El último país

A pocas horas de salir de Tan Tan una fuerza todopoderosa toma control de la bicicleta. Es un momento tan inesperado, que me lleva algunos minutos entender lo que está ocurriendo. Ahora mis piernas solo se mueven para acompañar la rotación de los pedales sin aplicar más que una leve presión sobre ellos. Es como ir en bajada cuando de hecho la pendiente va en ligero ascenso. El aire es silencio, es vacuidad, soy un pelusa flotando en el espacio. Hay fuerzas superiores, invisibles, las que ahora están a cargo. Finalmente, una revelación que me impacta como rayo a una antena, invoca el recuerdo enterrado en el cementerio de mi memoria: ¡tengo viento de cola! Ya no sé cuánto tiempo ha pasado desde la última vez en la que el viento y yo éramos amigos. Hoy, luego de meses de vivir sufriendo la humillación perpetua de su perverso rigor, decide transformarse en redentor y ponerse de mi lado. Siento alas en mi bici y una emoción tan fuerte que debo contener las lágrimas de alegría, de alivio, de plenitud. Hoy siento que he finalmente salido de la cárcel invisible en la que he estado cumpliendo sentencia desde que salí de Dakar. Hoy, vuelvo a renacer. 

Con este giro radical de acontecimientos comienzo mi travesía a lo largo de Marruecos, el último país en esta vuelta de Africa que lleva ya dos años y medio. Mientras pedaleo por las calles de Ifraen, la confluencia de emociones que esto me provoca me mantiene en vilo. Es el comienzo del final de una etapa que ya sé que habrá cambiado mi vida para siempre. Es alegría, es satisfacción, es plenitud, pero de tanto tenerlo presente me conmueve por adelantado, al punto de hacerme un nudo en la garganta. Por eso sacudo mi cabeza para reconectarme con este momento, porque lo cierto es que aún me quedan muchos kilómetros y mucha aventura por delante hasta llegar al mediterráneo. 

Mi nuevo telón de fondo es el contorno del Anti-Atlas a mi alrededor, la sección más al sur de la cordillera conocida como el Atlas. Es la muralla natural que separa al desierto del Sahara del Atlántico y del Mediterráneo. Ha pasado tanto tiempo desde la última vez que experimenté cierto drama en el entorno que había olvidado los valles, los ríos, las montañas y ciertamente la riqueza de colores y formas que acompañan. El mero hecho de recuperar estos estímulos visuales me entusiasma a pedalear con energía y buena predisposición.


     Sin dudas, también había olvidado a las subidas, que en los últimos meses fueron reemplazadas por el viento en contra. Si bien aún no son empinadas, paso los días en progresivo ascenso, pero ya nada parece un desafío luego de los meses anteriores. Entre tanto, es la riqueza creciente del entorno que me envuelve lo que me cautiva. De a poco me voy adentrando en un corredor flanqueado por colinas, que se transforman progresivamente en montañas. En sus laderas comienzan a asomar con timidez las primeras muestras de vegetación. Las aldeas cuelgan de ellas también, con las casitas vistiendo los mismos tonos áridos del entorno haciéndolas virtualmente desaparecer. Por el contrario, en los valles estrechos repletos de datileras, los marrones, ocres y rojizos de las construcciones entonando con la rugosidad del terreno, contrastan con el verde. De no ser por la arquitectura vernácula magrebí, cuyas viviendas se asemejan a pequeñas fortalezas con sus gruesos muros de adobe y ventanillas cuadradas, por momentos juraría que estoy en el noroeste argentino.  

En todas las aldeas busco el habitual contacto con los locales, pero para mi desilusión, no lo encuentro tan fácil. Son aldeas introvertidas, donde la gente pasa la mayor parte del tiempo puertas adentro. Quienes están afuera andan esparcidos por las plantaciones de los alrededores. Veo algunas mujeres aquí y allá trabajando en la cosecha y otras llevando forraje para sus animales en canastas colgando de sus cabezas, pero no mucho más. Para mi sorpresa y desencanto, no encuentro más que miradas esquivas y un deliberado intento de evitarme, especialmente las mujeres. Busco entablar conversaciones casuales, como las que suelo tener en todos los lugares que atravieso, pero en esta región no todos parecen tener buena predisposición hacia los forasteros. No tengo suerte.

