GIVE ME!

ADVERTENCIA: muchos de los comentarios y opiniones que leerán a continuación podrán resultar muy ásperos, pero prometo que son el más fidedigno reflejo de la experiencia frecuentemente miserable de cruzar Etiopía en bicicleta. Dada la radical diferencia que existe entre quienes viajamos en bicicleta por este país (y de aquellos que andan por el mundo a pie),con los que viajan por medios motorizados, no me siento particularmente predispuesto a aceptar objeciones ni cuestionamientos de quienes no lo hayan atravesado de la misma manera.

En Gondar, luego de poco menos de 200 km de haber entrado en Etiopía, es donde la ruta que había planeado se separaba del camino que hacen virtualmente todos los ciclistas que pasan por aquí. Si bien esto involucraba casi duplicar la distancia que nos llevaría cruzar el país, alejándonos de las comodidades de la ruta principal, llevándonos por caminos muy duros y en mala condición, lo cierto es que la ruta del Tigray nos llevaría también através de uno de los rincones más apasionantes de la cultura local. Al mismo tiempo, confiaba en que al ir más remoto y por corredores donde casi no se ven extranjeros nos haría la vida mucho más fácil en este difícil país. Creía mal.... 

 Cultura tirapiedras

Desde el comienzo sabía que el corredor entre Gondar y el Tigray no sería fácil, tan sólo ver la forma de este camino en Google Maps intimida. La primera parte, los 350 km desde Gondar a Axum, bordean la totalidad de las famosas montañas Simien y se los conoce como “La ruta de los italianos”. La misma fue construida por el ejército de Mussolini en los años 30'como parte del plan de invasión de Etiopía entrando desde Eritrea, país que ya estaba bajo su control. Por otra parte, tampoco tenía referencias, ni había encontrado información de ningún ciclista que haya hecho esta ruta* de modo que en ese aspecto íbamos hacia lo desconocido, pero la certeza que sí tenía era que cruzar las Simien no podía ser nada menos que espectacular y así fue.
Ni bien salimos de Gondar, situada a poco más de 2000 m de altura comenzamos el largo y paulatino ascenso de 100 km hacia Debark, y paradójicamente, fue con este ascenso donde comenzó el descenso al infierno etíope. Niños y niñas, si es que así se puede llamar a estos malditos demonios hijos de puta desprovistos de cualquier sentido del respeto, se volvieron la peor de las pesadillas imaginables. Legiones de ellos, entre los 4 y los 12 años, salían corriendo salvajemente de las casas al vernos venir con el fin de hacernos la vida miserable. Ya no eran gritos, eran alaridos, algo que sólo puedo definir como síndrome de histeria generalizada.

Comienza con el primero que nos ve y su grito detona a todos los que lo rodean, quienes al gritar en conjunto detonan al resto dentro de las casas circundantes, quienes al sumarse eventualmente detonan a los que vendrán en las casas siguientes. En cuestión de segundos solamente, rodean completamente la bicicleta. El ascenso nos impide ir rápido por lo tanto no hay modo alguno de escapar. La manada de monstruos, por lo general no menos de 20 o 30 de ellos, de todos los tamaños, lo sabe muy bien, así es que se ponen a caminar a nuestro lado riéndose burlonamente y comienzan:

  • “you!you!you! Faranji, give me money!

  • give me clothing!

  • Give me shirt!

  • Give me mobile!

  • Give me shoes!

  • Give me pen!

  • Give me, faranji, Give me, Give me, faranji Give me.....you you you, give me, give, money money money, faranji, you you give me, you give me, you you you, give me money money money money!.

Es tan brutal la descarga de demandas que parece enfermizo y no van de uno a la vez, van los 20 o 30 al mismo tiempo, gritando con sus voces estridentes repitiendo lo mismo, superponiéndose unos con otros, los más pequeños copiando a los más grandes.Incluso cuando podemos pedalear más rápido no tiene sentido, nos corren. Etiopía tiene más de 30 records mundiales en atletismo y puedo asegurar que esto se refleja desde temprana edad. Estos demonios en plena pubertad ya son capaces de correr cabeza a cabeza con nosotros por centenas de metros y muchos nos pueden seguir hostigando hasta por 3 o 4 km mientras vamos rodando a 20 km/h! Pero lo más alucinante de todo es que no sólo lo hacen hablándonos o gritándonos “money, money, money....” sin hacer pausas, lo hacen corriendo descalzos, sobre el tipo de superficies que a cualquiera de nosotros nos haría torcer las rodillas del dolor con tan sólo pararnos en ellas. Sólo las bajadas a más de 30 km/h nos liberan pero duran segundos antes de que el infierno comience una vez más.

