Vida arriba de 4000 mts. Parte II

Días de hielo

Los días continuaban y los pasos no dejaban de sucederse unos a otros. A los tres del día anterior se sumaron tres más el día siguiente. Parecen ser eternos, cada vez más fríos, cada vez más duros; el cansancio se acumula, el paso es siempre lento, cada vez más lento, y sólo restan los suspiros de desazón cuando al final de cada bajada se avista una nueva subida.

  Es significativo ver que para los tibetanos, cada paso de montaña tiene un valor simbólico importante, no importa cuán insignificante parezca, no importa cuán común sea dentro de una serie de pasos, en el paso la gente, si la hay, siempre se detiene. Es como si consciente o inconscientemente supieran cuáles son las cualidades que hacen a su lugar en el mundo algo único. En dichos pasos no sólo nos deteníamos nosotros, con nuestro humilde espíritu de grandeza por el hecho de poder conquistar con sudor y sangre cada uno de estos pasos en bicicleta, sino también la gente local. La ínfima cantidad de tibetanos que se traslada  en pequeñas motitos a lo largo de esta ruta remota entre aldea y aldea también se detiene a contemplar la belleza del pasaje que los circunda.

 El clima tiene una gran influencia psicológica en el carácter de cada uno cuando nos toca enfrentar la adversidad. En aquellos días donde el sol brilla y el viento es poco, no importa cuán destrozado esté el camino o cuántas subidas haya,

el espíritu siempre tiende a estar de mejor ánimo que en un día de condiciones más crudas cuando el clima es una amenaza constante tanto a nuestro confort como a nuestra seguridad.

  Llegar al final de un día duro y acampar en un espectacular valle verde a 4400+ mts de altura por el cual los hilos de un río se filtran como venas fluyendo entre la tierra, y los despuntes de un atardecer idílico bañan de dorado el silencio de las montañas y provocan destellos que titilan sobre el agua, alimenta el espíritu, lo revitaliza y lo llena de energía.

 Pero una sensación muy diferente es la de amanecer al día siguiente, luego de haber terminado el día anterior con dicha imagen en la mente, habiendo dormido cual bebé calentito dentro de la bolsa de dormir, para asomar la cabeza y ver que durante nuestro profundo paseo por el subconsciente, el mundo se transformó de manera radical. Los copos de nieve hacían "tic tic" en el silencio al golpear el techo de la tienda y todo alrededor se transformó en el blanco más puro. Evidentemente, el día no sería fácil, y todas las sensaciones que provocaban las imágenes de un día como el anterior, se veían revertidas al opuesto en una mañana semejante.

  Desde aquel momento, los días se volvieron gélidos y avanzar cada día se volvió una proeza. Si hasta entonces veíamos 4 o 5 motos por día, hoy veríamos tan sólo una. De repente, entre tanta blanca soledad, comenzamos a apreciar la fauna. Los churis empezaron a aparecer tímidamente a los lados del camino. Bastaba con vernos a la distancia para empezar a correr despavoridos. Y con justa razón. La piel del churi provee una de las mejores lanas del mundo, y el exceso de caza ilegal ha provocado que de una población de un millón de churis en 1900 hoy en día queden tan sólo unos 75.000. Lo más triste de la trágica historia de animal tan bello que habita estas tierras gélidas y aisladas, es que no es necesario matarlo para extraer su lana, y aún así, lo sacrifican por ella.

En el silencio total, las águilas vigilan nuestro lento avance desde lo alto. Son enormes, son imponentes, las hay de a decenas. Se apostan a los lados del camino en su descanso y salen al vuelo al vernos aproximarnos, al fin y al cabo, qué animal en su sano juicio no debería temernos.....

 Avanzamos por un camino ya destrozado entre el barro, las piedras, la nieve, con mucho frío y en la soledad absoluta.

  Lo que anteriormente podía aún llamarse camino, se desfiguraba de a momentos en trazos de barro, agua, pastos y nieve. El camino desaparecía completamente y tocaba pedalear en la nada.

 Si bien por el GPS sabía que la dirección en la que íbamos era la correcta, no había indicio alguno de que fuéramos a llegar a buen puerto, y así fue como derivamos en un callejón sin salida, a un lado de un río que no teníamos modo ni de cruzar descalzos. Era demasiado profundo y el puente estaban roto. Avanzar en sentido correcto ya era lo suficientemente penoso como para sumarle avanzar 9 km en sentido incorrecto, lo que implicaba un total de 18km para corregir el error y un total de 27km para llegar nuevamente al punto correcto. En estas regiones y condiciones, semejante error cuesta no menos de medio día completo. Esto derrumbó nuestro estado anímico y nos trajo dificultades el resto del día. Estábamos en un desierto sin fin, perdidos y sin saber si podríamos cruzar los ríos.

