Estilo Maliano

Al salir del puesto fronterizo de Costa de Marfil, debo detenerme de repente por unos segundos hasta que mis pupilas logran readaptarse para ver bajo el sol del medio día. Es tan fuerte que es como si hubiera salido de un cuarto oscuro después de 4 días. Algunos militares han salido conmigo a despedirme ya que, al fin y al cabo, he pasado con ellos las últimas 5 horas y somos casi hermanos. Como si no hubiéramos tenido tiempo suficiente, seguimos conversando como viejas de barrio, mientras guardo mi pasaporte en su rincón escondido, acomodo mis cosas y me preparo para montarme en la bici. En ese momento, estaciona delante nuestro una furgoneta recién llegada de Malí. Al detenerse, escucho al motor agonizar más que la gente al descomprimirse al bajar.

Esta SAVIEM me da una primera noción del país al que estoy próximo a entrar. Su estado delata la condición de los caminos (o la ausencia de ellos) que me esperan y es a la vez un testamento a la durabilidad y robustez de la ingeniería mecánica francesa. Dado que SAVIEM es una marca de camiones y autobuses que dejó de existir en 1978, en el mejor de los casos, este modelo tiene un mínimo de 38 años de antigüedad. Es un dato revelador, porque de no saber que la empresa comenzó a operar en 1955, no dudaría en apostar todo mi dinero a que esta furgoneta convertida en minibús fue usada para combatir en la Segunda Guerra Mundial. La chapa de la carrocería parece haber sido masajeada por medio siglo de granizos diarios. Sus paragolpes tienen la forma de un papel que acabamos de estirar luego de estrujarlo con el puño, y sus ruedas, lisas y suaves como la seda, se bambolean de lado a lado al rodar. Pintada de amarillo patito, parrilla y luces delanteras celestes, portaequipajes superior verde, llantas rojas y la bandera de Malí pintada en cada uno de sus retrovisores, este es un vehículo salido directamente de una historieta para niños.

A medida que el puesto fronterizo marfileño se va desvaneciendo en el horizonte detrás mío y avanzo por tierra de nadie, me voy reflexionando sobre el destino de mi carrocería. No me estoy refiriendo a mi bici sino a mi cuerpo. Me pregunto si terminará en el estado equivalente al de aquella SAVIEM de seguir pedaleando por el mundo de esta forma. Después de rodar menos de 1 km, el final del camino de tierra nivelada me saca de golpe del estado reflexivo. Estoy detenido al pie de las pistas de arena entre los arbustos que tengo por delante y sonrío pensando que esta es la reconfirmación de mi idea. Es en este punto donde intuyo que he llegado a la imaginaria línea limítrofe entre ambos países. No tengo el GPS para determinarlo con precisión, pero a veces las divisiones entre países se vuelven claramente visibles de acuerdo al punto en el que la calidad del camino cambia drásticamente.

No titubeo ni un segundo en lanzarme al polvo como ya lo he hecho tantas veces antes. Lo hago intentando seguir lo que supongo que son las huellas de la SAVIEM, pero al poco tiempo las ruedas se hunden en la arena y necesito bajarme a empujar. El problema es que las tiras de mis sandalias ya están tan desgarradas que la arena me entra por todos lados hasta quemarme los pies. Necesito sacar la bici de aquí antes de que me empiecen a salir ampollas por eso decido avanzar entre los arbustos con pinches y cascotes sueltos. Por un momento, miro a mi alrededor y tengo otra fuerte reminiscencia, esta vez de la odisea que viví al cruzar el sur tribal de Angola por el mato 9 meses atrás. Después de 5 km de roca suelta entre los arbustos secos, tratando de no desviarme mucho de las huellas de la furgoneta, llego a lo que parece una aldea fantasma.

Las aldeas en África están siempre llenas de vida sin importar el clima áspero, pero esta parece desierta. No obstante, necesito indagar bien antes de continuar camino no vaya a ser que aquí esté el puesto fronterizo y lo pase de largo sin sellar mi pasaporte. Mientras busco hacer contacto con alguien solo veo a unas valientes gallinas picoteando el piso en busca de algún organismo que pueda quizás sobrevivir bajo la opresión de este sol impiadoso. Sigo empujando la bicicleta entre chozas a la sombra de grandes mangos hasta que doy con un aldeano que me confirma que efectivamente la policía está a tan solo unos metros de allí. Me cuesta comprender su francés fracturado pero me guío por sus manos señalando a una pequeña casa de adobe situada entre dos chozas detrás de un aljibe.

