Son las 6 am. Los primeros rayos de sol penetran por la ventanita de mi habitación junto a la melodía de las gotas del chaparrón que acaba de pasar resonando en las calles. Los muros de Chefchaouen tiñen el ambiente de azul y dorado. Hoy no es un día como cualquier otro. Con este amanecer comienza oficialmente mi último día de bicicleta en Africa. Las emociones encontradas que vibran dentro mío desde mi encuentro con la almohada algunas horas atrás, impidieron que me sumerja en el usual sueño profundo en el que suelo morar durante mis noches. La excitación me impulsa a querer saltar de la cama, mientras que mi apego por África ha alcanzado tal dimensión que suplica por una nueva prórroga de mi estadía (y posiblemente indefinida también). Un día más, tan solo un día más me implora. Así me levanto, intentando doblegar el poder indómito de una mente subyugada por fuerzas tiran en direcciones opuestas.
Para reforzar el entusiasmo decido posponer el desayuno hasta más tarde, cuando ya esté en la ruta. Esperar a que abran las cantinas y tomarme el tiempo necesario para disfrutarlo como lo vengo haciendo en estos últimos tres días sería una invitación a sucumbir una vez más al poder del apego. Ya van tres días de partidas fallidas, y mi tiempo se está agotando. Por otra parte, he diseñado medidas especiales para no dejarme vencer. He procurado tener la bicicleta con todo empacado desde la noche anterior y estar en la calle lo suficientemente temprano como para que todos los negocios sigan cerrados. De este modo, para cuando salgo del hotel, me encuentro con los corredores de Chechaouen vacíos. A excepción de unas pocas almas errantes deambulando al amanecer, estoy solo en esta mañana en la que el cielo aún no se define entre el celeste y los nubarrones de tormenta.
Desde lo alto de la ciudad, emprendo el descenso por estos inolvidables callejones celestes. Decido empujar en vez de pedalear, quizás con el afán de ralentizar la partida, a la vez que procuro no resbalar en el empedrado aún humedecido por el último chaparrón. Luego de giro tras giro en múltiples esquinas arribo al portal de entrada de la ciudad, al pie de la calle que me conduce a la ruta a Tangier. Ya montado a la bici, y listo para dar la primera pisada al pedal de este último día, veo a los nubarrones quedar detrás de las colinas y al cielo celeste abrirse delante mío. ¡Oh, pero que día! Luego de está última semana de lluvias continuas, hasta el mismísimo momento previo a salir de mi habitación, parece casi un regalo personal del destino ver al sol brillar. Es como si todos las estrellas se hubieran alineado para regalarme este pequeño momento de gloria. Pequeño en el sentido holístico, pero gigantesco dentro del pequeño universo interno que habito.
Así arranco, deslumbrado por la belleza del paisaje ondulante que ahora brilla por el baño de gotas remanentes obstinadas en resistir la evaporación. El descenso que comenzó en la cima de Chefchaouen, ahora continúa por la extensa vía que me lleva hacia la ruta a Tangier. Un tobogán sinuoso por el que me deslizo entre las sierras, disfrutando de las vistas, del viento que acaricia mi cara y dibuja mi sonrisa, del calorcito que calienta mi piel a medida que pierdo metros de altitud. Más tarde, encuentro que la ruta es en realidad autopista. Es cierto que trae tráfico con ruido y sus riesgos asociados, pero hoy estoy anestesiado a todas las molestias, hoy nada me perturba. El paisaje de sierras, pedaleando en largo y progresivo descenso acompaña mi excitación haciéndome todo mucho más fácil. Los primeros 55 km a Tetouan pasan sin apenas darme cuenta, y 20 km más allá atravieso las últimas colinas hasta alcanzar la llanura. Desde allí, 50km, auguran los carteles al costado de la ruta, para llegar Tangier.
De aquel momento en adelante, se desata el torbellino de emociones, de imágenes y de pensamientos que fluyen por mi mente hasta que la conmoción me supera. De a ratos me conducen a explosiones de llanto. Todo comienza con un pensamiento que invoca una imagen y una imagen que invoca a otras. Una encadenándose a la otra, lanzadas en secuencia en el caos indómito. Como un río creciendo sobre el muro de una represa, generan presión en mis vísceras, ascienden por mi pecho, atoran mi cuello y finalmente inundan mis ojos de lágrimas hasta el desborde. Perdido en este caos mental, es tanto mi ensimismamiento que olvido por completo que estoy pedaleando en público y que ya estoy en las calles de las afueras de Tangier. No me importa lo que piensen los que pasan a mi alrededor, sean peatones o gente dentro de los vehículos. Lo que me alarma es que el desborde de emociones es tal, que ni siquiera registro a todas aquellas personas y lugares que probablemente estén “ocurriendo” a mi alrededor en estos momentos.
