El Congo que no esperaba

Congo, el Congo. Creo que no existe aventurero de verdad en cuya cabeza, este nombre no resuene hasta el punto de llegar a quitarle el sueño. Tanto en las fantasías de uno como en la realidad, el Congo evoca imágenes de misterio, de intriga; de un mundo que ha permanecido impenetrable por siglos y que otrora, ha castigado con la muerte a muchos de aquellos primeros exploradores que a lo largo del tiempo han osado atravesarlo. El Congo, divido políticamente en dos, la República del Congo y la República Democrática del Congo (ex-Zaire y que sólo en el nombre del cinismo puede ser llamada democrática), es el pulmón de Africa, una porción enorme de ese manchón verde oscuro en el mapa del continente negro, la selva ecuatorial. Allí llegaba luego de años de haberlo soñado, con mi mente y mi cuerpo listos finalmente para entregarse a una aventura única en la vida. Pero la llegada no sería tan directa, primero me tocaría conocer un costado del Congo que no era el que yo esperaba.

Con una saludable cantidad de kilos que logré recuperar durante mis largas estadías en Luanda y Cabinda, llegué a Point Noire, el bastión de las corporaciones petroleras extranjeras en el Congo y mi puerta de entrada al país que tanto había soñado. Aunque entrar por aquí nada supone el ensueño, sino las tinieblas; algo así como ir a comer a un buen restaurante pero entrar por la puerta de servicio desde donde arrojan los desechos de la comida. La ciudad es horripilante como lo había anticipado, y como todo lugar en Africa con mucha presencia de blancos ganando sueldos exorbitantes, es muy cara y muy poco agradable. Mejor huir rápido, ¿pero cómo? 

Vestidos de polvo

 Cuando salgo de la ciudad rumbo a Brazzaville, ansioso por cruzar la selva de Mayumbé, me encuentro con que la ruta no sólo está terminando de ser asfaltada como la seda por los chinos, sino que tiene 4 carriles, 4!!!! ¿Saben lo que eso significa? Que no sólo es como no estar en la selva, sino que es en efecto la disociación total de la misma. Esto es genial para los congoleños y me alegro por ellos porque mejora su calidad de vida, pero para mí, para mí esto es una tragedia. Necesito huir de aquí, este no es el Congo que yo imaginaba y ciertamente no vine para esto. 

Sufro dos días de camino donde el aburrimiento (y la desilusión) me llevan a cara de perro, hasta que finalmente logro encontrar el escape que me conduce por las aldeas a lo largo del camino antiguo. Así paso los próximos días, atrapado felizmente en un infierno de polvo brutal, colinas de subidas largas y paisaje muy poco atractivo, pero al menos comienzo a disfrutar la maravillosa hospitalidad de los congoleños.

Paralelamente, a medida que avanzo hacia Brazza (Brazzaville), me es imposible no advertir cómo toda mi vida, y la vida a mi alrededor se ven reducidas a lo más básico. No es que en Angola haya sido muy sofisticada, pero esto ya es otro nivel. La disponibilidad de comida es poca, la calidad es baja y la variedad, inexistente. Todo se reduce al manioc (mandioca) estilo congoleño, que es virtualmente lo único que comeré fuera de Brazza, en los meses por venir a lo largo de la selva, acompañado casi siempre de saka-saka, una mezcla de verduras cocidas con pescado trozado muy fino.

La pobreza y la precariedad se hacen muy evidentes, pero esto no alcanza para borrar las sonrisas de la gente que me encuentro. Una madre pasa cargando con su hijo, 40 kg de manioc y leña en su cabeza, al final de un día de puro y duro trabajo, y no duda en detenerse para mirarme con curiosidad, saludarme y regalarme una sonrisa.

 Me resulta claro que aquí se lucha todos los días para (sobre)vivir un día más, como en casi toda Africa, aunque aquí lo siento más pronunciado. Todo el trabajo es precario, rudimentario y duro. Las mujeres por un lado ocupándose de trabajar la tierra, hacer la comida, criar a los múltiples niños, la casa; los hombres intentando que el mundo que les toca vivir funcione para poder ganar centavos. Los caminos destrozados castigan a sus camiones de millones de kilómetros, que se rompen sin piedad, una y otra vez, dejándolos varados por horas sino días. Vestidos de polvo y grasa le hacen frente a los problemas reparando todo sin tener nada, sólo para poder rodar unos kilómetros más hasta finalmente llegar algún día a su destino final. Una vez allí volverán a comenzar un nuevo ciclo, un trayecto más en esta vida llena de pozos que les toca vivir.

 Los niños por su parte tienen algunos años de licencia para vivir en el polvo jugando hasta que llegue el punto de comenzar a trabajar en él. En la mayor parte de Africa sub-sahariana, los niños no conocen los juguetes Made In China que inundan el planeta, pero no falta la creatividad para crear medios con los cuales divertirse. Un bidón de aceite de palma cortado lateralmente y atado de un extremo con una cinta de la cual puede ser tirado por un hermano mayor o un amiguito, es suficiente para cumplir el mismo rol del camión sofisticado con el que mi sobrino juega en Montreal. Con ellos corren por las calles de polvo de la aldea mientras los más chiquitos se matan de risa yendo allí atrás. 

Sin embargo, las etapas de la vida en esta parte de Africa ocurren en cámara rápida. La niñez es muy corta, la infancia deviene rápido en adolescencia y un adolescente debe lidiar con una vida de adulto cuando es claro que adolece de la madurez que se necesita para vivir como tal. En consecuencia, debido a esta superposición e incluso ausencia de etapas, una vez adultos, sobre todo los hombres, muchas veces se comportan como adolescentes hasta bien entrada su adultez. Y al final del camino, están los viejos, cuya suerte se vuelve exponencialmente notoria por cada año que logran vivir pasados los 55 años de edad. Lo que los conecta a todos sin excepción, desde los 5, a veces desde los 4 años, es una vida dura signada por el trabajo para subsistir. Paradójicamente, es quizás esa mísmisima vida de dureza pero también de extrema simpleza la que les permite sufrir menos de preocupaciones superfluas y poder sonreir más fácilmente a pesar de la adversidad y la carencia.  

 Yo también paso mi primera semana en el Congo vestido de polvo, pero encuentro respiro en la calidez de su gente, que al verme pasar con la bici durante el día exclama sonriendo: "bonjour Papa!", y por las noches me acoge en sus aldeas con el afecto de quien da todo lo que no tiene. Nada del paisaje anodino, árido y de tierra naranja que atravieso, se asemeja aún ni de cerca a las imágenes que traía en mi cabeza. Pero sé que debo controlar mi ansiedad y ser paciente, porque aún me falta para llegar a ese añorado manchón verde hacia el cual me dirijo. Así es como llego a Brazza, de color naranja desesperado por perderme en un mundo verde pero feliz de estar acompañado por los congoleños. Como en el norte de Angola, aquí también me dicen esa hermosa frase que tan bienvenido me hacía sentir allí: "Nous sommes ensemble" aquí en francés claro: "Estamos juntos".