El camino al lago Hövsgol nos dejó muy cansados. Pasamos 12 días y 648 km avanzando a un promedio de 35 a 45 km al día, pedaleando senderos de arena, barro, tierra con rocas, raíces, cruzando ríos con las cosas al hombro, combatiendo insectos endemoniados, comenzando a lidiar con un frío inminente y en mi caso un espantoso dolor de muela que no olvidaré nunca. Llegar a los insólitos 100 km de asfalto que separan el pueblo de Hatgal, en el extremo sur del lago, de la ciudad de Mörön, se sintió casi como una fantasía. Luego de tantos días duros, recibimos al asfalto con entusiasmo. Estamos mugrientos, cansados y sólo quedaban 100 km para encontrar una ducha y una cama para dormir. El asfalto siempre roba encanto pero lo cierto es que el paisaje hasta Mörön no deja de ser realmente increíble. Los espacios de bosque denso se van reduciendo y se vuelve finalmente a extensiones enormes de estepa, que ya en la primera de semana de septiembre comienza a pasar del verde al amarillo en varios sectores.
Con 38.000 habitantes y un puñado de calles asfaltadas, Mörön es una ciudad polvorienta al |oeste de Mongolia. Tiene buenos supermercados para reabastecerse, internet, un restaurant decente y una pensión sencilla pero cómoda donde darse una buena ducha y echarse en la cama un par de días a hacer nada. Eso fue lo que hicimos para recuperar energías antes de salir hacia un nuevo lago, el Terkhiin Tsagaan Nuur (si lo pronuncian bien de una les mando una oveja mongola de regalo)
El corredor de senderos que separa la ciudad del lago tiene aproximadamente 300 km y es una vuelta a lo grande a internarse en la estepa. A diferencia de las etapas anteriores, este sector es notablemente más montañoso, más alto y por consiguiente más frío. Ya no resultó ser el paseo que habían resultado las primeras semanas. Las pendientes eran notablemente más pronunciadas, los caminos más pedregosos y había al menos tres pasos por día de hasta 2300 m de altura. A pesar de ser más duro, al menos habíamos dejado mayormente atrás la pesadilla de cruzar ríos y la altura trajo consigo la desaparición de los mosquitos.
Las extensiones volvieron a ser enormes y reforzaron esa bella sensación de que Mongolia se disfruta mirando a la distancia, donde la vista encuentra descanso en la suavidad de las formas, la armonía de los colores y la rugosidad de las texturas. Tramos largos de hierba suave por la cual rodar sin dificultades mayores.
Escenarios visualmente enigmáticos que conducen a tierras desconocidas y aparentemente deshabitadas.
Pero que a la vuelta de alguna curva caprichosa revelan poblados de cuento increíblemente escondidos. Senderos largos que conducen a casitas con techos de colores vibrantes que en en un vasto universo verde aparecen como manchas de acuarela que estimulan la retina.
En un momento en el que me encuentro solo, me tomo un momento para visitar la cabaña de una familia. Un abuelo con su nietita me reciben con alegría y curiosidad, mientras la abuela me sirve junto al habitual té, un delicioso queso derretido muy parecido al provolone pero un poco más dulce. Habíamos pasado muchos días en la alta estepa frecuentando poca gente, estaba ávido de reecontrarme con los nómadas y pasar tiempo con ellos. En ningún lugar del mundo que visito, ningún paisaje, no importa cuán espectacular sea, significa mucho si paralelamente no experimento el país através del contacto humano con los locales. Son ellos a quienes busco entre tanto desborde visual. A través de la gente aprendo del país, lo entiendo más y me llevo algo más valioso dentro mío.
Pasaron varios días, no fueron extremos pero fueron más duros de lo que creíamos. Ya entrada la segunda semana de septiembre (equivalente a segunda de marzo en el hemisferio sur) Mongolia nos dió una introducción a su lado más inhóspito. Luego del último paso antes del lago, a 2350 m, hacia las 17hs la temperatura había descendido a -4C y el descenso fue penoso. Para cuando atardeció y habíamos acampado, el clima desmejoró a una velocidad estrepitosa y a eso de las 21 hs se desató una tormenta de viento y nieve con una temperatura de hasta -14C hacia las 23hs, cuando mi masoquismo de fotógrafo me llevó a salir de la carpa por última vez para hacer unas fotos. No duré más que unos pocos minutos hasta volver corriendo casi petrificado a enterrarme en mi bolsa de dormir.
Luego de aquél día el frío había llegado para quedarse y ya teniendo que pedalear abrigados durante el día llegamos al grandioso lago, una vez más, por su parte más remota y menos explorada. Fue una llegada emocionante porque no me esperaba que fuera realmente tan hermoso.
