Siguiendo con mi tradición favorita de cruzar de un país a otro por las fronteras más remotas y poco transitadas, me aproximo a Gambia desde su extremo sureste. Avanzo en la incertidumbre porque no sé si al final del camino que elegí encontraré, en efecto, un puesto de migraciones donde sellar mi pasaporte. Peor aún, de encontrar uno, no sé si en el lado Gambiano me concederán el visado. La realidad es que no tengo opciones porque el desvío que encontré al sur de Tambacounda es el único que me conduce a Gouloumbou, un pueblo con puente donde cruzar el Río Gambia. En consecuencia, de aquí en adelante, lo dejo librado a la intuición de suponer que tarde o temprano aparecerá un punto de entrada. Si bien del lado senegalés paso por diferentes aldeas, allí la gente no necesita documentos para pasarse de un país al otro por lo tanto nadie sabe decirme si hay paso oficial.
Finalmente, una luz de esperanza se enciende cuando en el último pueblo pegado a la línea limítrofe, la policía me confirma que puedo salir por allí y encontrar migraciones del lado gambiano. A pesar de no saber si me otorgarán el visado del otro lado no dudo en sellar la salida en mi pasaporte. Rodando en tierra de nadie entro sin indicaciones ni referencias más allá del único sendero disponible delante mío. Las partículas de polvo caliente que levanto con las ruedas de la bici se filtran por mis fosas nasales hasta revivir el daño en mis pulmones. Siento los rayos del sol taladrarme la nuca. Tengo una congestión que me dificulta respirar y sé que no es resultado del clima, sino de la sensibilidad que he desarrollado al aire poluido por pedalear tanto tiempo en caminos polvorientos.
A la distancia veo chozas y algunas cabras dispersas yendo por ahí desafiando las temperaturas en busca de alimento mordiendo arbustos empalidecidos por el sol. Cada tanto pasan aldeanos protegidos de la misma opresión solar debajo de sus turbantes. Continúo rodando siguiendo las indicaciones que me brinda uno de ellos, hasta que al cabo de un rato encuentro el puesto de migraciones que estaba buscando. Allí, de una casita del tamaño de una caja de zapatos en el medio del páramo, salen más policías que conejos de la galera de un mago, dispuestos a matar el aburrimiento conmigo.
La situación no ayuda a los nervios que ya traigo de antemano por la mala reputación que tienen los chequeos en la fronteras de este país. En Gambia, las rigurosas leyes anti-drogas van acompañadas, por supuesto, de un altísimo nivel de corrupción. Eso no sería un problema para mí ya que nunca se me ocurriría estupidez semejante como la de llegar a una frontera con drogas encima. El problema es que, muchos de los medicamentos legales que usamos en occidente, son ilegales en Gambia y es muy difícil encontrar un listado oficial de los mismos que aclare la situación. Debido a ello, Rubén y Aurora, unos ciclo-viajeros amigos vascos vivieron un calvario cuando Aurora fue presa por llevar consigo el diazepan que necesita para sus fuertes dolores de espalda. El arduo proceso de liberación requirió de varios días, la intervención de funcionarios de la embajada española, el gobierno vasco y de amigos y familiares, para que recuperara su libertad sin juicio de por medio y sin pagar una exorbitante suma de dinero que les exigían. Por todo esto, un día antes de entrar al país, me dediqué a verificar uno por uno los remedios que llevo en mi botiquín de emergencia y depurarlo lo más posible de todo aquello que pudiera generar sospechas, con el fin evitar hasta la más mínima posibilidad de tener problemas. Aún así, la paranoia me llevó a enterrarlo en el fondo de la alforja trasera más cargada de cosas.
Cuando me bajo de la bicicleta, los saludo uno por uno con un fuerte apretón de manos y una sonrisa grande que intenta ocultar mis nervios. Afortunadamente, el espíritu relajado de los oficiales me ayuda a distenderme y me relajo aún más cuando me confirman que puedo obtener el visado allí mismo. El proceso burocrático resulta bastante expeditivo hasta que me dicen que la visa (no más que un maldito sello con tinta descolorida y relleno a mano) de 3 meses me va a costar 75 dólares.
-¡Pero si con 3 días me alcanza para cruzar el país entero! ¡Es más, podría cruzarlo en una hora y media si quisiera!- exclamo con más resignación que enojo para no generar discordia.
