. Cuanto más al norte avanzo, más cosas encuentro para consumir. En cada pueblo, y en cada ciudad hay más restaurantes, más casas de té, más variedad de productos en los mercados y tiendas, más lugares de alojamiento en mejores condiciones y a muy buen precio. La calidad y la cantidad de todo sigue en ascenso.
Lo que encuentro más bonito, es que en Ouarzazate, toda esta nueva ola de productos y confort moderno aún pervive dentro de un contexto mayormente tradicional en un escenario que a veces bordea con la fantasía. La ciudad es un oasis de la cultura beréber, de arquitectura uniforme pero no aburrida, de formas rectangulares, texturas rugosas y colores arenosos. Elevada sobre el casco antiguo, la kasbah de Taourirt es igual o más hermosa que en las fotos. Sin embargo, no deja de ser una atracción turística que a mi gusto distrae de la verdadera magia de esta ciudad, que son los entramados de callejones más allá de los amplios bulevares. Es en ellos donde viajo en el tiempo para ver la vida y el comercio vibrar, probablemente como hace siglos atrás.
La verdad es que se me hace cada vez más difícil partir de cada lugar en el que paro a descansar. Será que una parte de mí está buscando compensar tantos meses que pasé entre los desafíos extremos y la escasez de todo. Independientemente de eso, estoy convencido de que los pueblos y ciudades del Atlas tienen como una atracción magnética que me invita a quedarme más y más. Ouarzazate no es la excepción. Me voy con la misma sensación encontrada de las últimas semanas, la de querer irme para seguir explorando por un lado, y la de querer quedarme para disfrutar de la vida marroquí por el otro. Lo importante es que estoy lleno de energía y ansioso por salir a enfrentar el Alto Atlas.
Al salir de Ouarzazate no tengo mucha alternativa más que la de retomar la ruta principal. No es lo que más me gusta pero el pasaje circundante me deslumbra, con picos nevados al fondo, el desierto a cada lado y oasis repletos de datileras. Es tan único que siento que no puedo objetivamente molestarme por la velocidad de uno u otro coche que me pasa. A medida que pasan los kilómetros la belleza va in-crescendo. Las montañas desplegándose en múltiples capas según el color. Algunas en tonos anaranjados, otras en amarillentos y rojizos, similares a los del noroeste argentino pero con la distintiva aridez del desierto del Sahara que las circunda. Por el medio voy yo, pedaleando en la inmensidad, alternando entre mesetas abiertas de vistas sinfín y valles sembrados comprimidos entre las montañas. En los pueblos beréber, los minaretes asoman entre las copas de las datileras rodeados de kasbahs de color arena, sus muros desgranándose, delatando los siglos que llevan allí. Es un escenario único para mí. Si bien he estado en decenas de oasis, la diferencia es que todos han estado en el desierto, pero nunca al pie de una cordillera como el Atlas.
Mientras sigo pedaleando por estas tierras la magia me envuelve detrás de cada curva. De repente, un delicioso perfume se apodera por sorpresa de mis fosas nasales. La intensidad del aroma las expande como si me hubiera tragado una cuchara de wasabi. Miro a mi alrededor tratando de entender de dónde viene hasta que veo en el valle a mi derecha una plantación de rosas rojas y blancas. En ninguna plantación que haya pasado antes he experimentado el poder narcótico, casi afrodisíaco, que tiene este perfume. En general, suelo encontrar mis mayores placeres del camino en los estímulos visuales y auditivos. A veces son los colores del atardecer sobre el mar o las montañas, y otras el canto de los pájaros o las onomatopeyas de los monos en la selva. Sin embargo, nunca he experimentado semejante estímulo olfativo más allá del que proviene de los puestos de comida callejera cada vez que llego famélico a algún pueblo. Esto me resulta tan atípico que necesito bajar la velocidad para poder seguir drogándome con el perfume.
Hacia el final de la tarde, he ascendido unos 300 metros de altura más, alcanzando una base de 1500 metros. Aquel perfecto aroma que desbordó mis sentidos horas atrás me ha dejado en un estado de abstinencia. Solo puedo salir de ella cuando llego al extremo del último valle, en cuyo punto veo al otro lado del río la ciudad de Boulemane Dades, o bien una colina con mil ojos. La densidad de las edificaciones, combinada con la monocromía de las fachadas color tierra, provoca una mimesis absoluta con el entorno solo interrumpida por las centenas de ventanitas cuadradas. Será en una de ellas donde pasaré la noche luego del día extraordinario que he pasado.
En condiciones normales haría todo el recorrido en bicicleta hasta la cima de la famosa garganta de Dades, pero esta se encuentra en dirección opuesta a la que voy. Por eso decido hacer una sana ruptura con mis hábitos, dejar la bici en mi habitación, y emprender la expedición de 28km a pie. No sé si haré tiempo para ir y volver en el mismo día pero no son certezas precisamente las que busco en mi modo de viajar por el mundo. Salgo temprano a la mañana, sin prisa ni estrés, con no más que mi cámara al hombro. Calzo las mismas sandalias keen “fake” que compré en Pokhara 3 años atrás por 15$, y que los maestros zapateros de los mercados de África han reparado más de una docena de veces ya. A juzgar por su estado actual, bien podría ir descalzo.