Guelmín es la primera ciudad relativamente grande que encuentro. No sé si es por el clima perfecto y/o por el viento a favor, pero todo lo que veo me resulta hermoso. Me gusta la arquitectura austera de líneas puras, formas rectangulares y colores pasteles sin mucho contraste. El orden, y sobre todo la limpieza de sus calles me llama la atención. Es lo más limpio que he visto en mucho tiempo. Tampoco siento el estado represivo policial que he visto en Sahara Occidental, lo que es lógico dado que este es un país legítimo. Aquí me sumerjo en los aspectos de la cultura magrebí que más atraen, en cada casa de té donde los hombres pasan horas conversando, bebiendo té y fumando shisha. Las tienditas por otra parte, me siguen sorprendiendo con tanta variedad de productos. Después de todo lo que he atravesado hasta llegar aquí, todo me resulta tan pero tan fácil en Marruecos, que siento que corro el riesgo de aburrirme.


  Varias aldeas le siguen a Guelmín a medida que la ruta se va volviendo más montañosa. A pesar de la creciente belleza del entorno, sigo experimentando la misma suerte de antipatía de los pueblos anteriores. Mientras voy rodando intentando dilucidar para mis adentros si es que se trata de gente conservadora y/o simplemente tímida, un señor me lanza un cálido saludo desde la terraza de su casa. Mi corazón se ilumina, y cuando me hace un gesto de invitación a entrar lo acepto de inmediato. Unos minutos más tarde, el metal de las argollas de hierro forjado rechina y la madera centenaria del portón cruje al abrirse. Detrás del umbral está Hassan sonriendo curioso. Me doy cuenta en seguida que habla muy poquito francés por eso me hace gestos con las manos para que pase. Con mucho entusiasmo me lleva a conocer su casa, me presenta a su mujer quién rápidamente se va y luego a su madre. Subimos por una escalera que tiene el ancho mínimo para encajar a una persona pequeña y los escalones para una de dos metros de altura. Tres pisos más tarde llegamos a la terraza, desde donde puedo ver la aldea entera y el valle que la circunda brillando bajo el sol radiante. Me quedaría un rato largo tan solo a contemplar la vista, pero la madre de Hassan me lleva de vuelta hacia abajo a un establo trasero para mostrarme a su vaca. No deben haber pasado más de 20 minutos desde que llegué, cuando la mujer de Hassan emerge de la casa con una bandeja de plata. Sobre ella carga una tetera que refleja como un espejo al mundo circundante, dos panes del tamaño de un disco volador, y un tagine que estremece mis papilas. Creo que se me va a salir el corazón de la emoción. Resguardado del sol junto a uno de los muros, me regocijo en aquel patio con el almuerzo más delicioso con el que pude haber fantaseado en el camino hacia aquí.

A la aldea de Hassan le siguen muchas otras. En ninguna vuelvo a recibir una muestra similar de hospitalidad pero tampoco puedo decir que son lugares inhóspitos. Poco a poco, el corredor por el que voy se va haciendo más estrecho hasta el punto en el que las casitas de los pueblos se encuentran ya al borde de esta única ruta. No hay tráfico ni gente fuera de ellas, solo silencio. Cuando el sol baja, solo las cumbres de roca quedan bañadas de color ámbar como la miel y debajo de ellas, por donde voy pedaleando, se cierne la oscuridad. Así llego luego de varios días a Tafraoute, un pueblo enclavado en una cuenca amurallada por montañas.  El muezzin recita el último adhan (llamado al rezo) del día desde el minarete de la mezcla central inundando de melodía los pasajes vacíos del pueblo. En ese momento me enamoro a primera vista de este lugar de fantasía.

A la mañana siguiente, lo primero que hago es subir a la terraza del hotelito donde me alojo. Allí me encuentro deslumbrado por las vistas del entorno. La muralla de montañas que envuelve a Tafraoute brilla bajo la luz incandescente del sol y un cielo desprovisto de toda impureza. Me siento dentro de una fortaleza homogeneizada por los tonos ocres del mundo urbano mimetizado dentro del entorno natural. Al frente está el minarete de la mezquita central, circundada por una trama de callejones donde florece el comercio y abundan las casas de té y cantinas donde vibra la vida social. Mi mirada se pierde intentando absorber la mayor cantidad de información posible. Los exquisitos detalles arquitectónicos de la mezquita, el recorte urbano delineado por las terrazas de edificios de tres o cuatro pisos coronados por una colección de centenas de platos satelitales. Debajo, la gente va y viene por el laberinto de callejones, de tienda en tienda, comprando, vendiendo, deteniéndose a conversar. El aroma de las especias que brota de los mercados inunda y estimula mi olfato. La temperatura alcanza el equilibrio justo durante el día, aquella en la que uno se siente a gusto bajo el sol, mientras que a la sombra necesita tan solo un ligero abrigo.