  Reencontrar el rumbo a través de un sendero barroso y de rocas nos condujo por el otro lado del río para hacernos derivar en un nuevo río, una vez más, sin puentes. Toco descalzarse y cruzarlo empujando. No era muy profundo y era relativamente angosto. A pesar del frío intenso, al secarnos y ponernos las medias de vuelta y continuar pedaleando, dio tiempo a recuperar el calor. El problema vino una vez más unos pocos kilómetros adelante. Un nuevo río, esta vez ancho y profundo. Harían unos -4C y no quedaba otra que descalzarse de vuelta. Y esta vez fue duro. Las piernas se sumergieron en el agua hasta las rodillas, la corriente estaba fuerte y las rocas en el fondo no sólo perforaban los pies sino que trababan las ruedas de la bicicleta al empujarla. Al salir, mis pies se sentían como fracturados por el frío, blancos, no podía flexionar los dedos y sentía todos los músculos acalambrados. Me sequé lo más rápido que pude y me volví a calzar y tratar de saltar para irrigar, pero no fue fácil. Esperé a David y al rato continuamos pedaleando con el fin de hacer que la sangre irrigara. Llevó no menos de 20 min lograr recuperar el calor en los pies y que los músculos se distendieran. Realmente fue una de las experiencias más feas del viaje.

Al final del día alcanzamos unas casillas solitarias en el medio de la nada. En ellas vivían tres monjes, un joven maestro y sus dos pequeños discípulos. Este lugar es literalmente en el medio de la nada. Allí, el jóven maestro vivía hacía 3 años. Nos miraba con suspicacia desde la llegada, nos ofreció té de leche de yak y calor junto a la estufa, luego cocinó cena para todos, pero no parecía estar convencido de dejarnos dormir allí. Finalmente accedió y nos dejó tirar nuestras bolsas de dormir en el piso de un galpón de almacenaje de provisiones.

  Temprano a la mañana, me desperté al escuchar al pequeño lama de 14 años recitando los sutras, una y otra vez, sin cesar, en el silencio absoluto, en la semi oscuridad de un día que apenas estaba comenzando, sus plegarias eran reconfortantes para los oídos. La mañana estaba pálida y gélida y no había atisbo de que mejorara. La dureza del camino, el frío cada vez más intenso y el deterioro por el cansancio ya nos empezaba a afectar seriamente durante el día. Cada uno estaba tratando de llevar adelante la adversidad lo mejor posible, pero eso no resultaba fácil cuando quedaban aún más pasos por delante. Durante las primeras horas tocó remontar el más difícil de todos. El día estaba completamente gris, ventoso, nevado, no había modo de obtener algún rayo de sol que calentara el cuerpo y tocaba subir, subir sin fin; de esas subidas dolorosas, que no terminan nunca, que asfixian, que ponen cuerpo y mente a prueba. No es posible decaer en estas situaciones porque no queda otra que seguir avanzando para salir de ellas. Ya no hay absolutamente nadie en el camino, las horas pasan y la soledad es absoluta.

 Llevó varias horas alcanzar la cumbre a 4974mts. El paisaje era imponente, pero sórdido, de a ratos desesperante. No se veía ya el comienzo, ni mucho menos se veía un fin, era altiplano hacia todos lados, no había picos muy altos. sólo horizontes amurallados  por más y más montañas, allá a lo lejos, todo era inmenso, intangible, inalcanzable e impenetrable. La bajada era insoportablemente fría, uno quería tomar velocidad pero el frío era petrificante, se colaba por todos los intersticios posibles, sacudía el cuerpo. La nariz no se sentía, el cuerpo parecía ya no poder irrigar la sangre necesaria para llegar a la punta de los dedos y las manos estaban heladas. No había nada en el horizonte más que largos tramos rectos y no había nada ni nadie.

 Seguimos adelante. David estaba sufriendo muchísimo el frío y el cansancio. Queríamos detenernos a descansar pero no era posible. Parar a descansar implicaba congelarse. El frío se volvió restrictivo; al no haber refugios de ningún tipo no quedaba otra que seguir para que el propio cuerpo en movimiento generara la energía suficiente para dar calor. Pasaron varias horas más y un paso más pequeño, 4760mts, para llegar finalmente a la aldea de Martö casi de noche, derrumbados, agotados. En la aldea, que no tenía electricidad, nos alojaron unos tibetanos maravillosos, en su casa, adosada a un almacén. Allí nos dieron mucho de comer y una montaña de mantas para mantenernos abrigados durante la noche, pero ante todo, nos dieron ese afecto inconmensurable, casi maternal que tienen los tibetanos. Una mañana más y las condiciones seguían sin mejorar. La única calle y las pocas casitas que componen Martö estaban congeladas y el frío era penetrante.

