Me van a decapitar en menos de dos días. Me van a secuestrar, disparar, robar, violar y trozar en pedacitos para vender mis órganos en el mercado asiático. Este es un breve listado de alguna de las cosas que me dijeron que me van a ocurrir una vez que cruce la frontera que tengo delante mío. Estoy en tierra de nadie con el sello de salida de Camerún en mi pasaporte. El momento ha llegado finalmente y no hay vuelta atrás. Estoy en las puertas de Nigeria, y la gran mayoría de estas cosas no las he oído solo en los medios, sino de los mismísimos africanos en toda Africa. Como si no alcanzara con eso, también he leído malas experiencias de varios ciclistas que atravesaron el país en los últimos años.
A medida que cruzo el puente avanzando hacia el puesto de migraciones de Ekok en un día radiante, tengo nervios corriendo por mis venas. No sé qué esperar, pero dentro de la vorágine que transcurre por mi cabeza me prometo dos cosas a mí mismo. La primera es usar todas mis energías para cruzar el país lo más rápido que pueda y dejarlo atrás lo antes posible. La segunda es no hacerme el valiente y empecinarme en cruzarlo en bicicleta a toda costa. Si mi sentido común dice que me encuentro en peligro, entonces me subo con todas mis cosas al primer autobus que me lleve hasta Lagos. No tengo nada que probarle a nadie y la gente que me quiere en este mundo es más importante que engordar mi ego. Con ese pensamiento llego al puesto de migración con pasaporte en mano.
Entro con una sonrisa saludando a todos allí porque hace tiempo que no me encuentro en una frontera tan populosa. El interés por mí es inmediato y la calidez y el buen humor de los oficiales es tal que me descoloca al tiempo que me reconforta. El oficial de inmigración que tiene mi pasaporte, me habla de todo sin cesar con la simpatía de un amigo de toda la vida. Me pregunta cálidamente: ¿Cuánto tiempo piensas quedarte en Nigeria? a lo que le respondo que como viajo en bicicleta calculo que necesitaré unas dos semanas al menos para cruzar el país hasta Benín. ¿2 semanas? - Repite. -Sí, Calculo que sí- le respondo sin pensarlo mucho ya que de todas formas mi visa es válida por 30 días.
Ya con el sello en el pasaporte, antes de partir les pregunto a los oficiales sobre la situación de seguridad en el país y me reafirman que todo está tranquilo en el sur, que sólo el norte sigue en conflicto con Boko Haram, pero que eso está muy lejos y no tengo nada de preocuparme. Entre eso y la mismísima calidez de ellos, pues comienzo a rodar por Nigeria con una sonrisa, aunque sin fiarme aún.
En este país de casi 190 millones de habitantes, una población comparable a la de Brasil pero en tan solo una fracción de su tamaño, decidí armar mi ruta manteniéndome al margen de los grandes corredores sobrepoblados del sur y lejos de las zonas en conflicto del norte. Supuse que este, el camino del medio, me llevaría a lo largo de redes de caminos rurales más tranquilos y así poder evitar las caóticas ciudades del país cuya reputación es nefasta.
Por allí es por donde comienzo a rodar por Nigeria, donde mucho antes de que pueda siquiera comenzar a reparar en su gente, hay algo que salta a la vista sobre todo lo demás. Es imposible de ignorarlo porque es simplemente abrumador. Al poco tiempo de entrar en este país descubro que el paisaje urbano nigeriano es principalmente una colección interminable de carteles ofreciendo y prometiendo la Divina Salvación, la salida definitiva de la pobreza, la sanación de todas las enfermedades terminales, y todo tipo de extravagancias que superan la imaginación. Aquí es el evangelismo de fantasía al extremo, encabezado por un batallón de innumerables auto proclamados pastores, el que manda. Las instituciones tradicionales como la iglesia católica quedan reducidas a meros teatros abandonados. La cantidad de iglesias clandestinas que hay en Nigeria es tal, que bien podría dejar a las FIlipinas reducida a un país de ateos. Nunca he visto algo semejante y los nombres y slogans que las definen son una invitación tanto a la risa como a la indignación.