Mozambique es probablemente uno de los países del mundo a los que más había ansiado llegar. Soñaba con un país verde, exuberante, de largos estrechos de playas idílicas deshabitadas a lo largo de su extensa costa sobre el sur del oceáno Indico y mayormente vacío. En lo que respecta al aspecto humano, no tenía una imagen muy definida de cómo sería su gente y sólo podía tratar de hacerme una idea asociándola a la gente que ya conocía del resto de Africa. Sin embargo, no tardé mucho en darme cuenta que los mozambiqueños serían completamente distintos, en el más positivo de los aspectos, al resto de los Africanos que conocí hasta el momento.
Dulce Melodía
Quizás el cambio sustancial más fuerte, ocurre inmediatamente al cruzar la frontera, al escuchar el idioma. Es inmenso el efecto que tiene sobre mí, pasar de una Africa en la que se habla mayormente centenas de dialectos locales incomprensibles y secundariamente idiomas conocidos como el inglés o el francés, a una en la que se habla un lenguaje tan familiar para mí como es el portugués. Tanto como hispanoparlante como por haber crecido junto a los brasileros como vecinos inmediatos, encontrarme de repente con africanos que hablan un portugués muy claro y tan fácil de comprender, me hace sentir rápidamente en un lugar más cómodo. Hay también cierta dulzura en la melodía de este lenguaje que lo hace aún más atractivo, una dulzura que ciertamente no tiene el lenguaje inglés, sin importar cuán asimilado lo tenga como lenguaje principal desde hace ya tantos años.
De este modo, pasar el final de cada día conversando con los mozambiqueños se vuelve inmediatamente uno de los momentos favoritos al fin de cada larga jornada que paso en este enorme país. Me siento infinitamente más cómodo hablando “portuñol”, que hablando el más perfecto inglés. Mayor aún, la serenidad y la calidez que percibo de esta gente, parece ir en completa armonía con el canto dulce de este lenguaje. Como cuando el señor Cándido, el régulo (jefe) de la primera aldea que visito, me recibe al final del primer día recién llegado de Zimbabue. Cuando le pido permiso para pasar la noche en su aldea, lo primero que responde Cándido después de escucharme, con una suavidad que sólo puede venir de una persona calma es: “Señor Nicolás, no se preocupe, yo a Ud. lo voy a ayudar”. Es un atardecer de mil colores y me recomienda montar mi tienda justo al lado de su casa, antes de que anochezca, para luego invitarme a la choza donde su mujer prepara el xima para su familia.
Viento en contra
Las distancias entre aldeas en Mozambique son enormes y el paisaje vuelve a ser bush monótono; aún cuando es más exuberante que el de países anteriores, no es realmente atractivo. Tengo 1250 km por delante hasta Maputo y para mi desgracia, como si no tuviera ya demasiado en mi cabeza con lo que lidiar, pasaré no menos de 1000 de ellos, sufriendo un endemoniado viento en contra. Un viento que desde el amanecer hasta el atardecer no vacilará ni por un momento en castigarme drenando todas y cada una de mis energías, a medida que yo lucho por preservar como puedo, mi serenidad mental. De no ser por la calidez con la que en cada noche me reciben en las aldeas, no creo que pueda soportar esta combinación de monotonía, con adversidad ventosa, con el limbo emocional.
Todas las noches, el régulo me da la bienvenida y me presenta su aldea. Aldeas donde la vida está reducida a lo más esencial. No hay electricidad, el agua se extrae manualmente por bombas mecánicas, al baño se va en un pozo entre los matorrales, se camina descalzo sobre la tierra escuchando el cacareo de las gallinas y el centro de cada choza de barro y techo de paja, es el lugar donde con fuego a leña se cocina el xima por largas horas en silencio. Es una sencillez que parece contribuir perfectamente al espíritu tranquilo de esta gente, que parece invadida por la belleza de la lentitud a la que se llevan a cabo las tareas diarias.