Es por eso que debo hacer lo posible para enfocarme. Este proceso interno introspectivo, del que entro y salgo desde que salí de Chefchaouen, interrumpe el estado de presencia pura en el que quiero estar vivenciando este momento. Amo los recuerdos que afloran en mi mente sin poder controlarlos, pero lo cierto es que desvían mi atención de lo que está ocurriendo ahora a mi alrededor. En consecuencia, debo imponerme no dejarme llevar por pensamientos y emociones de los momentos que ya pasaron porque ya habrá tiempo para eso. Si bien son un tesoro para mí, están paradójicamente nublando la magia de lo que está pasando en estos últimos kilómetros. En esta debacle continúo, entrando y saliendo del presente hacia el pasado y viceversa. En los momentos que logro estar presente, puedo apreciar mi entorno, este entorno urbano que delinea mi último día de bicicleta en Africa. Con cada kilómetro que me acerco al mediterráneo, la trama urbana de Tangier se torna más densa y más opulenta también. La sofisticación de la arquitectura es progresivamente más imponente, más lujosa y claramente más occidentalizada. Grandes bulevares y avenidas, edificios cada vez más altos y de mayor categoría y negocios mejor arreglados. Es evidente que la mayor concentración de riqueza de Tangier se centra a orillas del Mediterráneo, allí donde termino esta significativa parte de mi viaje.
Recuerdo aquellos días de mi primer viaje a Europa en 1998, cuando me cruzaba con viajeros que iban y venían con historias de viaje de Marruecos. También era mi curiosidad la que me acercaba a este país a través de la lectura de relatos en libros y guías de viaje. En aquel primer viaje de mochilero por el mundo, tuve que optar entre ir a Turquía o a Marruecos, como ‘escape’ a mi ruta europea. Elegí el primero. Sin embargo, a lo largo de los días previos en los que deliberaba entre uno y otro, Tangier surgía en los relatos de viajeros como un lugar turbio, por no decir peligroso. Pues no sé realmente qué habrá ocurrido en los últimos 18 años en esta ciudad y en este país, porque no veo ni siento nada semejante en lo más remoto. Tal vez, a lo largo de este período mis experiencias han ajustado mi percepción, no lo sé, pero estando aquí ahora, nada dista tanto de la imagen (y fantasías salvajes) que aquellas historias pintaron en mi imaginario. Esta ciudad tiene un nivel de desarrollo que bien podría calificarse a la par de muchas ciudades de la Europa Mediterránea. A grandes rasgos, ciertamente podría estar situada tanto de este como del otro lado del mar, y si no fuera por ciertos aspectos prevalentes de la cultura islámica, no notaría la diferencia.
Adentro y afuera. Sigo alternando entre las imágenes de la modernidad marroquí que me circunda y los sentimientos pasados que afloran revolviendo las emociones de mi universo interior. La conmoción, los ojos desbordando de lágrimas. No quiero que me pase pero no logro evitarlo. Llegar a Ciudad del Cabo, fue el punto que marcó el final de la primera mitad de mi ruta por Africa. Si aquel estuvo marcado de profunda emoción, hoy me quiebro cuando giro en una calle y al final de la misma veo el azul eléctrico del Mediterráneo. Allí en el horizonte, enmarcado en la perspectiva urbana. De ahora en adelante, decido abandonar todo intento de contenerme y dejarme llevar por la corriente, porque lo cierto es que cualquier intento de resistencia es absolutamente fútil. No hay nada que pueda hacer para frenar este manantial de emociones.
Al llegar a la avenida de la costa, la perspectiva se abre casi 180° revelando las visuales del mar. Mi corazón se acelera. Siento excitación, palpitaciones, las palmas sudorosas, mi respiración se agita y tiemblo al sostener el manillar. Cruzo la avenida esquivando un tráfico de desorden y excesos, que nada tiene de Europeo y todo de marroquí. Llego a la acera, me bajo de la bici despacito, la bajo por una pequeña escalinata de tan solo tres escalones hasta que mis pies y ruedas se hunden en la arena. El clima está agradable, no hace frío ni hace calor, pero siento a la arena de esta tarde de mayo enfriarme los pies. Al comienzo me veo obligado a empujar haciendo bastante fuerza. Sin embargo, con la meta ya delante de mis ojos a menos de 50 metros (y después de todo lo empujado en estos años) no sufro ni el más mínimo sentido de incomodidad. La fuerza física que imprimo en el manillar para sacar la bici adelante de la arena blanda, es directamente proporcional a la velocidad con la que siento que me aflojo emocionalmente.
50,40,30,20, 10 metros…..4,3,2,1. Llega la delgada capa de agua de mar que se filtra entre mis sandalias, bañando mis pies y la rueda delantera de la bici. Llegué. Llegué al punto final de mi travesía por Africa. Aquí, en las orillas de esta playa de Tangier donde se acaba el continente negro. Estoy desbordado de felicidad, de sentido de realización. La excitación ha cedido y una sensación de profunda serenidad de a poco se va cerniendo sobre mí. El manantial de emociones que estuve intentando contener en los últimos 50 km finalmente fractura los muros de la represa y todo fluye con total naturalidad. Lloro, me río, sonrío atajando lágrimas y vuelvo a llorar y a reír, y a sonreír. Estoy dando, sin dudas, un espectáculo de locura a quienes pasan a mi alrededor paseando a sus perros por la playa. No puedo culparlos porque seguramente no tienen ni la más remota idea de lo que estoy viviendo en este momento. Felicidad y fruición plenas. Hoy no necesito nada más. Estoy en un estado de plenitud, absorbiendo el proceso de la vida milisegundo a milisegundo, donde todo aflora y se desvanece al instante. Toda sensación de “yo”cesa. Es completa atención. Es ver que todo es muchísimo más grande e inconmensurable que cualquier idea de uno mismo. Magia.