Al comienzo lo tomamos con mucha paciencia, tratamos de responder con humor haciéndoles bromas, jugando, tratando de divertirlos mientras pedaleábamos (con todo el esfuerzo físico extra que esto implicaba para nosotros). Muchos de ellos, los más pequeños, respondían acorde y se tranquilizaban, pero los demás no, querían más. Luego de seguirnos por varios metros, gritando e insistiendo como discos rayados, ignorando cualquiera de nuestras respuestas, unos optan por colgarse de la bicicleta para no dejarte avanzar, otros te empujan de costado una alforja trasera para que pierdas estabilidad y te caigas, otros intentan sacarte cualquier cosa que cuelgue de la bici.

Sin embargo, los peores son los de 10 a 12 años, los más listos (y cobardes), estos se mantienen unos 10 m detrás, y comienzan a tirarte piedras para divertirse; no piedritas, piedras de verdad. Cualquier reacción de enojo, disgusto e incluso furia de nuestra parte provoca una reacción en cadena de risas histéricas. Detener la bicicleta es inútil, al segundo que ponemos un pie en el suelo, el grupo de turno se atomiza en un abrir y cerrar de ojos, y al volver a sentarnos en el sillín se rearman inmediatamente para seguir con el hostigamiento.

¿Perseguirlos? Si tuviera que apostar, diría que ese es su fin. Nada puede divertirlos más porque saben que nunca los podrás agarrar. Mientras haces el papelón en público, de correrlos tirándoles piedras y gritándoles todas las puteadas imaginables, tu única esperanza es que se agoten al correr por no poder respirar de la risa que les causa. Al volver a la bicicleta, vuelven detrás tuyo también, siempre manteniéndose a una distancia a la que saben que no puedes tocarlos.

Por momentos, resulta evidente que el fin último no es que les des dinero, ni cosas, sino divertirse a costa de hostigarte. Al mirarles esas caras de odio con la inonecia completamente perdida, puedo fantasear que tienen “MALDITO/A” trazado en sus frentes y brillando en rojo.

Cuando alcanzamos un pueblo, más de un adulto que nos ve sufriendo una manada de salvajes que llevamos arrastrando a nuestras espaldas, se espabila y reacciona para sacarnos de la miseria. ¿Qué es lo que hace para ahuyentarlos? Levanta unas piedras del piso y se las empieza a tirar a quemarropa. Los niños salen finalmente despavoridos cuando un adulto local les tira piedras y esos no volverán más, pero metros más tarde, nuevas manadas esperan por nosotros. Esto es algo que llamo CULTURA TIRAPIEDRAS en su máxima expresión.

Las Simien

Durante este brutal giro de acontecimientos en el curso de nuestro bienestar, llegamos finalmente a Debark luego de dos días miserables. Allí se acaba el asfalto y comienza una interminable serie de ascensos y descensos brutales, a lo largo de un camino en terrible condición y donde encontramos la única motivación en el paisaje, pero por sobre todas las cosas, en la menor cantidad de gente que habita la región.

A poco más de 3000 m de altura, desde el final del asfalto, contemplamos una vista panorámica inmensa de cañones y valles verdes, ríos y montañas de formas piramidales cuya majestuosidad nos deja sin aliento, las montañas Simien en todo su esplendor delante nuestro. Es uno de los escenarios más espectaculares y únicos que he visto en el mundo. Tenemos un descenso, el primero de ellos, de más de 2000 m inmediatamente delante nuestro, por un áspero sendero de tierra que en forma de curvas y contracurvas caprichosas baja como una escalera sobre una ladera vertical.

Allí, mientras contemplamos la vista en paz, vemos a dos hombres armado con AK-47's (Kalashnikov) la famosa ametralladora rusa, pasar caminando cuesta abajo. Varios minutos después una mujer blanca baja caminando agitada cargando bolsas, y detrás de ella viene otro hombre armado. Se detiene a descansar y a conversar con nosotros. Nos cuenta que es de Inglaterra y es maestra, hace 12 años que vive en Etiopía, los últimos 8 en una pequeña aldea, donde es fundó una escuelita con los dos primeros cursos de la primaria. Luego de conversar un rato le pregunto:

  • Kathy, ¿qué hay con todos estos hombres armados?

  • Ah, es por los shiftas – responde relajadamente

  • ¿shiftas?