Nadie parece preocupado en andar corriendo por aquí, aún cuando las acciones de alguna gente parezcan ir en total contradicción con sus reacciones, como cuando encontré a Joao, lavándose los dientes en un río del bush, en cuclillas sobre los troncos que llevaba su camión carguero ahora reducido a trizas. Joao y su compañero, transportaban los troncos en su camión a 140 km/h cuando se quedó dormido y su camión salió despedido por el costado del puente, estrellando el vehículo en el río hasta lo irreconocible, decenas de metros dentro del mismo. Por milagro absoluto Joao y su copiloto salieron ilesos, pero como el camión no tiene seguro, ni tienen dinero para pagar un remolque, montaron su tienda en la orilla del río, y desde hace 2 meses viven allí hasta quién sabe qué evento pueda ocurrir para cambiar su destino. Ni Joao ni el copiloto me mostraron preocupación alguna, hasta sonreían contando el milagro de sobrevivencia a su accidente.
Más allá de la monotonía del bush y el viento en contra, el clima mozambiqueño se pone especialmente bonito al final del día, cuando los colores de la tierra roja vibran al atardecer entre el verde intenso de las plantas y el cielo azul. A medida que desciendo hacia el sur del país y me voy acercando a la tan esperada costa del Indico, las aldeas comienzan a aparecer con mayor frecuencia y el agua deja de ser una preocupación, luego de días de tener que hacer tirones extenuantes de 100 km de nada más que puro bush y maléfico viento en contra.
Con la aparición de los pueblos pequeños, ya no debo preocuparme por conseguir comida para cocinar, algo que hasta el momento había sido generalmente un problema ya que en las aldeas no hay absolutamente nada, ni siquiera una bolsa de arroz o un paquete de pasta, ni verduras frescas para poder hacer una salsa para acompañar. Las aldeas están desprovistas de todo. En los pueblos ahora puedo conseguir ananás dulces como un almíbar por tan sólo unos pocos centavos, se venden de a montañas, por doquier. También vuelven lujos como la electricidad, aún cuando sea tan sólo por unas pocas horas al final del día.
Luego de varias noches en las aldeas, comencé a quedarme en las escuelas rurales, donde siempre el maestro de guardia, que vive en una casita dentro del predio de la misma, me permite montar la mosquitera adentro de una de las aulas. Estamos en épocas de vacaciones por lo que no debo preocuparme por irme muy temprano. Dormir en las escuelas me permite poder tener mi privacidad para estar conmigo mismo, como lo venía haciendo en Zimbabue. También, me resulta fácil para montar la mosquitera, la que resulta esencial en este país donde la malaria es epidémica en cada lugar que paso. Cuando no encuentro una escuela, encuentro una clínica rural donde también los enfermeros de turno hasta me dejan dormir en los colchones de las camillas. Los mozambiqueños, donde quiera que vaya, me hacen siempre la vida más simple, tanto desde lo práctico como desde lo humano, con el afecto de quien recibe a un ser querido.
El idilio existe
Han pasado ya como 800 km de soledad y monotonía, con este puto viento en contra que me arruina la vida todos los días, y empiezo a preguntarme seriamente dónde está esa parte paradisíaca de Mozambique que traía conmigo en mi imaginario. A esta altura, ya parecía no más que una ilusión. Pero luego de un desvío de unos 35 km, al final de un camino montañoso que no conduce a ninguna parte más que a caerse al mar, lo encontré, y cuando lo encontré tuve que fregarme los ojos varias veces consecutivas para poder creer la belleza que tenía delante de mis ojos.
Todo aventurero tiene su recompensa, momentos que hacen que todas las penas de un viaje, las físicas, las mentales, las emocionales, hayan valido la pena el esfuerzo. Me encuentro en este idilio solitario de kilómetros de harina blanca bañada por un océano a veces azul, a veces turquesa, a veces verde. Es un lugar relativamente conocido, pero al que llego en un momento en el que somos tan pocos que no somos más que granitos de arena volando con el viento en este enorme pedazo de cielo en la tierra. La belleza de este lugar es tal, que inevitablemente me hace aflorar un fuerte dejo de tristeza por haber llegado hasta aquí solo. No es así como lo soñaba yo... pero no tengo otra opción más que aceptar la realidad y encontrar consuelo en que al menos es mejor estar mal en el paraíso que estar mal en el infierno.