  El factor determinante que me lleva a quedarme en un lugar más que en otros, es la rapidez con la que adopto los hábitos de una vida estable sin siquiera darme cuenta. Es decir, que cuando encuentro un lugar donde alcanzo el balance perfecto entre comodidad y estímulos sensoriales, inmediatamente lo experimento como si viviera allí. Tafraoute es uno de estos lugares. Al poco tiempo de estar allí, descubro mi tienda, mi panadería, mi casa de té, mi restaurante, mi sección del mercado y mis callejones favoritos. Otra característica es la de encontrar un lugar específico dentro de ese lugar, en donde elijo pasar la mayor parte del día sin hacer nada más que respirar, descansar, absorber y contemplar. En este caso es la terraza de mi hotelito, situado en el corazón del pueblo. Es difícil imaginar lo fácil que uno se acostumbra, y lo difícil que es levantar campamento de aquellos lugares en los que las estrellas se alinean al punto de hacerlos sentir como la propia casa.


         Me quedo relativamente pocos días en Tafraoute porque de no ser así, bien podría pasarme meses y apenas darme cuenta. Afortunadamente, al poco tiempo de salir del pueblo, las vistas compensan rápidamente mi reticencia. El ascenso al Atlas Mayor no tarda en llegar. Las aldeas colgadas de las montañas, mimetizándose con las texturas y los colores del entorno decoran la anatomía del paisaje. La velocidad de mi paso es inversamente proporcional a la pendiente de las subidas. Obligado a ir en cámara lenta, tengo mucho más tiempo para absorber la belleza circundante. Es la diferencia entre comer apurado y tomarse todo el tiempo del mundo para degustar la magia de cada uno de los sabores de un plato. Los atardeceres me deslumbran con sus colores de cuento, pintando las ondulaciones que se extienden hasta desaparecer en las cimas más lejanas de mi campo visual. Con cada día que gano altura las noches se tornan más frías, pero también más diáfanas al alcanzar los 3000 metros. La usual negrura del espacio profundo ahora es el azul claro de un cielo manchado por las estrellas. Dado que sigo sin tienda quedo expuesto a los elementos, durmiendo a la intemperie sobre el colchón inflable extendido sobre una cama de piedras. Necesito enroscarme como una oruga dentro de mi bolsa de dormir hasta entrar en calor. No solo porque la temperatura baja a 0ºC, sino porque la luna brilla tanto que me impide conciliar el sueño. Si las noches son frías, para cuando llega el amanecer necesito vestirme dentro de la bolsa para no morir congelado. Pero abrir los ojos, asomar la cabeza y estar rodeado de esta inmensa soledad desborda mis sentidos. 

Lamentablemente, sigo sin poder conectar con la gente como me gustaría. No discierno si es apatía o timidez pero no vuelvo a encontrar la hospitalidad de Hassan y su familia, en ya más de 10 días en el país. En el caso de las mujeres, confirmo que es mayormente un tema de timidez. Una tarde detengo la bici al costado del camino para acercarme a un grupo de chicas jóvenes que veo cantando al atardecer en la cima de una colina. En el preciso momento en el que me ven, todas me dan la espalda y se cubren la cara de vergüenza. Se ríen, me lanzan miradas fugaces, pero me doy cuenta que las incomodo, por eso me alejo para que sigan cantando y poder seguir escuchando de lejos. Me apena porque es este tipo de tradiciones locales las que más me atrapan de los lugares que visito. No es que tengo más suerte con los hombres. Hasta el imám de una mezquita de aldea me ha negado con desprecio el permiso para pasar la noche refugiado en ella. Es algo inaudito, algo que jamás en mi vida me ha pasado en alguna otra mezquita en el mundo islámico. Si bien están lejos de ser episodios que arruinen mi experiencia, es un aspecto de Marruecos que hasta ahora me impide la conexión humana y espiritual con su cultura.