  • Sí! shiftas, bandidos – responde despreocupada y continúa - Esta región está llena de ellos, bajan de las alturas y asaltan a los vehículos que suben este camino porque van muy lentos. Les quitan todo. Por eso están estos hombres, son voluntarios de las aldeas que se turnan para protegernos de ellos, hace un tiempo atracaron a 4 vehículos consecutivos y hubo un tiroteo con muertos. Pero no se preocupen, ahora está tranquilo, mataron a Gebre, el líder del peor grupo y en la curva más peligrosa encontrarán a los voluntarios que pasaron recién.

  • Arrrghhh.....ahora me quedo más tranquilo, gracias Kathy – mi estómago estrujado

  • Ah, y no se les ocurra acampar que este lugar esta lleno de hienas y leopardos! - agrega

  • Aarrrgghhh ¿en serio? ¿Algo más Kathy?

  • Jajaja – se ríe. - si quieren pueden venir y acampar en mi aldea, tengo lugar en mi jardín, yo voy por el atajo pero los espero.

  • Allí estaremos!

3-2-1-0......Knock-out!

El descenso a la aldea de Kathy es brutal y lento por la condición del camino pero las vistas al atardecer son insuperables y voy alucinado disfrutándolo como un niño a pesar de que llevo el último día y medio sintiéndome extrañamente débil. Si hay algo que uno aprende al viajar por el mundo en bicicleta es a conocer su cuerpo y decido no preocuparme, pero sé que hay algo que anda mal conmigo que aún no sé qué es. Mientras quedo a la espera de que mi cuerpo resuelva o devele el misterio que se trae, nos detenemos a contemplar las impresionantes vistas que tenemos de las Simien al atardecer antes de llegar a la aldea. Nunca he visto nada similar y aquí, delante de ellas, caigo rendido ante su imponencia. Es en momentos como estos donde uno se olvida de las dificultados que a veces hay que atravesar para experimentarlos y hacen que las penurias dejen de ocupar un lugar de la mente que no les pertenece.

Al la noche, luego de acampar en el jardín de Kathy ya me siento decididamente mal. Me meto en la tienda e intento dormir pero quedo paralizado por el dolor de huesos y músculos y rápidamente comienzo a volar de fiebre. Paso una noche de perros en la que no puedo pegar un ojo por un horrible dolor generalizado. Sospecho que puede ser malaria, pero recuerdo que dos días atrás le sentí un gusto raro al agua que me habían dado en una aldea. No hay asistencia médica en muchos kilómetros a la redonda ni transporte de ningún tipo, con lo cual me queda esperar en lo de Kathy y ver si solo, con mi experiencia, puedo determinar lo que tengo.

Al día siguiente sigo paralizado del dolor general que apenas me deja mover y este hueso duro de roer finalmente declara el

knock-out por el resto del día.

Las únicas fuerzas que tengo son de emergencia y las debo usar para arrastrarme de la tienda al “baño”. En la aldea de Kathy, su casa es la única que tiene letrina, un agujero negro en medio del barro en un cuarto oscuro tapado de telarañas, el resto se descarga por doquier. Allí, me despacho más de 8 veces en una tarde con una diarrea que me deja hecho un estropajo, pero que al final día hace que la fiebre baje y pueda dormir bien. A la mañana siguiente me levanto estable y si bien sé que estoy corto de energías decido seguir camino.

El marido de Kathy, un etíope encantador, nos escolta caminando hasta las afueras de la aldea para ahuyentar a los niños salvajes. Al pasar por la calle principal podemos ver los ojos de frustración de las manadas de salvajes que nos ven salir escoltados por un etíope. De allí, continuamos hasta el final del primer descenso hasta los 850 m de altura antes de comenzar a subir una vez más. En ese momento me queda claro que voy al 10% de mi energía porque piso el pedal con todas mis fuerzas pero es como si no imprimiera fuerza alguna y avanzar cuesta arriba me resulta un esfuerzo descomunal. Aún así, llevo bien los trayectos sin gente, pero en cada aldea se repite la miseria de los demonios etíopes que no nos dan respiro hostigándonos. No me siento nada bien y lidiar con ellos me cuesta más que nunca, empiezo a tener sentimientos tan negativos y venenosos que creo que me voy a enfermar aún más, tengo el sentimiento espantoso de sentir que esta gente me hace mal a la salud.