El Terkhiin Tsagaan Nuur no es un lago uniforme, común y corriente. Todo lo contrario, es más bien un salpicón de témpera de intenso azul profundo salpicado contra una alfombra verde. Allí llegó la despedida con Marek y nosotros decidimos quedarnos en la más absoluta soledad acampando en sus orillas.
El atardecer me dió tiempo para ascender un par de picos circundantes y experimentar uno de los atardeceres más emocionantes de todo el viaje hasta el momento. Vi los colores pasar de la frialdad del verde y al azul, a la calidez de un naranja rojizo que encendía los colores de la tierra.
Sobre aquel risco, tratando de contener el frío intenso, me quedé a ver cómo las estrellas tomaban el control del cielo a medida que una incipiente luna menguante caía rendida en el horizonte.
La noche profunda se cernió finalmente sobre nosotros, las estrellas habían ya dejado en claro quién reinaría aquella noche y bajo su esplendor dormimos en nueva noche helada. Momentos inolvidables, amigos. Experiencias fenomenológicas que jamás podrán borrarse de mi retina.
Luego del lago emprendimos el final de nuestro recorrido por la estepa en camino al desierto de Gobi. La magia nos acompañó hasta el último momento, pero desafortunadamente, un imprevisto nos desdibuja la sonrisa en cuestión de poco tiempo. En el momento donde más comenzaríamos a necesitarla, nuestra cocina, que ya venía dando problemas con el combustible mongol de pésima calidad, decide terminar con su agonía de varios días y colapsa completamente, dejándonos sin la esencial capacidad de cocinar. Me arruiné las manos tratando de revivirla pero no hubo caso, de ahora en adelante debíamos encontrar la manera de seguir adelante sin poder cocinar. Esto trajo una necesidad aún mayor de encontrar nómadas cada día para tener algún tipo de ayuda. Los días que precedieron al desierto fueron relativamente fáciles. Hay muchos gers en el camino y todas las noches encontramos ayuda. Nos dejaban cocinar o nos hacían comida, pero nunca teníamos problema alguno. Hospitalidad en su máxima expresión.
Los días finales en la estepa trajeron en consecuencia una profundo convivencia con la gente. Necesitábamos de ellos más que nunca y en ningún momento nos fallaron, pudimos depender sin sentir tan fuerte la impotencia de la falta de autosuficiencia. No hay nadie que entienda tan bien a un nómada como otro nómada. Los gers no tiene cerraduras. Tradicionalmente la puerta se deja deliberadamente sin trabas para permitir que cualquier otro nómada que se encuentra de paso tenga acceso libre a un refugio con comida si lo necesita en su camino. Cada nómada sabe que el día de mañana necesitará también la misma hospitalidad en su propio recorrido por eso todos lo hacen.
Saliendo de Harhorin en camino a Hujirt, la fertilidad del verde comienza de a poco a dar paso a la aridez del amarillo. Del césped reluciente a la arena seca y los arbustos secos, son relativamente pocos los kilómetros en los que ocurre esta bella transición. En ella, aparecen los últimos parches de estepa donde se aglutinan los gers. Es tierra de domadores de caballos. Es común encontrarse a los hombres yendo y viniendo a caballo con esas largas varas con las que adiestran hasta a los caballos más indómitos. Caballos cuya fama ha dado a Mongolia prestigio internacional. Desde los tiempos en que Gengis Khan los ha usado como medio fundamental para subyugar a medio planeta hasta el día de hoy, los mongoles son jinetes natos. Un mongol se monta en un caballo antes de aprender a caminar, los montan a pie, con o sin montura. Visto desde afuera la imagen es de una fusión total entre el hombre y el caballo. Pocas veces el caballo me ha llamado la atención como animal, pero aquí en Mongolia he aprendido a apreciar su verdadera belleza.
Los caballos son usados para todas las actividades diarias de los nómadas. Arrear ganado a través de las pasturas, movilizarse, usarlos como transporte para someter a otros caballos indómitos, etc. Las yeguas por su parte son el origen de la bebida nacional, el airag, una bebida alcohólica típica de Asia Central basada en la fermentación de la leche de yegua. Al igual que en Kyrgyzstán, donde en cada yurta en la cual paraba los nómadas me ofrecían (haciéndome sufrir) Kymus, aquí nos ofrecen su equivalente mongol, elairag. Rechazarlo, no es una opción. Es de extrema mala educación y muy mal tomado rechazar una invitación de un nómada. No es una obligación terminar todo lo que a uno se le invita, pero sí es un deber aceptarlo y probarlo. Fueron tantas las veces que nos invitaron airag que luego de un mes ya le había empezado a encontrar el gusto a esta inicialmente repugnante bebida.
Con los últimos atardeceres en esta tierra de jinetes prodigios nos fuímos despidiendo del idilio de la estepa para iniciar el tramo que imaginábamos como el más duro de todo el país, el cruce del desierto de Gobi.