   A estas alturas era difícil imaginar cuánto más difícil todo podría volverse, pero claro, siempre se puede estar peor, y al salir de Martö nos encontramos con un problema que había ocurrido muy temporalmente días antes. El frío era tal, que la transmisión de la bicicleta estaba completamente congelada de modo que los cables no respondían y por lo tanto no podían hacerse los cambios (de marcha), algo crítico para poder pedalear en regiones tan duras. La única solución que se nos ocurrió para poder avanzar era usar el agua hirviendo que David había cargado en su termo, mojar con ella la transmisión, descongelarla por unos segundos y acceder al cambio necesario antes de que volviera a congelarse. Esto era altamente trabajoso y complicado con lo cual nos obligaba a usar el cambio más flexible, aunque inadecuado, la mayor cantidad del tiempo.

A lo largo de estos caminos al infinito apareció un nuevo animal típico del Tibet, aún más tímido que el churi. El kyang, es conocido como el asno salvaje tibetano. Si es por apariencia parecen ser una cruza perfecta entre un burro y un caballo. Cabeza del primero, cuerpo del último. No es su belleza el principal atractivo pero es ciertamente exótico.

 Luego de varios kilómetros de nada y más nada, chupando frío, encontramos una tienda nómada donde una abuela recitaba plegarias contemplando el horizonte. Su hija y su nieta nos ofrecieron té de leche de yak. El viento sacudía la tienda y uno no puede hacer más que preguntarse, qué hace esta gente allí, cómo y de qué vive, y por qué.

 Pasada la media tarde, y luego de sufrir tanto el frío y los caminos sinfín, durante los días anteriores, el sol comenzó a salir antes de los tan esperados lagos. Fue como volver a nacer. El camino seguía siendo excesivamente duro, destrozado, pero ya estábamos próximos al lago y finalmente el sol brillaba encima nuestro. Manadas de churis corrían acompañando nuestro lento avance, la belleza de dichos animales es magnífica. Durante todo el día vimos tan sólo una moto pasar. Antes de llegar al inmenso Kyering tso una tormenta de nieve nos volvió a pasar por encima. Acampamos a 4380 mts cerca de sus orillas, y pasada ya la tormenta, una noche de luna, miles de millones de estrellas y una tormenta ya en retroceso decoraban un cielo prístino y simplemente inolvidable.

 La mañana trajo un nuevo día, radiante, apenas unas pocas nubes insignificantes, un sol radiante comenzó a inundar de luz dorada el profundo azul del lago, aún así, el frío se sentía hasta en los huesos. Todo nuestro equipo estaba cubierto bajo una gruesa capa de hielo.

 No había tiempo que perder, no se podía esperar hasta que el sol descongelara y secara las cosas. Una oportunidad de clima así no podía desperdiciarse. El avance junto al lago, si bien durísimo en términos de camino, fue un espectáculo alucinante como el imaginado. Kyering tso y Ngogoring tso son dos lagos casi pegados. El primero de color azul profundo y el segundo de color verde esmeralda. Ambos de agua trasparente como un cristal.

 Llevó varias horas completar el cruce de los dos lagos pero el día no podía terminar sin sus regalos. Al estar cruzando la orilla este de Ngogoring tso una tormenta brutal de viento y nevada se desata, apenas se puede avanzar, ya no sólo es el camino literalmente destrozado, es el viento que no deja movernos. Es insoportable, es agotador y desmoralizador. Avanzamos varios kilómetros más, ya no teníamos fuerzas, a tan sólo 30km de alcanzar nuestro destino final, el pueblo de Martö (igual nombre que la aldea de días antes) un camión nos levanta y nos transporta aquel puñado de kilómetros restantes.

El pueblo de Martö está al borde de una ruta bastante transitada y en buena condición. Era el final de nuestra travesía conjunta. De aquí en adelante a mí me quedaría al menos una semana más por más caminos remotos solo. David emprendería la vuelta a casa.

 Fueron semanas duras, que nos pusieron a prueba, no sólo individualmente sino como equipo. Estar sometidos a tantos rigores del entorno desde el comienzo, no fue fácil y nos llevó a momentos de encontronazos difíciles; pero a pesar de todo insistimos y prevalecimos. A pesar de aquellos momentos de choque, supimos sobrevivir y triunfantes alcanzamos nuestra meta en conjunto. Ahora me quedaba el resto solo .........