Mi arsenal de chamuyos no tiene efectividad alguna para conseguir un descuento y al igual que meses atrás en mi entrada a Burkina Faso, cuando pagué la visa más cara de todo África, no me queda otra que apretar los dientes y desembolsar esta pequeña fortuna. Cuando creo que todo está terminado, salgo empapado en sudor del sauna donde se condujo la transacción. Camino ensimismado hacia la bici, renegando para mis adentros por lo que acabo de pagar, hasta que un segundo antes de montarme escucho a un oficial detrás mío alertándome: - ¡Momento, ahora vamos a conducir la inspección! -.
¡Maldita sea! Es cierto que no debería tener nada de que preocuparme, pero si hay algo que aprendí en dos años de las autoridades en este continente es que nunca pero nunca hay que subestimar los alcances de la corrupción africana. La inspección comienza con 3 oficiales circunvalando la bicicleta como tiburones hambrientos alrededor de una foca indefensa.
-Me duele la cabeza ¿tienes algo para darme?- me dice uno de ellos forzando una inocencia pueril que no me creo ni hasta el otro extremo de Gambia. De hecho, sé muy bien que esta es la carnada que arrojan como excusa para llegar directo al botiquín y evitar taladrar a través de una montaña de ropas.
-Lo lamento oficial, no tengo nada. De hecho esperaba pedirle ayuda a Uds., ya que miren la congestión que traigo. ¿Tienen algo para mí? - retruco en búsqueda de venganza
Mi respuesta en forma de pregunta los descoloca. Me dicen que no y directamente me piden que abra las alforjas. De allí en adelante, mi tarea es distraerlos lo más posible y dejar para lo último la alforja donde tengo el botiquín. Me hacen abrir una a la vez y vaciar todos los contenidos que escudriñan en detalle, incluso cuando les tiro en la cara los pantalones, calzoncillos y calcetines más apestosos que tengo. El sol que nos está calcinando a todos por igual no es suficiente para disuadirlos y continúan hasta que solo queda por abrir la alforja que preservé hasta el final. En ese momento, ya con casi todo desmontado alrededor, se miran unos a otros y en un gesto de piedad (o de resignación) me dicen que la requisa terminó y que puedo irme. Si bien es muy probable que mi botiquín no tuviera nada que pudieran argumentar como ilegal, prefiero sin dudas que no hayan llegado a él.
Luego de más de una hora de absurda burocracia y habiendo dejado el monto de dinero equivalente al que he gastado en un mes entero en varios países, finalmente puedo entrar en Gambia. Desafortunadamente, es tanto el tiempo que he perdido que solo me quedan un par de horas para llegar a mi destino del día, Basse Santa Su, la ciudad más al este del país. Cuando llego, necesito descubrir mi camino en la oscuridad procurando no pinchar en las grietas de asfalto resquebrajado que surcan los bordes de la calle. Está todo cerrado y un adolescente, de los pocas personas que aún deambula en la noche, me acompaña por varios callejones de tierra hasta la puerta de una clínica donde me espera su director, cuyo contacto me habían ofrecido semanas antes.
El Dr. Mohammed me abre el portón de chapa de su casa adjunta a la clínica que dirige. Lo primero que me sorprende no es su juventud sino que no es africano. Es paquistaní y ha llegado hasta aquí hace 5 años para dirigir la pequeña clínica de mujeres de una ONG islámica. Quedarme con él y su familia me trae los recuerdos más maravillosos de la hospitalidad que recibí cada día que pasé cruzando Paquistán en bici, donde aprendí que el Corán dice que los invitados son una bendición.
Durante la cena, me cuenta que estudió toda la carrera de medicina en Minsk como estudiante de intercambio. Esto no me llama tanto la atención como el hecho de que confiesa hablar muy poco bielorruso, pero dado que me dice con total convicción que hablarlo no era necesario para poder estudiar allí, asumo lógicamente que las clases se dictarían en inglés. No obstante, no llegaría a terminar aquel pensamiento en mi cabeza, antes de que con la serenidad de un santo sufí, corroborara que la carrera efectivamente se cursaba solo en bielorruso. En ese momento, necesito hacer un esfuerzo para producir algún sonido que me ayude a salir del estado de estupefacción en el que he sido arrojado. Supongo que si hubiera estudiado artes visuales podría procesarlo, pero si estudiar un manual de anatomía ya es tarea de titanes en nuestra lengua materna, no puedo concebir en mi cabeza la idea de abordarlo en un idioma ajeno y cuyo alfabeto ni siquiera es el de la lengua que hablamos. No sé si es que me estoy perdiendo de algún detalle por el cansancio o por mi estado gripal, pero ciertamente decido dejar de indagar y renuncio a mi idea inicial de pedirle sugerencias sobre cómo tratar mi congestión. No vaya a ser que me recomiende untarme pomada anti-hemorroidal en el pecho.