Cada día que paso en este lugar, es un nuevo día en el que creo que nunca podría cansarme de estar aquí. Cada baño en esta bendición de océano, es un baño que nunca olvidaré, cada caminata en la que hundo mis pies en la arena de harina, cada noche durmiendo bajo las estrellas con los sonidos de las olas y las caricias de una suave brisa con aroma a mar, cada abrir de ojos al amanecer sobre el océano cuando abro la tienda a las 6 am, cuando un nuevo ciclo de idilio comienza. Debo hacerme la idea de que algo malo tiene que haber aquí para poder tomar eventualmente la decisión de irme y no quedarme para siempre.
A veces, en algunos puntos a lo largo de nuestro camino, hay determinados lugares en los que convergen los senderos de algunas personas que andan por el mundo movidas por búsquedas similares. Son encuentros de los que estoy convencido que no ocurren por casulidad sino por una sabiduría subyacente en las leyes del destino que hace que los caminos se crucen. Así, en el paraíso mozambiqueño en esta ocasión, conozco a Albé, un sudafricano que cambió su vida de workalcoholico para redescubrir la libertad viajando por el mundo con su moto y arreglar su corazón hecho trizas. Los vientos también traen a este remoto idilio a Rica, una japonesa pequeñita de 41 años, de sonrisa pueril y espíritu alegre que se negó rotundamente a aceptar la rigidez inhumana de su propia cultura, y se lanzó sola en su furgoneta Toyota de segunda mano, a un viaje que la llevó conduciendo sola desde Vladivostok hasta Portugal y desde allí por todo el oeste de Africa hasta Sudáfrica y de allí por todo el este del continente hasta descender una vez más a Mozambique y volver a Sudáfrica para embarcar su Toyota hasta Buenos Aires y conducir las Américas hasta llegar a Alaska. Rica, Albé y yo, tres viajeros que elegimos tres medios distintos de viaje, que acumulan experiencias de vida diferentes pero que en esencia nos encontramos conectados por valores muy similares. Amamos el mundo, amamos a su gente, amamos aprender de él y de ellos y ellas. Amamos fundirnos con él porque sabemos que la sabiduría intrínseca que nos transmite al rodar sus caminos, nos deja las enseñanzas humanas más valiosas. En un momento triste de mi vida, el paraíso me regaló belleza pero también el encuentro que necesitaba para fortalecer mis c0nvalecientes energías.
Es imposible negar que me ha costado un esfuerzo físico de Goliath y una determinación mental de Dalai Lama, tomar la decisión de irme de allí, y aún así el primer día en la ruta me resultó casi insoportable estar rodando en la bicicleta en rumbo a una ciudad. Lo único que ha mitigado ese malestar fue el el elixir del fruto que desborda de los árboles en este país. Claro que sí, el mango! El mango mozambiqueño es único, es el más grande que he visto hasta ahora, a veces un mango tiene el tamaño de un melón pequeño y su dulce es un almíbar que hasta a veces creo que comienza a excitarme sexualmente. Menuda experiencia afrodisíaca la de saborear estos mangos! Ya he dicho que un paraíso es también para mí un lugar en los que me encuentro mangos en el piso, y aquí en Mozambique, me levanto cada mañana rodeado de mangos por doquier. Peco horriblemente de gula, por estos mangos que recojo debajo de los árboles porque hacen que mis papilas tomen control absoluto de mi cerebro; no me puedo resistir y todos los días levanto campamento con no menos de 3 kg de mangos que cuelgo en la bicicleta. El peso no le importa a mis piernas, son las papilas las que mandan ahora.
Rojo color Maputo
Al llegar a las afueras de Maputo me equivoco de camino de entrada y derivo en un arenoso camino en construcción junto al mar, donde los camiones de la constructora china a cargo de las obras me pasan sin piedad dejándome tosiendo a ciegas envuelto en nubes de polvo. Son las 10 am, hacen 38 C y 500% de humedad, apesto a sudor y ahora estoy embadurnado como una milanesa, mientras sigo refunfuñando por no haberme quedado más tiempo en el paraíso. En ese momento, un mozambiqueño de origen portugués parado delante del portón de una casa frente al mar, que me ve pasar empujando la bicicleta en la arena con cara de perro, me hace bromas irónicas sobre las maravillas que están haciendo los chinos en Africa.
