No puedo determinar con exactitud en qué momento entro oficialmente en Senegal, porque en el medio de la nada absoluta, es difícil distinguir cuándo uno cruza la línea imaginaria que divide a los países. Todo a mi alrededor no es más que una colección de arbustos pinchudos, polvo y pedregullo entre los que pedaleo avanzando hacia las únicas chozas que avisto en el horizonte. Desde la primera luz del día, siento cómo la brisa suave que genero con el movimiento comienza a asarme la piel a fuego lento. Sin dudas, estos son los primeros indicios de que una vez más, estoy cerca del Sáhara.
La aldea por la que entro a Senegal está tan olvidada como la aldea de la que salí de Guinea. A diferencia de la anterior, aquí curiosamente hay un puesto sanitario junto a migraciones donde un enfermero me toma la fiebre. Supongo que será por los resabios de la crisis del ébola que, hasta no hace mucho, aún azotaba a Guinea y a sus países limítrofes. Sin mayores inconvenientes, paso por las casilla dónde están los oficiales de inmigración que gozan del mismo nivel de ocio que el de los oficiales de las últimas 4 fronteras que pasé. Salgo con el pasaporte sellado sonriendo por dentro porque sinceramente creo que tengo un don para coleccionar pasos fronterizos en el culo del mundo. Vengo de una de las regiones más remotas de Guinea y en consecuencia entro a una de las más remotas de Senegal.
Quizás, lo más hermoso que tiene África es que hasta en los lugares más recónditos, siempre hay gente con quien conversar y pasar el rato. A lo largo de los primeros kilómetros paso pequeñas aldeas donde continúa la sencillez de África occidental a la que ya estoy habituado. Sin embargo, tan solo 46 km más tarde, al llegar a Kedougou, me encuentro en una ciudad más bulliciosa de lo que su tamaño sugiere. Una vez más, los esqueletos de la ingeniería mecánica francesa vuelven a zumbar a mi alrededor como las moscas, afeitándome al pasar cargados más allá de los límites imaginables. A pesar del paisaje urbano de construcciones a medio terminar, las casillas de madera y lona que se alinean a lo largo de las callejuelas de tierra más allá de la única calle central asfaltada, hay algo diferente aquí que me cuesta un rato advertir qué es. Es que viniendo de Guinea, me siento como Marty McFly volviendo al futuro cuando veo que casi todos los puestos del centro tienen electricidad. Y como si fuera poco, en la primera tiendita en la que entro logro comprarme una Coca-Cola fría. Aunque entre esto y el camino asfaltado que comienza de aquí en adelante me siento sencillamente desencajado, recibo al futuro con los brazos abiertos.
Tengo el cuerpo muy cansado. Sospecho que he subestimado la dureza del descenso del Fouta Djallon y hoy los músculos me están pasando la factura. También, el cambio sustancial de temperatura que experimenté en tan solo unas pocas horas viniendo del frío de la altura al ardor de la llanura, expone una vez más el daño que traigo en los pulmones de tanto respirar polvo. Tengo las defensas bajas y el pecho congestionado. El paisaje sórdido y monótono no ayudan, pero estoy de buen ánimo y uso el empujón que me da el azúcar de la Coca para seguir avanzando por el resto de la tarde. Poco después de cruzar por primera vez el río Gambia llego a Mako, un pueblo pequeño pero ruidoso como Kedougou. Si bien ya ha oscurecido, la gente va y viene haciendo compras en los puestitos de madera alineados al costado del camino y conversan como si el día recién comenzara. El bullicio me da tranquilidad cuando llego a un lugar de noche y tengo que lidiar con la incertidumbre diaria de no saber dónde voy a dormir.
Al filo del camino, donde el asfalto resquebrajado cede lugar a la tierra, detengo la bici para que nadie me lleve puesto y poder dilucidar en la penumbra y el bullicio dónde puedo comer algo. Apenas tengo fuerzas para estar parado pero me sostiene la necesidad imperiosa de saciar el apetito voraz que traigo. Como mamífero olfateando presas, empujo la bici unos metros hacia adelante siguiendo la ruta del aroma proveniente de una casilla montada con palos y lonas. En su centro, detrás de una olla en el suelo rodeada de pilas de leña, la silueta de un hombre en cuclillas se revela tras el humo y las cenizas, tenuemente iluminado por la luz ambar de las brasas.