 El camino por el que vengo avanzando desde que salí de Tafraoute es simplemente magnífico, no puedo negarlo. A pesar de ser la ruta principal, no deja de ser una vía rural, por lo tanto el tráfico no es lo suficientemente significativo como para molestarme. No obstante, dadas mis experiencias del pasado, me es inevitable sentir la diferencia con los caminos remotos de los que más disfruto. Lo curioso es que cada vez que comienzo a rumiar la nostalgia por la adversidad, el giro de eventos deviene inadvertido casi como si lo hubiera estado esperando. Poco más tarde, en una parada de descanso en una casa de té de Tazenakht, un señor me sugiere tomar el atajo a Ouarzazate. ¿¡Atajo!? Mis ojos se iluminan, porque eso significa siempre caminos de tierra y aldeas remotas. No solo eso, sino que haciendo justicia a la naturaleza de esta denominación, me dice que por allí me ahorraré 30 km. Lo único que me advierte, sin imaginar la felicidad que me puede provocar, es que el camino no está asfaltado. Ya está, no hay nada más que necesite saber, ese es mi camino.


  Sirvo mi último vasito de té de menta hasta vaciar la jarra de plata. Lo bebo como un elixir para llenarme de energía antes de salir en busca de aquel camino secreto que por suerte no me resulta difícil encontrar. En menos de 2 km ya estoy pedaleando en absoluta soledad, sintiendo al pedregullo crujir bajo mis ruedas. Voy despacio, cuesta arriba y cuesta abajo, serpeteando junto al cauce de un río seco encajonado entre cañones. He entrado en un museo natural de geología en el que las paredes de roca que me envuelven están trazadas en diferentes ángulos por sucesivas capas de corteza terrestre. Sus diferentes tonos y capas sin dudas revelan los secretos de la historia del planeta. Sin embargo, el paseo por el museo no tarda al poco tiempo en tornarse en una paliza sobre ruedas. La pendiente de las subidas aumenta sin escrúpulos, las ruedas resbalan sobre la grava exponenciando el esfuerzo necesario, y pasada la media tarde, el termómetro desciende sin posibilidad de retorno. Como es habitual, el “atajo” se extiende más de lo imaginado, y la noche me encuentra aún de paseo por este museo de Ciencias Naturales que me invita a encarnar los placeres corporales de las eras geológicas del inicio de los tiempos. Ya en la oscuridad, sobre una nueva cama de rocas al borde de un cañón vuelvo a inflar mi colchón para dormir a la intemperie. Aprovecho para acostarme temprano y así poder dormirme antes de que salga el farol lunar a desvelarme. Mi tele, como todas las noches de los últimos meses, transmite millones de estrellas como parte de su programación habitual, solo que aquí, la calidad de imagen gracias al cielo impoluto es muy superior a la del Sahara.

  A las 5.45 am asomo mi cabeza entre dormido quedando expuesto al brillo de la luna que me despierta antes de ocultarse al otro lado cañón detrás de la cima de una montaña. Mi ilusión de seguir durmiendo se ve truncada cuando aquella misma cima toma color ámbar con los primeros rayos del sol saliendo detrás mío. Generalmente suelo hacer todo sin apuro, pero cada día me siento más motivado por llegar a los pueblos donde puedo comer rico y barato. Intuyo que será por la cantidad de meses que pasé llevando una alimentación mayormente precaria que me encuentro tan ávido de volver a disfrutar del placer de la comida. Cualquiera sea el caso, hoy por hoy el buen comer es uno de mis principales incentivos. Al levantar campamento, ni siquiera me molesto en calentar agua para el café, directamente emprendo camino con la esperanza de encontrar una cafetería al final del atajo.

  Nada podría haber estado más lejos de la realidad que soñaba. Durante las tres horas de paliza que aún me lleva salir de este museo geológico, reflexiono sobre la relatividad de aquello que los que viajamos en bici llamamos atajos. La realidad es que, casi siempre es el caso, que al final del día estos llevan mucho más tiempo y esfuerzo que los caminos principales de mayor distancia. Sonrío para mis adentros porque la realidad es que a pesar de las horas de pena y agotamiento, disfruto de esto con un alto grado de goce masoquista. Cuando finalmente salgo al otro lado de los cañones, me encuentro directamente en las puertas de Ouarzazate, me habrá llevado el doble de tiempo, pero el atajo cumplió su función. Son apenas las 9 am y tengo a todo el sector culinario abriendo sus puertas para mí. En el corazón de la ciudad encuentro alojamiento en una hermosa pensión rodeada de restaurantes y casas de té. Desde el cielo inmaculado, el sol irradia luz que me llena de energía . Habiendo ya cumplido con mi ejercicio del día, estoy feliz, satisfecho y listo para tomarme unos bien merecidos días de descanso como recompensa.