Crónicas de un Arresto y unas Vacaciones
Crónicas de un arresto impredecible
Mientras iba en el tren hacia el aeropuerto de Casablanca a recibir a mi Papá, me imaginaba muchas cosas. La felicidad del re-encuentro, el abrazo de oso habitual y quizás hasta algunas lágrimas, pero jamás habría podido imaginar que me llevarían preso antes que se bajara del avión. Así como he contado maravillosas historias de este viaje, llenas de estoicismo y felicidad, esta es una de esas otras. Una de las que refleja aquellos momentos en los que lo que brilla no es la inteligencia.
Semanas antes, mientras planeaba la ruta que haríamos, habíamos decidido que la mejor opción para recorrer el país sería alquilar un coche. Era un plan perfecto, no solo por la independencia que nos daría el mismo, sino en el sentido práctico de poder retirarlo y dejarlo en el mismísimo aeropuerto. En base a ese plan decidí hacer la reserva, asignando tiempo suficiente previo a la llegada del vuelo para poder resolver la burocracia tranquilo.
Lo que no sabía era un detalle bastante peculiar, por no decir el colmo del absurdo. Resulta que los grandes genios iluminados que controlan el aeropuerto de Casablanca, decidieron que las agencias de alquiler de coches abiertas al público, se dispusieran detrás del primer control de seguridad. Esto no debería representar problema alguno, excepto por el hecho de que la ley local determina que al aeropuerto solo pueden ingresar aquellos que viajan. Eso plantea un problema irresoluble: aquellos que no viajan no pueden acceder a los servicios de las empresas que operan dentro del aeropuerto. Para sumar desconcierto, una persona recién llegada tampoco puede acceder a dichas empresas, dado que luego de recoger el equipaje, los recién llegados terminan en el mismo lugar que los que están afuera esperándolos. Lo que lleva a pensar a quiénes sirven estas empresas. Si las únicas personas que pueden acceder a una oficina de alquiler de coches, son aquellas que se están yendo del país pues para qué querrían un coche en primer lugar! Si Joseph Heller viviera para ver esto, no tengo dudas que le agregaría un capítulo a Catch-22.
Confundido por la situación, intentando encontrarle una lógica a monstruosa estupidez, me pongo a hacer cola en el control de seguridad mientras pondero mis opciones. Empuño el voucher de la compañía que confirma el alquiler del coche, suponiendo que harán una excepción, pero supongo mal. Luego de 15 minutos en la cola batallando con docenas de marroquíes histéricos empujándome para pasar primero, llego al policía de turno. En medio del caos, le presento los papeles para explicarle la situación. Parece no entender lo que digo porque me pide repetidamente el ticket, mientras intenta lidiar con todas las demás personas que lo están hostigando para ganarse su atención. Yo persevero en explicarle, pero el zamarreo de los demás lo lleva a la impaciencia, y me niega rotundamente el acceso para sacarme de encima. - ¡Sin ticket no hay acceso! - me grita. Insisto, pero no hay caso. Sigo insistiendo, y ahora ya ni siquiera me dirige la mirada. Insisto un poco más, explicándole a oídos sordos, hasta que me lanza una mirada fría de asco. En ese momento, mi sangre latina con raíces italianas entra en ebullición, obstruyendo la intervención de mi sentido común. Ya no hay tapa que pudiera contener a esta olla. Con un dejo de disgusto y desprecio lo miro y le digo en voz alta: “eres peor que un animal” y fue en ese momento cuando finalmente capturé su atención. Sus ojos saltaron de sus casillas y antes de que pueda irme me sujeta del brazo y el cuello y me dice: ¿Soy un Animal? Ya vas a ver lo que es ser un animal: Estás detenido .
De repente, el miedo me inunda las venas. Ir preso en países ajenos es uno de mis mayores terrores. El impacto de la situación me hace dar cuenta de la idiotez de mis impulsos. Por eso, intentando compensar mi falta de mi inteligencia previa, ahora decido usarla para obedecer y no resistirme. Me lleva a los empujones, arrastrándome entre la muchedumbre, paradójicamente en dirección hacia donde quería ir. Una vez detrás de la máquina de rayos X, los demás oficiales le preguntan qué pasaba conmigo cuando me arroja a una silla y me ordena quedarme quieto. A medida que les va informando a los demás, puedo ver cómo sus rostros se transforman de la confusión al asco. No entiendo árabe magrebí pero sus expresiones faciales me llevan a entender que estoy en serios problemas.
Mi mente comienza a descontrolarse. Por un lado, intento esbozar un plan inmediato de reparación. Por otro, tengo la presión de que el avión ya ha aterrizado y mi papá no me encontrará por ningún lado al salir. Mi reacción instintiva es pedir perdón e intentar explicar, pero cualquier cosa que digo cae sobre un témpano de hielo impenetrable. Los minutos pasan, mientras sigo pidiendo perdón. Lo intento dirigiéndome a los otros oficiales para ganar la simpatía de alguno, pero el ofendido sigue dándome la espalda. Luego de un rato largo, cae lo que sospecho que sería un jefe. De allí me llevan escoltado cuatro oficiales de civil hacia la oficina de la policía dentro del aeropuerto donde me someten a un larguísimo interrogatorio. Entre cuatro paredes sin ventanas, una mesa en el medio con una silla a cada lado, y un bulbo moribundo intentando alumbrarnos, me siento en una típica escena de película hollywoodense.