Justo al lado de la casita veo a dos hombres echados panza arriba sobre unas hamacas que cuelgan de las vacilantes vigas de tronco de un cobertizo de paja. Uno de ellos ronca como si no hubiera mañana. El otro, con una mano ahuyenta las moscas que zumban en el aire estanco de media tarde y con la otra textea en un teléfono móvil que desaparece en el tamaño de su palma. Lo veo concentrado en la tarea de tipear en un teclado que en su totalidad es más pequeño que la falange de su pulgar. No parece sorprendido cuando llego pero se esfuerza por reincorporarse tratando de balancearse sobre su barriga de proporciones épicas para no caerse de la hamaca. Una vez que logra pararse, puedo escuchar a los tirantes del techo crujir con gratitud mientras él murmura -Bonjour Monsieur- con la voz de quien se levanta de un letargo que duró mil años.

Al mostrarle mi pasaporte desde unos metros de distancia, toma los lados de su camisa para forzar a que los botones de un lado lleguen a alcanzar a los ojales en el otro, en un gesto decisivo por entrar en su carácter de representante de la ley. Cuando logra finalmente abotonarla parece más un chaleco de fuerza que una camisa de policía. En ese momento se dirige hacia a mí y toma mi pasaporte confirmándome que esa es la oficina de migraciones. Después de examinarlo a la velocidad acorde al ritmo de vida en este rincón del olvido, me conduce hacia el interior de la casita donde mis pupilas necesitan expandirse al menos dos minutos para poder ver algo allí dentro. Es el mismo tiempo que a él le lleva revolver el interior del cajón de su escritorio para extraer los sellos. Se toma su tiempo para dar vuelta uno por uno para ver cuál es y cuando encuentra el indicado, procede a buscar una almohadilla qué tenga tinta húmeda aún. No tiene suerte, pero al menos tiene una botellita de tinta sin evaporarse. Luego de echar dos gotitas con la intención de racionar las reservas como si por aquí cruzaran millares de personas todos los días, sella mi pasaporte y concluye: ‘bienvenue au Mali!’

Ni bien salimos, comienza a desabrocharse nuevamente la camisa para liberar a esos pobres botones del estrangulamiento y me cuenta que lleva 8 años en este puesto fronterizo del fin del mundo. Le pregunto con una sonrisa si lo enviaron por castigo, pero me dice que no le molesta porque está cerca de su aldea donde vive su familia. Cuando se deja caer de vuelta sobre la hamaca, los tirantes se lamentan y yo temo que el techo se caiga. Creo que es hora de irme ya. Le agradezco por su gentileza y me disculpo por haberlo molestado a la hora de la siesta, aunque por dentro tengo la certeza de que en esta aldea cada hora del día es la hora de la siesta. Pas de problème (no hay problema). Me hubiera gustado despedirme de su compañero pero intuyo que no albergará resentimientos ya que sigue roncando y nunca se enteró de mi pasada por allí.

Cuando continúo pedaleando, ya estoy oficialmente en Malí, un país al que he soñado venir desde que tengo uso de razón. Porque Malí es otro de esos países que late en el corazón de todo aventurero. Timbuktú, Djenné, Mopti, País Dogón son algunos de los nombres que trascienden en los libros de los grandes exploradores de África, desde Leo Africanus en 1550 hasta Ryszard Kapuściński durante la segunda mitad el S.XX. Evocan imágenes de centros neurálgicos del comercio en tierras místicas a lo largo del Sáhara conectadas por rutas ancestrales. Son portales al pasado que siempre quise visitar, pero no he llegado en el mejor momento. Hoy, Malí sufre de pobreza, desertificación y terrorismo. Tan solo tres meses atrás hubo un ataque terrorista en el hotel Radisson Blu de Bamako donde masacraron a 20 de los 170 rehénes, la gran mayoría extranjeros. Esta situación me obliga a tener que evitar los sitios más legendarios del país y moverme con discreción a lo largo del suroeste.

