En términos estrictos podría decir que estoy pasando mis días en Fes. Sin embargo, sería más honesto decir que estoy pasándolos específicamente dentro de los confines definidos por la muralla que encierra a la Medina de la ciudad. Decir esto es de por sí una redundancia dado que ‘Medina’ significa ‘ciudad’ en árabe, pero en el caso de las ciudades del norte de África es el nombre con el que generalmente se define al casco antiguo. Por consiguiente, estar dentro de Fes-el-Bali es estar en una ciudad dentro de una ciudad. Haber cruzado la otra Fes que yace detrás de la muralla, la de las amplias avenidas, los McDonald’s y los centros comerciales, confirma que esto es un mundo paralelo. No voy a mentir, Fes-el-Bali es un lugar tan fascinante como desconcertante. Por un lado, es en todo sentido un lugar auténtico. Por el otro, es igualmente un circo de entretenimiento para turistas. En el laberinto de callejones que configuran la trama de esta ratonera, la vida tradicional marroquí en estado puro coexiste con el mundo moderno. Las hordas de turistas de todo el mundo desembarcan como ganado de los autobuses en el estacionamiento general para cruzar el portal en busca de fotos y souvenirs. Una legión de hienas hambrientas los espera para devorar todo lo que traen en sus bolsillos. Ambas realidades fluyen por los corredores en paralelo, con los comerciantes y mercaderes siendo acaso el nexo que sirve a ambos mundos por igual, el local y el del turismo. Es en este contexto en el que paso mis días tratando siempre de ir más allá del espacio limitado por el que se mueven los turistas para intentar llevarme algo genuino de mi experiencia por aquí.
Como suele ser el caso de todos los hormigueros turísticos, no es una tarea difícil. La Medina tiene el tamaño y la cantidad de callejones suficientes para destruir todo el sentido de la orientación. Es tan fácil perderse por varias horas y por varios días seguidos. Es de esos lugares en los que la mejor estrategia es soltar toda idea de control, dejarse llevar, y perderse. Cada día que salgo de mi hotelito, es un día en el que sé que pasaré la mayor parte del tiempo intentando encontrar el camino de vuelta. Sin mapas (no es que los haya siquiera), sin preguntar y sin emprender la infructuosa tarea de recordar puntos de referencia, me lanzo a caminar por cada calle. Me dejo llevar cautivado por la energía humana que emana de la gente comerciando, negociando, regateando en un puesto tras otro.
En los mercados, el aroma de las especias me toma por las fosas nasales y las expande hasta llevar la cúrcuma, el pimiento, el comino y el cilantro hasta lo profundo de mis pulmones. Junto a las montañas de estos polvos de colores, las pirámides de dátiles son sin dudas el lugar donde pierdo la cordura. No recuerdo semejante variedad de dátiles desde los oasis egipcios, ya dos años y medio atrás, y necesito controlarme para evitar un potencial atracón. Es un esfuerzo que se ve facilitado unos pasos más tarde, al entrar al sector de carnicerías, donde cuelgan las cabezas de camello indicando la venta de carne de este animal. Aunque no dura mucho. Ni bien paso a frutas y verduras, la contracción de mis sentidos se libera y puedo volver a escarbar mis bolsas de dátiles cual roedor hambriento en busca de gratificación inmediata. Un circo de sabores explota dentro de mi boca cada vez que mi lengua aplasta uno de ellos contra el paladar. Es un acto que prescinde del rigor de los dientes, alcanzando solamente con la suave articulación de mi mandíbula. La fragil estructura exterior del dátil se fractura, dejando que su pulpa espesa cargada de dulzura desborde sobre mis papilas. La sobredosis de azúcar electrifica mi sistema nervioso enviando señales hasta mi cerebro, quien me recompensa al liberar un manantial de dopamina.