La boca del cañón comienza casi inmediatamente al cruzar el mismo puente por el que entré a Dades ayer en bici. Allí mismo comienza el progresivo ascenso a lo largo del único camino disponible, por cuyo borde voy andando como cualquier transeúnte. A mi derecha tengo el tráfico y a mi izquierda la vertiente de Dades bajando por el valle. Aún avanzando a la velocidad de mi caminata puedo percibir cómo la perspectiva se torna más dramática. Las montañas crecen en altura a medida que el valle se estrecha, exacerbando su verticalidad y el efecto de profundidad. Cuando aparecen los pueblos, que en general no son más que pequeñas aglomeraciones de casas de 2 o 3 pisos, sus fachadas conforman las paredes que encajonan la ruta. Tal es así que si los autobuses turísticos se detuvieran aquí, los pasajeros bien podrían entablar una conversación cara a cara con alguien que está asomado por la ventada de su casa. Su parte trasera, por el contrario es la mismísima ladera de la montaña.
Pasan varias horas hasta que finalmente el sol está lo suficientemente alto como para alumbrar la base del cañón. A mí me lleva cinco llegar a la base del paso, donde la garganta adquiere sus vistas más vertiginosas. Desde allí, persevero unos 40 minutos más caminando cuesta arriba con esfuerzo considerado, serpeteando una y otra vez las curvas y contracurvas caladas sobre la ladera. Finalmente llego a la cima poco después del mediodía. Delante mío veo a las laderas de roca romper con temeraria verticalidad centenas de metros debajo. La vertiente que me había acompañado sigue intacta allí, apenas visible desde donde estoy parado. La vistas me deslumbran.
Mi entrega a la contemplación es absoluta aunque se ve interrumpida cada tanto por los autobuses que llegan de tanto en tanto. Se detienen a un lado del mirador para escupir una manada de turistas, más preocupados por obtener la foto que tomarse el tiempo para absorber la belleza que tienen por delante. Diez minutos más tarde vuelven a subirse al autobús, que nunca había detenido su motor, y vuelven a dejar este lugar todo para mí.
Con el corazón satisfecho ahora solo me queda el descenso, pero los pies me duelen y dada la hora, doy por sentado que no llegaré antes del anochecer. Como no tengo nada que demostrar y esta hermosa caminata paralela ya ha sido un gran éxito, solo desciendo hasta la base del paso donde decido hacer auto-stop. No pasan más que unos pocos minutos hasta que un gentil camionero me levanta. Su francés es limitado, por lo que resulta difícil conversar con él, pero el viaje es corto. Media hora más tarde me bajo una vez más en el puente, en las puertas de Boulemane Dades justo antes de que caiga el sol. Llego en el momento perfecto para saciar mi apetito voraz con un delicioso tagine e irme derecho a la cama poco tiempo después.
Al día siguiente me levanto lleno de energía, listo para montarme de vuelta a la bici. Marruecos me está regalando un día tras otro de aventuras con un nivel de diversidad que no había imaginado que tendría. Es inevitable también sentir la diferencia de estar en un país más desarrollado. No importa cuán dura sea la paliza, cada esfuerzo está recompensado con dátiles, té de menta, cenas que hacen agua la boca y camas cómodas donde dormir. Si bien adoro la vida al extremo, en la intemperie y en la escasez, a esta altura de mi viaje no me aqueja el desarrollo. Luego de haber pasado todos los niveles posibles de desafío entre el placer y el dolor, estoy feliz de disfrutar la aventura complementada con un mayor nivel de confort. Todo duele menos en este país. Las rutas del Alto Atlas están asfaltadas, pero el tráfico no llega nunca a molestarme. El clima de primavera en mayo es una caricia diaria a los sentidos. Los colores estimulan mi vista, las datileras y las rosas mi olfato, el eco de los cañones mis oídos y la textura rugosa de la geografía mi tacto. El efecto se refleja en la facilidad con la que sonrío y me río durante los diálogos que mantengo conmigo mismo.
Cuando apenas ha pasado el mediodía, a tan solo 50 km desde que salí, entro en el valle de Tinghir flanqueado por laderas de roca de colores ocres, a veces naranjas, a veces rosados, a veces marrones. Entre ellas, vibra el verde de un mar de datileras que envuelve a las kasbahs bereber con sus muros de tierra comprimida. Las ciudadelas en ruina las rodean, con los minaretes de las mezquitas que asoman apuntando al cielo. Al igual que en el resto del Atlas toda construcción se mimetiza con los colores hasta desaparecer en las montañas. De repente, me siento trasladado hacia la época de las caravanas. Las mujeres lavan la ropa sobre el lecho de rocas al borde de los ríos de agua cristalina. Los hombres pasan montando en burros cargados de forraje. De fondo, el altavoz de una mezquita musicaliza el valle con el llamado a rezo agregando una melodía a esta escena sin tiempo.