¿Quién eres? ¿De dónde eres? ¿Por qué estás aquí? ¿Con quién estás? ¿De dónde vienes y a dónde vas? ¿Qué traes aquí?. ¡Vacía tus bolsillos, entrega todas tus pertenencias, identifícate!. El tono de su indagación tiene una fuerza que me intimida hasta las tripas. Las preguntas continúan, incluso antes de dejarme terminar de responder una. Me tratan como un terrorista. Uno de ellos me obliga a desbloquear mi teléfono y procede de inmediato a revisar absolutamente todo su contenido. Yo decido comenzar a dar explicaciones reales mezcladas con la fantasía. Explico que mi exabrupto es inexcusable pero que estaba bajo muchísima presión porque mi papá estaba por llegar enfermo y necesita ayuda, que mi mujer me había dejado, que mi abuela muerto y que mis análisis de sangre habían dado mal creyendo que tenía cáncer. Entre medio suena el teléfono, era mi papá preocupado, le habían prestado un teléfono para llamarme. Le digo que se quede tranquilo y espere. Ya no sé qué inventar, por lo que solo me queda insistir en que estoy muy arrepentido de los eventos. Al rato, una luz de esperanza se abre cuando me doy cuenta de que van entrando en razón y entienden mi problema, el de verdad y también los de mentira. Luego de deliberar unos minutos más, me escoltan de vuelta hacia el control de seguridad donde el indignado esperaba. Me paran frente a él y me dan permiso para pedirle disculpas. Allí mismo improviso uno de los mejores discursos de adulación de mi vida, expresando sentido arrepentimiento, y respeto profundo por el ofendido. Hasta incluso le hago una invitación a mi casa el día de mañana. El calor de mi relato parece disolverse bajo su mirada fría, apática y un silencio sepulcral. Finalmente, lo veo asentir sin palabras validando mi disculpa, en cuyo momento le doy un abrazo que recibe con aprensión pero no rechaza. No solo eso, una vez terminado el asunto me dejan acceder a la oficina de alquiler de coches. ¡Vaya ironía!
15 minutos más tarde, salgo al hall de arribos con las llaves del coche en la mano, corriendo al encuentro de mi papá, quien esperaba con paciencia allí. - ¿Qué pasó? - me pregunta. Nada, tuve un problemita para llegar a la oficina de alquiler, pero ya está arreglado. :)
Espero que historias como estas no solo sirvan de entretenimiento sino para aprender. En determinados momentos, uno tiene que tener la frialdad clínica necesaria para controlar las emociones y los impulsos. A veces es fácil, pero otras no, y en esos momentos uno tiene que estar atento. Si esta capacidad no vino con uno, pues entonces hay que cultivarla y perfeccionarla. Tal como me había pasado varios meses atrás en el Congo, con aquel deleznable oficial corrupto en la frontera, hoy volví a perder los estribos por algo que no valía la pena. ¿Qué podría ser más estúpido que insultar a un policía en un aeropuerto?. La relación entre las reacciones impulsivas y sus potenciales consecuencias, es directamente proporcional. Es decir, cuanto peor la reacción, más impredecibles y severas son las consecuencias. De no manifestar arrepentimiento inmediato y básicamente implorar por redención, pienso que los oficiales bien podrían haberme dejado detenido y en última instancia deportarme. Las ramificaciones que esto pudo tener son impredecibles Mi bici, todas mis pertenencias, y mi papá habrían quedado en Marruecos y yo en la cárcel esperando un avión para echarme del país a patadas y nunca volver. ¿Valía la pena? La respuesta es un rotundo NO, pero en ese momento hice lo que pude y me sirvió para aprender.
Crónicas de un viaje en libertad
En este momento tan especial para mí tengo el lujo de recibir por tercera vez en este viaje a mi papá. Primero fue Filipinas en el km 3000, 30.000 km más tarde en Sudáfrica, y ahora Marruecos en el km 55.000. Viajar con él me da la profunda satisfacción de continuar viajando juntos, como lo hacemos desde que tengo uso de memoria cuando era él, el que me llevaba de viaje a mí. Por otro lado, me permite disfrutar de unos días de mayor confort a los que estoy acostumbrado. Finalmente, dejar la bici por un tiempo me obliga también a cambiar la perspectiva con la que aprendo del mundo. Cada modalidad de viaje conlleva un cambio inevitable en la experiencia de viajar. Para bien y para mal, de todo se aprende, por eso creo que a pesar de mi reticencia, es un ejercicio importante para abrir la cabeza y no quedar estancado en una sola visión.