Mas tarde, al salir del mercado, voy guiado ya no por el exquisito aroma de las especias sino por la pestilencia de las tinturas mezcladas con la mierda de paloma. Entre eso y el reencuentro con las manadas de turistas, voy sin dudas acercándome al lugar de origen de la fama internacional de Fes, sus curtidurías tradicionales. Mitad circo turístico, mitad genuina ventana al pasado, en ellas siguen tiñendo el cuero como desde hace miles de años. Para llegar no hay más que seguir la senda del olor a mierda, que conduce directamente hacia las trampas de turistas que sirven de muralla de acceso. La única manera de poder avistar las famosas bateas de teñido, es atravesando uno de las centenas de negocios donde una horda de vendedores te espera para aliviarte del peso de tu dinero. Lo bueno es que no estás obligado a comprar. Solo necesitas fingir cordial interés durante unos minutos por las decenas de productos de cuero que te ofrecen. Una vez que se dan cuenta de que no eres un turista de billetera gorda, son ellos quien pierden el interés y te dejan finalmente acceder a uno de los balcones.
Desde allí, es indiscutible que el espectáculo es fascinante. Una legión de artesanos miniatura trabajando sobre una gigantesca paleta de colores encerrada dentro de la trama urbana de la Medina. Son ellos quienes hacen de pinceles. De batea en batea van pasando, hundiéndose hasta las rodillas en cada pileta llena de agua mezclada con mierda de paloma y tinturas naturales de colores intensos. El objetivo es pisar el cuero para asegurarse que el teñido sea parejo a lo largo de toda la pieza, mientras que la caca aporta el amoníaco necesario para suavizarla. Desde los balcones de las construcciones circundantes, cuelgan docenas de pieles secándose al sol, conformando el tapiz que confecciona el vestido que envuelve a los edificios.
Más allá de esta infusión de perfumes, sonidos y colores, y de tradiciones ancestrales, es en el silencio de los pasadizos, donde quedo realmente cautivado por la magia de Fes. En estos rincones residenciales habitados hasta el día de hoy, es donde obtengo las vistas a las formas más tradicionales de vida y los detalles más exquisitos de la arquitectura vernácula. Los locales transitan por aquí guiados por una vida dentro de este laberinto que les permite diferenciar cada esquina, cada edificio, cada puerta. Cuando dos vecinos se cruzan necesitan ponerse de perfil para pasar, porque no cabe más que una persona a lo ancho de cada pasadizo. Sus siluetas desaparecen y reaparecen en una suerte de show holográfico generado por la irregularidad de las geometrías y la danza escenográfica entre espacios de luz y de sombra. Jugando al niño explorador, me desplazo con mis brazos extendidos palpando la rugosidad de la texturas de la piedra. La uniformidad se rompe al llegar a los portones de las casas. En ellos queda a la vista la minuciosidad de los artesanos, quienes parecen haber invertido más tiempo en sus diseños intrincados que en el diseño del espacio arquitectónico.
La sensación más insólita que me embarga a lo largo de estos días es que luego de caminar y caminar por horas, sin rumbo y sin indicaciones, aún así, siempre encuentro la vuelta sin necesitar ayuda de nadie. Es como si toda la maraña de calles y callejones de este queso gruyere condujeran tarde o temprano al mismo lugar. Podría quedarme aquí semanas. No haría más que lo que hice cada día desde que llegué: caminar, comer tagine, frutas, darme una tras otra sobredosis de dátiles y sentarme a ver la vida pasar saboreando un té de menta. No necesitaría mucho más para ser feliz.
Días más tarde, cuando salgo del confinamiento de los límites de la muralla, me reencuentro con las calles de la Fes que conocí en camino hasta aquí. La vuelta a la modernidad me deja con la sensación de que he pasado todos estos días encerrado en una suerte de parque temático. Los mundos paralelos que percibí desde el principio nunca se volvieron tan evidentes como hoy que retomo la ruta camino al Mediterráneo. Me voy contento de haber pasado por Fes y de haberme permitido el tiempo necesario para superar mi rechazo casi instintivo a los lugares turísticos. Gracias a eso pude conocer los rincones desconocidos dentro de esta ciudad que se considera tan conocida.