Luis, me toma una foto con su celular y luego de contarme su indignación por las obras de la costanera, producto de la inefable corrupción entre el gobierno local y los chinos, que le han expropiado la mitad del preciado patio de su casa, me invita a pasar para darme agua fresca. En breve, Luis me invita a quedarme en su casa con él y su mujer por el tiempo que quiera y me lleva a la preciosa habitación de huéspedes en la que pasaré los siguientes 5 días con su invaluable compañía.
Luis ha tenido una de las vidas más fascinantes que he conocido en mi vida. En su juventud, había sido enviado, como siempre a la fuerza, por las fuerzas coloniales de Portugal para combatir a los independentistas. Allí, en plena guerra en el medio del bush se da cuenta de la atrocidad que está cometiendo y decide pasarse de bando para luchar por un Mozambique independiente. Luis me dice en sus propias palabras: “yo no soy portugués, yo me siento y soy africano”. Ya en su país independiente, pasó 7 años viviendo en la soledad del bush, junto a los bushmen (hombres nativos del bush) de quienes aprendió la simpleza de la vida en la naturaleza (y de la naturaleza) antes de volver a Maputo para ganarse la vida a través de diferentes actividades.
Luego de días de largas charlas infinitamente interesantes, Luis me confiesa que cuando me vió aquel día con la bicicleta, le vino inmediatamente a la cabeza un poema del gran poeta portugués Fernando Pesoa:
Nao sei para onde vou, nao sei por onde vou, so sei que nao vou por ai...
(no sé para donde voy no sé por dónde voy sólo sé, que no voy por ahí)
Cuando pensó en él en el momento de verme, tuvo una fuerte sensación, quizás por esa especial sensibilidad sensorial que desarrolló en sus años de vivir en el bush, de que delante suyo tenía a alguien que sentía como a un amigo, por eso, no sospechó de mí, ni hesitó un segundo en invitarme a su casa, algo que jamás había hecho. Con ese poema, y con esa conexión recíproca que sentí desde el primer momento al hablar con él, me di cuenta de que pocas personas en el mundo, sin conocerme previamente, puede que hayan tenido esa capacidad de entender tan profundamente mi naturaleza con tan sólo verme. Luis se volvió inmediatamente mi amigo y mi confidente; de esos enormes regalos, prácticamente bendiciones, que me regalan los caminos del mundo.
Con Luis he paseado por cada esquina de la ecléctica Maputo aprendiendo de su historia. Una ciudad que hoy en día se reparte entre la original pobreza africana, las mansiones coloniales frente al mar del pasado portugués, los conjuntos nuevos de edificios de lujo construidos por el lavado dinero y las grandes cadenas de shoppings y supermercados que llegan desde su vecina, la potencia capitalista, Sudáfrica; todo el mix repartido en un entramado de avenidas con nombres de los “grandes” líderes y representantes del Comunismo. Bancos extranjeros en la esquina de Mao Tse Tung y Kim II Sung, más adelante los bares de yuppies elegantes en Mao Tse Tung y Vladimir Lenin y las tiendas de ropa cara en Karl Marx y Ho Chi Minh. Todo en Maputo parece ser una sátira de la política, quizás un perfecto reflejo de la anarquía que es el mundo “globalizado” de hoy en día, donde todo pierde valor rápidamente, donde todo se frivoliza, donde todo es moda pasajera.
Mis días en Maputo llegan a su fin pero podría haberme quedado fácilmente un mes en la casa de Luis y Sandhya. El día de partida, Luis me ofrece llevarme en su Defender, los 50 km hasta la frontera con Suazilandia, 50 km que no aportarían nada significativo para mí en bicicleta, pero que me regalarían más tiempo aún con este gran amigo que me he ganado en Mozambique.