-Bonsoir Monsieur- (Buenas noches Señor) exclama con alegría.
Theodore llegó a Senegal desde su natal Níger en busca de prosperidad. Mientras continúa en la búsqueda tiene este puestito donde me sirve un arroz tradicional senegalés que de aquí en adelante se volverá la piedra angular de mi dieta en el país. Cuando termino de devorar dos platos enteros me queda resolver dónde dormiré pero esta altura de mi travesía por África, esto ha dejado hace tiempo de ser una preocupación. Es en ese mismo momento cuando le pido sugerencias a Theo que me habla de dos chicos, nigerinos también, que están apostados unas casas más atrás, junto a quienes puedo pasar la noche.
Guiado por Theo en la oscuridad, voy empujando la bici por las callejuelas de tierra hasta que encontramos a Amadou y a Mahamadou sentados en el piso bajo las estrellas alrededor de un tetera sobre las brasas, justo delante de una casa de adobe. Ni bien nos presentan, me invitan a sentarme con ellos a beber té servido al estilo nigerino. No es ni más ni menos que el modo prácticamente ceremonial con el que se sirve a lo largo de todo el Sahel y el oeste del Sáhara, vertíendolo ida y vuelta repetidas veces entre la tetera y los vasitos de vidrio para que se concentre bien el té y se disuelva el azúcar.
Mahamadou tiene 21 años y Amadou 18. Ambos salieron de su aldea natal al norte de Agadez, con algo de dinero en el bolsillo y un bolsito con algunas ropas, buscando el sueño que persiguen miles y miles de africanos: llegar a orillas del mediterráneo para cruzar a Europa, la tierra prometida. Desde entonces, han ido haciendo todo tipo de trabajos informales en cada parada a lo largo del camino, para poder seguir financiando su sueño hacia un mundo mejor. En todos y cada uno de ellos han sido explotados e invariablemente mal pagados. Les ha llevado 2 años llegar hasta Mako. Aquí han podido hacerse de un montón de baratijas chinas para venta ambulante en bicicleta. Las ganancias les permiten poder seguir avanzando hacia el norte y ahorrar de a poco para pagarle una obscena suma de dinero a los explotadores que cruzan el mediterráneo en barcas clandestinas. Muchos de ellos llegan con éxito y otros terminan en la tapa de los diarios del mundo cuando se convierten en estadística.
Sentados aquí afuera alrededor de las brasas escucho sus “aventuras”, tan diferentes a las mías, con el corazón estremecido. Los tres perseguimos nuestros sueños, los tres llevamos años viajando, pero yo vengo de un mundo privilegiado. Yo tengo el privilegio de viajar por el puro deseo de satisfacer mi curiosidad, de aprender del mundo, de conectar con la humanidad, de superar mis límites, de sentir adrenalina y aprender de mí mismo. Yo me financio con ahorros que son modestos para el mundo del que vengo pero exorbitantes en el suyo. Ellos fueron empujados a viajar movidos por las dificultades profundas que viven en su tierra. La sequía, la escasez de recursos en todas su formas, la falta constante de trabajo y de dinero. Todos factores que los llevan a dejar su tierra y a sus familias, algo impensable para ellos si sus condiciones fueran mejores. No buscan satisfacer su curiosidad sino su ilusión de llegar a un mundo que, al menos en su imaginación, idealizan como el lugar en el que podrán hacer mucho dinero. En ningún momento los escucho lamentarse o quejarse. Su tono sereno, su aceptación de la vida que les toca transitar es reflejo de la resiliencia con la que asumen tal responsabilidad. Entre historia e historia, poco a poco, nos vamos quedando dormidos, acostados bajo las estrellas.
A las 5.40 am, comenzamos a despertamos con la primera luz del día. Amadou se reincorpora aún envuelto entre las mantas para echar un poco de leña a las brasas que sobreviven aún calientes de la noche anterior. Mahamadou trae la teterá llena de agua antes de irse al patio trasero a bañarse con agua fría de balde, que vierte sobre sí con un tarrito. Una hora más tarde, reaparece perfumado y vestido como un Dandy, preparando su bicicleta cargada de mercancías para un largo día de trabajo. Bebemos el último té juntos antes de partir. Para los tres será un nuevo día de aventura.
