Hay encuentros que suceden una sola vez en la vida y están destinados a florecer solo durante el tiempo que dure ese momento, único e irrepetible, en el que ocurren. Son efímeros por naturaleza y lo son también porque así lo sentimos. Del mismo modo, otros encuentros surgen inicialmente con esa misma naturaleza de ser únicos, hasta que cambian algo que nos lleva a creer que merecen repetirse. Fue en un minúsculo y olvidado país africano en las aguas ecuatoriales del oceáno Atlántico, São Tomé e Príncipe, hacia donde viajé para tomarme unas vacaciones y reencontrarme con ella.
La humedad del tórrido calor tropical se pega en tu cuerpo en el primer momento que desembarcas en São Tomé, la ciudad capital de este país cuyo nombre designa a las dos pequeñas islas que lo componen. Solo su condición de ciudad capital puede concederle el título optimista de “ciudad”, porque lo cierto es que “pueblo” sería probablemente una denominación más ajustada para ella. São Tomé es algo así como un museo en decadencia que exhibe arquitectura colonial portuguesa en ruina mezclada con los fragmentos de la vida cotidiana típica de cualquier país de Africa sub-sahariana.
Geográficamente difícil de acceder, en significativo retraso con respecto al resto del mundo y materialmente muy pobre, este país parece haber quedado detenido en el tiempo. Los cajeros automáticos, las tarjetas de débito y crédito, internet, los teléfonos inteligentes con sus múltiples aplicaciones y demás no son más que imágenes distantes que viven en un mundo lejano de ciencia ficción. Nada de ello funciona aquí realmente. La economía se mueve 99.5% en efectivo. Los cajeros y el único Banco están limitados a tan solo al pequeño puñado de gente local con mayores recursos. En la vida real, las transacciones ocurren en la calle y las dobras cobran valor solo cuando se transforman en los dólares o euros que llegan de la mano de los pocos turistas que vienen hasta aquí.
Fuera de la ciudad de São Tomé, la isla entera no es más que una colección de pueblos pequeños y aldeas precarias de paso lento y tiempo detenido donde los niños juegan sucios y felices y los adultos se sientan a ver pasar la vida en cámara lenta. Tiene un corazón montañoso de verde exuberante y costas de playas de arena blanca o negra, enmarcadas por interminables filas de cocoteras, bañadas por cálidas aguas ecuatoriales cristalinas. Es el paraíso ideal para olvidarme del mundo, del dolor intenso que sigo intentando negar por haber perdido a Julia, y para permitirme por primera vez en varios meses la oportunidad de probar algo diferente.
Allí pasamos 10 días entregados a los placeres terrenales del cuerpo. Días de playas solitarias y tórrido calor tropical donde las cocoteras se mecen suavemente con el viento mientras nosotros damos rienda suelta a nuestros más profundos deseos sexuales. Nos revolcamos en la arena jugando con espontaneidad infantil y nadamos desnudos en las aguas cristalinas de un mar cálido y afable que exacerba nuestro deseo de adultos. Al caer el sol, las millones de estrellas que ahora pueblan el cielo son la única luz que alumbra la profunda oscuridad de este paraíso perdido. Por las noches, son el arrullo de las palmeras y el canto de millares de bichos y ranas los que llenan nuestro espacio con su dulce melodía y absorben el siempre creciente sonido de nuestros gemidos. La suave brisa que entra por las ventanas de nuestro rincón es oxígeno con aroma a tierra mojada y a la vez refresco para nuestros cuerpos impregnados de sudor y olor a sexo. Estamos tan solo ella y yo rendidos en sumisión a los impulsos de nuestros estímulos. Nada más existe.
Ninguno de los dos sabe si nos volveremos a ver. Solo sabemos que esto se trató de vivir el presente en su más pura intensidad tratando en lo posible de evitar indagar en el pasado y el futuro. Una vez que llegamos al final de este maravilloso interludio, es momento para ambos de reconectar con la realidad y volver a subirnos a los rieles de los rumbos tan diferentes que tenemos.