En ese sentido, volver a cruzar parte del país, pero ahora en coche, fue una experiencia reveladora. Por un lado, lo más obvio de todo, es lo que me ha ocurrido cada vez que dejé la bici: la abrumadora velocidad con la que los eventos ocurren. Recorrer en tan solo un puñado de días, el triple de distancia pedaleada a lo largo de 7 semanas en bici, dificulta mi capacidad de absorber lo que estoy viviendo. Es increíble, pero una vez que la mente se adapta a los tiempos más relajados de la bici, que nos permiten saborear cada momento, el proceso de readaptación a la velocidad resulta abrumador. Estoy convencido de que así como un plato se saborea mejor masticando despacio, el paso más lento facilita la capacidad de absorber el entorno que estamos descubriendo. En ese sentido, me perturba atravesar pueblos, desiertos y montañas sin poder respirarlos, palparlos y verlos cambiar progresivamente, a medida que el sol hace su trabajo de alumbrarlos desde cada ángulo posible.
Ahora bien, eso es algo que afecta a cualquier viaje independientemente del país que visitemos. En el caso particular de Marruecos, hay cambios también muy abruptos específicos del mismo. Mi ruta en bici ya había incluido varios epicentros turísticos del país, como Fes y Chefchaouen. Sin embargo, la vorágine en esos puntos en particular quedaba compensada por la larga sucesión de momentos sublimes que ocurrieron antes y después de ellos, en el transcurso de varios días. En contraste, la velocidad del coche acorta las distancias de días en la bici a un puñado de horas, devolviendo a los puntos de interés turísticos al mismísimo eje del viaje. El problema es que al remover las experiencias fuera de ellos, solo nos queda la confrontación directa con el peor lado del país. Es la legión de gente cuyas vidas giran alrededor de las billeteras de los turistas y todo lo que sea posible venderles. Demás está decir que esa es una fuente de ingreso honesta y válida para millares de personas y no hay nada que pueda objetarse al respecto. El problema es que en Marruecos alcanza puntos que bien podrían definirse como abuso en el mejor de los casos, y como estafa en muchísimos otros.
El caso de Marrakesh es particularmente bueno para ilustrar este punto. La experiencia en esta ciudad, que en sí contiene valiosos puntos de interés, no es más que un maldito infierno. Resulta prácticamente imposible caminar por sus calles sin ser interrumpido cada 20 pasos por vendedores y/o oportunistas que salen al acecho en busca de vender o simplemente timar. Independientemente de sus motivaciones, lo cierto es que impiden disfrutar de la ciudad, y mantener una conversación ininterrumpida con quien paseas es literalmente imposible. No hay respeto ni consideración alguna por los espacios ajenos. Creo que solo los mosquitos en la estepa mongola alcanzan el nivel de transgresión de la gente enfocada en los turistas de Marrakesh. En una segunda reflexión, me resulta inevitable preguntarme cuáles serán las fantasías de estas personas. Imagino que en alguna parte dentro de ellos, creen sin dudas que la interrupción por la fuerza les será retribuidas con clientes sonrientes y ávidos de comprar sus servicios. Seguramente, un caso claro de ignorancia de las diferencias culturales.
Casablanca y Essaouira fueron otras dos ciudades que no habían estado en mi ruta y que fue interesante conocerlas. Casablanca, no tiene mucho de especial más que algunos ejemplos interesantes de arquitectura y ver la vida de una metrópolis en Marruecos a la que la occidentalización no escapa. Es interesante, en principio por el drástico contraste con la vida rural y conservadora que pude apreciar en la mayor parte del país. En la capital, la religión del consumo tiene sin dudas muchos más devotos y devotas que el Islam. Aquí se ve una clara escisión entre el Marruecos tradicional y la dirección del Marruecos moderno, que también está acompañado de una fuerte presencia policial y militar. Essaouira, por su parte, es una ciudad costera a la que llegué en mal momento. El viento que azota su costa atlántica me hizo revivir, cual trauma, el recuerdo tan fresco en mi memoria de las semanas infernales que pasé cruzando el Sahara. Ni el pintoresquismo de su puerto poblado de botes celestes de pescadores, ni sus mercados de especias y artesanías alcanzaron para superar la aversión que el viento desató en mí.
Finalmente, cerramos con Fes y Chefchaouen. Volver a ambas fue una delicia para mí. Sobre todo porque a diferencia de mi paso por allí en bici dos semanas atrás, ambas visitas estuvieron ahora marcadas por el sol y no la lluvia. Afortunadamente, a pesar de ser tan turísticas como Marrakesh, en ellas no se sufre el nivel de hostigamiento de aquella, por lo que las hacen mucho más amenas para visitar.
Así se fueron dos semanas con mi papá, que me aportaron la compañía y afecto necesarios para recargar mis energías y continuar así hacia la próxima etapa de mi travesía. El lado oscuro: Europa.