Al día siguiente, antes de irme, me invita a recorrer su clínica, donde una antesala abarrotada de mujeres lo espera desde temprano para ser atendidas. Mientras me muestra las modestas instalaciones con los aires del director de un hospital en Alemania, yo temo por la vida de estas pacientes. Lo que más me descoloca quizás es la confianza y la seriedad con la que se conduce. Realmente aparenta ser un médico, así que decido darle el beneficio de la duda y pensar que hay algo que me perdí en nuestra comunicación la noche anterior.
Gambia es el país más pequeño de África continental. Es más pequeño que Lesotho, Eswatini y Guinea Ecuatorial y ya que vengo hablando de anatomía, tiene la extrañísima forma de un páncreas (no se necesita saber bielorruso para saberlo, tan solo poner un mapa y la figura de las tripas del cuerpo humano lado a lado). Es tan pequeño que si quiero pasar tiempo en el país para conocerlo (y vamos a decirlo, justificar la inversión de una visa de 75$) necesariamente tengo que reducir la cantidad de kilómteros diarios que pedaleo. De no ser así, haciendo los 80 a 100 km habituales, cruzaría la longitud entera del país en 3 días, y su ancho en menos de dos horas. Debido a que a cada lado del río Gambia, que como una serpiente divide al país en dos, no hay más que 15, a veces 18 km hasta las líneas limítrofes, solo hay espacio para una carretera del lado sur, y otra del lado norte.
Al poco tiempo de salir de Basse Santa Su en dirección oeste empiezo a sufrir una crisis de aburrimiento que no hace más que exacerbarse con cada kilómetro que pedaleo. La buena condición del asfalto contribuye al bienestar de mis pulmones y la recuperación de mi gripe, pero también sirve a todo el tráfico de furgonetas y taxis compartidos que se desplaza por la mitad sur del país. Por otra parte, a cada ldo del camino no veo más que monte de paja y arbustos pálidos producto del sol y la falta de lluvias. Si tan solo pudiera rodar a lo largo de las orillas del Gambia para poder parar a refrescarme cada tanto como lo hacía en el Nilo. ¡Pero ni eso! Debe estar a menos de 500 m del camino y ni siquiera lo puedo ver, aunque sea para agregar algo de variedad al paisaje y darle distracción a mi cabeza.
Aquí no hay víboras, monos, animales grandes, aves, ni roedores a la vista. Ni vivos ni muertos. Al menos no que yo sepa. Sin embargo, parezco estar en tierra de chicharras quienes, embriagadas por la alta temperatura, se desahogan en largos cánones de melodías desafinadas poniéndole música a mi camino. Ni los mangos están cerca del arcén para refugiarme de la tiranía del sol y darle un descanso a mis pupilas contraídas aun detrás de mis gafas. De seguir así, temo morir de cáncer de tedio antes de volver a Senegal.
Si bien la experiencia de la ruta me sumerge en un estado permanente de abulia, en todos los lugares siempre hay algo que tiene el poder de cambiarlo todo. Lo que Gambia carece en atractivo natural lo tiene en atractivo humano. Sean los fulani o los malinke, los jola o los soninke, la riqueza étnica del país se manifiesta en cada aldea a través de la hospitalidad del Islam africano, las sonrisas cálidas y el andar lento. Nadie vive con apuro en un país donde el ritual del té ocupa más tiempo acumulado que medio día de trabajo. Y las mujeres…las gambianas envueltas en sus exquisitos vestidos de colores compensan toda la belleza ausente en el paisaje. Desde Basse hasta Farafenni he visto la mayor concentración de mujeres hermosas de África. Senegal, Guinea y Angola están cerca, pero nada como los rostros esculpidos hasta la perfección y la exquisita figura de las gambianas, delgadas, esbeltas y de curvas sensuales.
En el comienzo y el final de cada día junto a la gente local, bebiendo el té y conversando, es donde encuentro la motivación para sobrevivir al paisaje insulso y al acecho de las chicharras durante los eternos estrechos de monotonía de la ruta.
En 5 días a pedaleo tan lento como el del paso de la vida de aldea africana, llego una vez más a una nueva frontera senegalesa. Es el tiempo suficiente para llevarme un recuerdo hermoso de Gambia, el país páncreas, el que contiene dentro de sus fronteras a la peste del aburrimiento y al mejor de sus antídotos, a policías corruptos y médicos que estudian en idiomas que no conocen, al monte descolorido y a las chicharras asesinas. Me voy feliz de Gambia llevándome el recuerdo afectuoso de su gente. Voy rumbo a Dakar, en busca de un poco de descanso y los placeres terrenales de la vida en las grandes urbes.