Son las 6.30 am. Los primeros rayos de sol se filtran pintando de puntitos de luz dorada la densa vegetación de la selva. El aire es húmedo pero conserva aún la frescura liberada por las plantas durante la noche. Las mujeres están reunidas en grupo preparando sus redes y canastas, mientras que un puñado de varones adolescentes preparan sus lanzas. Los niños por su parte, juegan entre ellos hasta que los adultos anuncien el momento de partida. Hoy es día de caza, cuando los Bayaka se internan en lo profundo de la selva en busca de plantas, frutos y animales comestibles para abastecerse de comida.
La caminata comienza en uno de los tantos senderos de los alrededores de la aldea. Alineadas en fila, casi con la perfecta sincronización de un ejército, marchando sin respiro, con las pesadas canastas a cuestas, son las mujeres quienes encabezan este pelotón. Ellas son las que mandan, guían y enseñan a los más jovenes a moverse y sobrevivir en esta selva. Guiadas por una sabiduría ancestral, avanzan abriéndose paso entre espacios de jungla tan densos que a simple vista resultan impenetrables para cualquier persona del mundo urbano. La gruesa costra de la planta de sus pies y su fugaz agilidad les permite ignorar todo aquello que yace en el suelo de la selva, incluyendo arañas, escorpiones y mucho más notable aún, las sucesivas colonias de hormigas legionarias que con sus mandíbulas son capaces de devorar en conjunto a animales enteros.
Llevamos tres horas de caminata a paso rápido por intersticios cada vez más estrechos, avanzando casi ininterrumpidamente, siempre en hilera. Durante todo el camino los Bayaka no dejan de conversar. De una punta a la otra de la fila, unas preguntan, otras comentan y otras responden y cada tanto ríen a carcajadas, pero la marcha raramente se detiene. Obviamente no entiendo nada de lo que dicen, pero no siempre se necesita comprender un lenguaje para percibir cuándo la energía es positiva, y estas mujeres la emanan en su labor y me la contagian. Sus voces retumban en el anfiteatro de esta selva espesa y sobresalen entre el omnipresente bullicio ensordecedor que siempre nos envuelve de millones de bichos y pájaros zumbando sin cesar.
Así continuamos hasta que, en un punto, por algún evento que yo no logro reconocer, la marcha se detiene del todo. Un breve momento de silencio le sigue. Hasta que de repente, todos rompen fila y con una agilidad apabullante desaparecen en diferentes puntos de la selva. Cada uno se posiciona formando un círculo imaginario alrededor de un sector donde alguien sospecha que hay un animal escondido. Algunas mujeres descargan rápidamente sus redes y comienzan a desplegarlas por espacios imposibles con sorprendente facilidad. Otras montan guardia en posición de acecho y los hombres se arman con sus lanzas listos para atacar. Mientras tanto, todos y cada uno de ellos producen una serie de onomatopeyas con las que intentan emular sonidos animales. Estos retumban en la selva y su fin es el de intimidar al animal que está escondido para que salga asustado de su guarida y corra inadvertidamente hacia las redes que están esperando para atraparlo.
Pasan unos 10 a 15 minutos, pero nada sucede. Finalmente abortan la operación, y con la misma facilidad con que las han montado, ahora desmontan las redes y las pliegan para seguir andando. Entre tanto, los niños principalmente, arman trampas con hojas y ramas que dejarán hechas para revisar durante la próxima expedición. Son ellos quienes me llevan por espacios recónditos mostrándome las trampas que habían dejado montadas en expediciones anteriores y que resultan invisibles a mis ojos. Una por una, las van verificando para ver si algún animal ha caído en ellas desde entonces, pero tampoco ha habido suerte. Están vacías.
Sin embargo, lo que a mí más me deja anonadado no es el ingenio con que arman dichas trampas sino el hecho de que, en este espacio sin coordenadas, señales, ni indicaciones ¡puedan encontrarlas! Yo no tengo ni la más remota idea donde estoy parado, ni en qué dirección nos hemos movido para llegar hasta donde estamos. Miro a mi alrededor y todo es la misma encrucijada impenetrable de ramas, lianas, hojas de los mil y un tamaños y árboles gigantescos, a través de cuyas copas, allí a lo lejos 40 o 50 metros arriba, veo pequeños espacios de cielo azul y sol incandescente. Ellos en cambio, se mueven con la certeza absoluta de quién sabe exactamente dónde está, hacia dónde se dirige y cómo.
En este laberinto impenetrable, mi tamaño resulta completamente inadecuado, mis destrezas para moverme se ven reducidas al punto de la inutilidad. Mi agilidad es inexistente y mi torpeza absoluta. Me tropiezo con todo, me caigo, me enriedo, me llevo puestas las ramas en la cabeza y de la cintura para abajo, las lianas, como sierras afiladas, me desgarran la piel como si fueran un cuchillo caliente cortando manteca. Por momentos quedo atrapado y debo detenerme del todo para poder desenredarme mientras que mi piel arde como el fuego. Yo, con todo mi entrenamiento fisico, no puedo seguirles el paso a los Bayaka. Mi velocidad mental para interpretar y resolver este entorno tan intrincado no es lo suficientemente rápida como para andar a este ritmo. Sus cuerpos pequeños y musculosos, sus reflejos ultra-veloces y sus cinco sentidos tan agudos, los hace estar diseñados para sobrevivir en este ambiente tan hostil para cualquier otra persona.