El camino me conduce zigzagueando junto a la ladera de la montaña. Los breves ascensos me elevan sobre las copas de las palmeras regalándome vistas memorables. Arriba y abajo, a izquierda y derecha avanzo hasta llegar al extremo norte donde de repente, es como si cayera dentro de un embudo. En tan solo un puñado de kilómetros, el valle pasa de tener la amplitud de un campo de fútbol a la estrechez de un túnel. El sol que antes bañaba grandes extensiones ahora ya no tiene la suficiente altura como para iluminar una fracción de este corredor. Como me había ocurrido ayer en mi día de caminata por la garganta de Dades, aquí me vuelvo a encontrar en un espacio que se fue comprimiendo poco a poco sin darme cuenta.
Los campos verdes se escurren entre las dos murallas por las que circulo. El camino queda reducido a una cinta, donde las casas vuelven una vez más a adaptarse a la forma limitada por la geografía. El espacio es el mínimo posible para permitir el paso de dos vehículos y dos personas. Un paso en falso implica ser arrollado por un coche o un autobús. De la misma manera, una maniobra mala de un conductor conduce al impacto directo sobre las fachadas de las casas. En el momento en que varios elementos coinciden al mismo tiempo, veo a los conductores ostentar su destreza al enhebrar sus vehículos por el espacio equivalente al del ojal de una aguja. Por supuesto, que una cosa es admirar su habilidad desde lejos. Otra muy distinta es cuando soy yo el que se alinea con un coche, un autobús y una persona y la prolongación de mi vida depende de que cada hilo pase justo por el medio de cada agujero.
En cada pasada puedo sentir a mi mandíbula apretarse hasta hacer rechinar mis dientes. Por eso, para poder continuar y llegar al final del día sin necesitar 28 implantes, opto por la fe irracional. Apuesto a que los marroquíes al volante tienen la aptitud y la precisión de Luke Skywalker para pilotear su nave hacia la Estrella de la Muerte.
Finalmente, logro llegar con vida al otro extremo de este valle en su punto más angosto, justo antes de la garganta de Todra. Es pasada la media tarde y ya no quedan rayos de sol que alumbren el fondo del valle. Allí, en un pequeño hotelito, cuya mitad posterior está directamente construida sobre la roca de la ladera vertical, me alojo para pasar la noche. Mi noche termina recostado sobre los almohadones coloridos de la terraza en el 4to piso. Detrás mío está la roca, delante está la estrecha franja de valle verde y el camino alumbrado por farolitos. Un té de menta me da el calor que necesito para combatir el frío y quedarme un rato afuera buscando contemplar las estrellas, allá arriba, bien arriba, donde las paredes que nos encierran enmarcan un fragmento del cielo negro como el espacio. Recostado allí, intento vencer el sueño para poder disfrutar un poco más de este momento.
A la mañana siguiente, cuando salgo de la habitación abrigado con tres capas, el sol está muy bajo como para alumbrar el valle. Pasará un rato largo hasta que alcance la altura suficiente para calentarnos. Pero me he levantado sin apuro, y decido esperar en la terraza bebiendo té de menta hasta la llegada de los primeros rayos. Durante el desayuno, la comida me estimula tanto como el espectáculo de colores, de luces y de sombras proyectadas sobre la textura rocosa de las laderas. A medida que el sol asciende las veo cambiar su posición revelando la riqueza de nuevas formas. Me tomo todo el tiempo del mundo porque estos son los momentos sublimes que merecen ser absorbidos con lentitud. Al fin y al cabo, he decidido que vale la pena quedarse aquí el resto del día.
Cuando salgo, ya puedo caminar en camiseta abrigado por las caricias de un sol alto aunque tibio. En tan solo unas centenas de metros, caminando por la misma ruta por la que vine ayer, una curva marca el final del valle. A medida que voy dándole la vuelta, una muralla va creciendo delante de mis ojos. Sigo andando en dirección hacia ella hasta un codo de 90º. Con cada paso puedo advertir que algo grande se esconde detrás. Decido caminar más despacio para vivirlo en cámara lenta. Paso a paso los muros que me envuelven van creciendo más y más hasta que, al completar el giro, me encuentro encajonado entre dos murallas cuyas cumbres solo puedo ver si miro al cielo. El celeste intenso confirma que el sol sigue allí arriba, pero aquí no tiene lugar alguno. En la penumbra, a los pies de estas murallas, una brisa turbulenta rebota las superficies de roca hasta dejarme tiritando. Por la base se escurren el camino y un río de piedras, que de no ser por el eco del agua, bien parecería estar seco. La dimensión de la garganta de Todra curiosamente me recuerda a Victoria Falls. Es un lugar que parece haber sido calado dándole un hachazo a la tierra. Y al igual que en la caladura donde desembocan aquellas cataratas, aquí también vienen centenas de turistas. Para ser justos, es inevitable que este no sea un lugar turístico, pero como suele ser el caso, es un precio que uno a veces está dispuesto a pagar por ver estas maravillas naturales.
La garganta de Dades ha estado muy bien, pero no me equivoqué en haberle dado mayor prioridad a esta y elegir mi ruta para pasar el día aquí antes de seguir viaje a través del Atlas.