En el día a día, a lo largo de las aldeas que voy atravesando, la gente me hace sentir absolutamente seguro. Me reconfortan con el cariño que recibo, con sus miradas afables. Se nota a simple vista que su vida no es fácil, pero la vida nunca fue ni será fácil en el Sahel de todas formas. En mi opinión, es lo que les da la resiliencia que les permite subsistir llevando esas sonrisas que reflejan más paz y serenidad que sufrimiento. Por eso, cada vez que llego a una aldea, me veo inmediatamente rodeado de docenas de niños sonrientes vistiendo harapos llenos de polvo y adultos curiosos. Al seguir viaje los llevo detrás mío como una estela de agua acompañándome detrás de la bici.

A pesar de ser una región tranquila, me sorprende el bullicio y el tráfico en el centro de los pueblos por los que paso. Aquí no hay SAVIEM pero sí Mercedes-Benz de edades y características idénticas: todas parecen haber sobrevivido a varios bombazos del Tercer Reich, pero siguen andando. La policía local tiene el mismo espíritu que el de los dos oficiales que me abrieron las puertas del país. Cada vez que me ven pasar por el camino central donde generalmente se encuentra la estación, me detienen. Siempre me tratan con respeto y me invitan a pasar al interior para no tener que tolerar la presión del sol en días en los que la máxima siempre sube por encima de los 40C. Me piden el pasaporte y me preguntan de dónde vengo y hacia dónde voy. Anotan todo lo que digo y luego me dejan ir. En general, cuanto más desapercibido paso por un lugar, más seguro me siento, aunque eso no es cosa fácil siendo blanco en el continente negro. No obstante, en el caso de Malí, saber que la policía está atenta y se preocupa me da la esperanza de que si me secuestran, mis padres al menos se enterarán algún día.

Lo cierto es que no temo tal cosa en ningún momento porque me resulta casi imposible pensar que me pueda pasar algo de ese estilo aquí. No lo siento como producto de una falsa sensación de seguridad sino por los encuentros personales que tengo en cada aldea que atravieso. Pasada la media mañana me refugio en ellas bajo la sombra de los mangos que flanquean los caminos. Hay centenares de ellos alineados unos junto a otros. Son la bendición de estas tierras, brindando alimento y también protección del calor a la gente más que el techo de sus propias chozas. Lo único que lamento es seguir adelantado a la temporada tan solo en un par de semanas. Los árboles ya están repletos, pero los mangos aún no lo suficientemente maduros como para comenzar a caer por eso solo me queda aprovechar su sombra junto a los aldeanos. Sentados sobre esterillas en el piso conversamos durante las peores horas de calor. El tono suave y el ritmo de sus palabras me transfieren tanta paz que me ayudan a desacelerarme. Esa es la magia que tienen muchos países africanos y Malí no es la excepción. Uno viene vibrando con la exaltación que provocan los altos niveles de adrenalina y llega a estas aldeas donde la gente ayuda a recomponer la estabilidad interna. Es un ciclo de subidas y bajadas estrepitosas de energía cuyo resultado es una media de plena armonía.

Sin embargo, hay momentos en los que esa armonía se desarma. En estos días recibo una noticia que me rompe el corazón. Mi entrañable amigo Alby, quien fue una de las personas más valiosas que este viaje le ha regalado a mi vida hace un año, falleció en un accidente con su moto. Habiendo conocido muy íntimamente a Alby en los días que pasamos juntos en Mozambique y Sudáfrica, me resulta claro que lo que ocurrió no fue un accidente sino un final que Alby estaba buscando. Durante los días siguientes llenos de tristeza, decido acampar alejado de la gente, en soledad, bajo las estrellas y alrededor del fuego que enciendo cada noche. Hay momentos en los que necesito compañía pero ahora necesito estar solo para despedir a Alby en privado.

Los senderos por los que voy aflojan cada tornillo de mi bicicleta pero el camino principal está en condiciones aún peores. Eso me genera un desgaste extra, pero la recompensa es la humanidad de cada aldea remota que visito como también la soledad necesaria para un momento como este. Cuando llego al cruce con el camino de asfalto que me llevará hasta Bamako, me encuentro sensible emocionalmente y tengo el cuerpo exhausto. Caigo en la cuenta de que hace 1200 km que no me tomo un solo día de descanso, y entre el calor abrumador y los caminos infernales a los que ahora se les suma la tristeza, lo que más añoro es una ducha, una cama cómoda, un corte de pelo y algunos días de descanso en buena compañía.