Al final de un nuevo día de varios ascensos y descensos seguidos, me siento aniquilado del cansancio pero sigo en pie y nos toca el aún más duro trabajo de encontrar un lugar para acampar tranquilos, algo que en Etiopía es como encontrar una aguja en un pajar. Si a eso le sumamos la tarea de tener que movernos entre los árboles y las sombras ocultándonos de los niños como si estuviéramos jugando a las escondidas, es un ejercicio tragicómico, por no decir patético, pero creáse o no, le tememos a los niños. Casi en la oscuridad de la noche damos con una escuela rural que tiene un ala abandonada y la fortuna de una fuerte lluvia hace que los niños merodeando por allí se fueran a su casa para ya no volver. Nos metemos a hurtadillas y acampamos dentro de un aula abandonada.

Sin embargo, a pocas horas de acostarme debo salir corriendo en la oscuridad bajo la lluvia por más diarreas relámpagos. Obligado por la imposibilidad de contenerme, no me queda otro remedio que descargarme en diferentes rincones del patio de la escuela y dentro de las aulas que creo abandonadas. Una parte de mí siente culpa pero mi lado más oscuro reavivado por el continuo hostigamiento de todos los días piensa: “give me, give me...?“Aquí tienen estos regalos para cuando vengan a jugar a la mañana, pendejos hijos de puta! Tomen!”. (lean la advertencia en el encabezado si no la lleyeron!)

Me descargo una y otra vez pero mi situación no mejora y necesito iluminar mis deshechos y revolverlos para examinar si encuentro gusanos; no los encuentro, pero me quedo helado cuando los veo llenos de sangre. Esto sí que es un problema y ya sé que no es malaria, fue ese agua podrida que me dieron en la aldea, etíopes hijos de puta! No recuerdo algo similar desde la brutal diarrea que me agarré en Pakistán en 2006 donde perdí 3 kg en una noche. Sigo muy lejos de cualquier acceso a un hospital por eso decido darle una oportunidad a uno de los medicamentos infalibles que llevo conmigo en todos los viajes, la ciprofloxacina. A la mañana siguiente, la magia había funcionado una vez más, me siento estable y levantamos campamento antes de que los salvajes lleguen a la escuela.

La diarrea, que más tarde comprobaría que era una forma de disentería llamada shigela, se me ha ido completamente en cuestión de horas, me siento bien, pero he quedado extremadamente débil. No sé cuántos kilos he perdido en estos últimos 4 días pero entre el esfuerzo físico por este camino y la diarrea, he perdido todos y cada uno de los kilos que había ganado en Japón con tanto esfuerzo, y tanto esmero había puesto en conservar desde aquel momento. Me toco las costillas y siento piel y hueso, me siento desnutrido ahora que la disponibilidad de comida de calidad es nula. No sé cómo voy a completar este camino del infierno, pero al mal tiempo buena cara dice el dicho, y si uno tiene problemas es uno el que debe salirse de ellos. Solo sé una cosa, y es que rodeado de este increíble espectáculo natural, la idea de montarme en un camión no se me cruza por la cabeza ni dejando la mitad de mi intestino delgado, y me planto en que a Axum llego sentado en mi sillín aun con el culo a la miseria. Así enfrento lentamente a duras penas, la brutal sucesión de pasos de montaña, luchando con las piedras, el barro y los trogloditas, con Julia aguardando adelante como un conejo esperando a un caracol para jugarle una carrera.

Con el pasar de los días me repongo de a poquito y con las últimas vistas de las Simien, ya detrás nuestro, me paro de a momentos a contemplar la magia de estas imágenes que me hacen sentir infinitamente pequeño, ese hermoso sentimiento que tanto busco una y otra vez al viajar por el mundo. El paisaje verde y exhuberante ha cedido y dado paso final a la aridez de las tierras secas del Tigray. Del rojo al verde, miro hacia atrás desde la altura y cuento nada más ni nada menos que siete pasos de montaña comprimidos en los últimos 120 km, subiendo y bajando una y otra vez entre los 3000 m y los 750 m. Nos llevó 7 días cubrir los brutales 350 km de “la ruta de los italianos” que une Gondar con Axum y a pesar de haber estado enfermo y haber sido enfermados continuamente por los etíopes no me arrepiento. Contemplo la odisea desde la altura, me deslumbro con la belleza delante de mis ojos y mis pulmones se llenan con un aire de realización y me dejo invadir por esa paz que encuentro cuando compruebo una vez más por mi mismo, que hay más dentro nuestro de lo que sabemos.....

*más tarde, ya estando en la ruta, me enteraría que el legendario viajero en bici vasco Lorenzo Rojo, quien me escribió en esos días por pura casualidad, la había intentado en 2005, hasta que poco después de comenzarla, un piedrazo que le tiró un demonio etíope le pegó en la cabeza y lo forzó a terminarla en autobus.