Estamos claramente en un sector de presencia de animales porque la operación de las redes se repite varias veces durante el día. El modus operandi es el mismo: romper fila, armar un gran círculo imaginario alrededor de una guarida, cada uno en posición de emboscada, montar redes, intimidar emulando los sonidos de animales y acechar. Requiere mucha perseverancia y paciencia, pero los Bayaka parecen no molestarse en ningún momento independientemente del resultado.
Es plena mitad del día ya, el calor brutal comprime y la humedad desintegra el cuerpo. El aire es tan denso y tórrido que respirar es difícil. Finalmente, en uno de los tantos intentos, un animal cae en una de las redes. Es un duiker azul, un pequeño antílope habitante de esta selva. Atrapado en la red, sin remordimiento alguno, los Bayaka lo desnucan y lo meten dentro de una canasta para ir por más.
Mientras seguimos avanzando por este espacio imposible, no dejo de deslumbrarme viendo a los Bayaka en acción abriéndose paso através de él. Se desplazan ágilmente caminando por troncos, trepando por las ramas, colgándose por las lianas como perfectos acróbatas en este circo de enriedos. Donde yo no veo más que un entorno monótono pintado de millones de variaciones de color verde, ellos, con una agudeza visual de absoluta precisión, son capaces de distinguir a varios metros de distancia, aquellos rincones donde se encuentran los grupos de hojas comestibles. De la misma manera, en el colchón de barro, ramas y hojas donde caminamos y todo resulta indistinguible para mí, ellos encuentran aquellos hongos no venenosos que tienen nutrientes esenciales para su alimentación. Son siempre las mujeres mayores quienes le enseñan a los más pequeños con mucha paciencia cómo distinguir lo bueno de lo malo. Estos últimos prestan plena atención y copian lo que ven. Así pueden transmitir el conocimiento de generación en generación para seguir sobreviviendo aquí aprovechando todo aquello que la selva les provea.
Una vez habiéndose abastecido de la mayor cantidad de provisiones posibles, queda un último ritual antes de finalizar el día: la bendición de las redes. Las mujeres las echan sobre el piso y paradas frente a ellas, comienzan a cantar, gritar y escupirlas por algunos minutos. Luego de esto, es hora de emprender la vuelta a casa, ya es media tarde y los días en el trópico son cortos.
La vuelta es igual de larga y en ella se respira el mismo aire de energía positiva mientras abriéndonos paso entre la espesa vegetación, la conversación y el canto se reanudan durante la marcha. Todos están contentos, ha sido un día muy productivo. Camino a casa, ahora nos detenemos en las corrientes de agua, donde los Bayaka se refrescan bebiendo agua de copos que arman plegando hojas.
Aunque lo más espectacular es ver a los niños arrojarse al agua y de pronto, darme cuenta que del ruido errático del simple chapoteo, comienzan a surgir melodías creadas por los orquestrados golpes con sus palmas sobre la superficie del agua. Música con agua, lo había visto en documentales y ahora, allí delante mío, los niños están tocando sus obras para mí. Es tan lindo que me emociona. No sólo por las melodías fantásticas que crean y su perfecta sincronización sino por el goce profundo que veo en ellos al hacerlo. Si todos los niños del mundo lograran disfrutar tanto como lo veo en ellos, sin dudas este mundo sería más sano.
Es el final de la tarde. Ya estamos casi de vuelta en la aldea pero antes de llegar, ya sabiendo cómo volver solo, los dejo a ellos que continúen para quedarme unos minutos sentado en la selva al borde de un arroyo a reflexionar sobre lo que he vivido hoy. Pocas veces en mi vida me he encontrado en situaciones en las que no he tenido control alguno de mi ubicación, y probablemente ninguna en la que he perdido todo sentido de la orientación. He pasado un día completo andando por esta selva impenetrable y durante todo el día no he sido capaz de discernir hacia dónde, ni por dónde he caminado, en qué dirección, ni qué distancia. De no ser por los Bayaka, de haber sido dejado solo allí, sin dudas hubiera sido el final de mis días.
Lo que también sé, es que todo el cuerpo me duele, tengo cortes por todas partes, siento fuego en los tobillos y ahora, remojando mis piernas en el agua intento mitigarlo. Tengo inflamados todos los músculos, a excepción de aquellos que utilizo al andar en bicicleta y he tenido que hacer un esfuerzo enorme por poder seguirle el paso a los Bayaka, quienes continuaron hasta el final con la ligereza de quienes salen a dar una vuelta por su barrio para pasear al perro. Pero la felicidad me desborda, ha sido uno de los días más extraordinarios de mi vida. Un capítulo más en este libro de cuentos en el que me he metido y necesito pellizcarme para creer lo que estoy viviendo.
Ahora ya estoy listo para volver a la aldea y pasar una noche más en compañía de esta gente tan increíble con la que tengo suerte de estar conviviendo.