Yo arranco un día signado por el conflicto interno. Conocer a Amadou y a Mahamadou, como a tantas otras personas que he conocido hasta hoy por el mundo, me llena de admiración y de respeto. Me deja las lecciones de vida más valiosas que puedo recibir. Por un lado me invade una sensación infinita de gratitud por todo lo que tengo y todo lo que me tocó en la vida: mis seres queridos, mi salud, mi educación, las oportunidades que tuve, las condiciones mayormente favorables en las que pude crecer y vivir hasta el día de hoy. Es una gratitud que intento mantener presente en todo momento y no que aflore solo cuando veo a los que viven en condiciones extremadamente adversas. Por otro lado, no tener respuestas a la incesante búsqueda por entender cómo llegamos a este mundo me llena de conflicto. ¿Qué determina nuestras condiciones? ¿Por qué uno nace en un lugar en determinada familia y los demás en otras, mejores y peores? ¿Por qué a unos nos toca una cosa y a otros otra? ¿Por qué unos salimos favorecidos y otros perjudicados? ¿Por qué algunos tenemos una vida mayormente cómoda y otros de miseria absoluta? En momentos así, la falta de respuestas que expliquen las fortunas y desgracias de unos y otros me abruma pero lo que encuentro aún más paralizante es mi incapacidad de poder cambiar, revertir o sanar las miserias que le tocan a los demás.
En plena debacle de pensamientos encontrados, apesadumbrado por preguntas sin respuestas, llego a las puertas del parque nacional Niokolo Koba donde los guardaparques me arrancan de un sacudón de mi conflicto existencial. Son 120km de absolutamente nada hasta llegar al otro extremo del parque me dicen. Tenemos búfalos, hipopótamos, antílopes, leones… -¿leones!?- interrumpo de golpe. Efectivamente, para mi absoluta sorpresa quedan leones en Senegal. No son muchos, pero están en este parque. Los recuerdos escalofriantes de los parques de Uganda, Tanzania, Botswana y Namibia recorren inmediatamente mi columna vertebral. A diferencia de lugares como el PN Katavi, aquí los guardas no oponen ninguna resistencia para que cruce el parque en bicicleta. No sé si será porque esto me toma completamente desprevenido o porque hoy mi mente está muy convulsionada, pero ahora no siento ese mismo deseo de adrenalina que me llevó a jugarme la vida cruzando todos los parques anteriores. Todo lo contrario, me invade una sensación de inseguridad que no había sentido en mucho tiempo. Con la bici detenida, usando mi mano de visera y frunciendo el ceño para poder ver algo bajo el encandilamiento del sol, miro la ruta delante mío extenderse en una perpetua línea recta hasta desaparecer en el horizonte. A ambos lados, los arbustos secos grisáceos y una tierra tan pálida como el celeste del cielo anémico, no me inspira atractivo alguno. Decido seguir pero de surgir la oportunidad, no dudaré en pedir que alguien me lleve. A medida que avanzo, vuelvo a revivir en el cuerpo el miedo de sentir que en cualquier momento, detrás de los arbustos pueden salir leones. A diferencia de las veces anteriores, hoy ya no lo estoy disfrutando.
Seguramente es un miedo mucho más irracional que el de antes, porque aquí la población de leones es muy inferior y estoy cruzando bajo plena luz de día. Aún así, decido confiar en mi instinto porque es lo único que me ha mantenido a salvo hasta el día de hoy, y cuando escucho rugir del motor de un camión detrás mío, no dudo en levantar el dedo para pedir que me lleven. Encantado, el simpático camionero me llevó los restantes 60 km hasta la salida del parque.
Habiendo sobrevivido a mi última reserva natural de animales en África, continúo pedaleando por dos días más hasta poco antes de llegar a Tambacounda, cuando desvío por un camino de tierra que me conduce hacia las puertas de una de las fronteras con Gambia. Dejaré Senegal por unos días para volver más tarde después de cruzar la longitud entera de este pequeño país contenido dentro de su territorio.