A veces uno trata de imaginar el peor escenario, hace cálculos a groso modo, calcula tiempos considerando las peores condiciones climáticas, de ascenso y de camino, pero hay momentos en que ni la experiencia ni la imaginación más pesimista bastan para obtener alguna precisión que se acerque a lo que vendrá. Y esto es generalmente lo que ocurre cuando uno se aventura "off-road" (fuera de camino), y la salida de Kasongdu en camino a Lingtsang por el "no camino", fue el ejemplo perfecto de la imposibilidad de prever cuan difícil puede resultar una aventura al extremo. No teníamos datos concretos de ningún tipo. Según mis mediciones aproximadas en Google Earth antes de partir, estimaba unos 11km de ascenso hasta la cima del supuesto paso, el cual seguramente estaría por arriba de los 4000mts, pero tampoco tenía datos específicos ni precisiones del terreno. Por muy difíciles que pudieran ser, 11km ni a David ni a mí nos resultaban algo intimidante, y lo mejor aún, el amoxidal vencido parece funcionar mejor que las medicinas vigentes; a pesar de que habíamos dormido con la luz prendida para que los ratones tibetanos no nos caminaran por la cabeza durante la noche, me levanté sin congestión y sin fiebre y me sentía en buen estado.
Saliendo temprano de Kasongdu a 3200mts de altura, seguimos las indicaciones por señas de los locales que nos despedían afectuosamente; todos señalaban adentrarnos en las montañas como bien tenía trazado en mi GPS, en dirección opuesta al Dri Chu cortando transversalmente una cordillera. El comienzo generó una de las peores cosas posibles, falso optimismo. Un camino empinado y pedregoso enroscándose en las laderas, pero al fin y al cabo un camino, marcó el comienzo del ascenso. Por el mismo transitan algunos campesinos locales en sus tractores, yendo y viniendo trayendo troncos de diferentes puntos de tala en las laderas inferiores.
Por allí avanzamos lento pero parejo, con el espíritu alto debido a la inusual presencia de dicho camino porque al fin y al cabo, cada kilómetro que avanzábamos era uno menos de una subida de la cual, esperábamos simplemente lo peor. Pero no pasarían más que un puñado de kilómetros hasta encontrar el brusco final a nuestra alegría. El camino llegó a su fin y de allí en adelante un sendero de barro empinado se metía en lo profundo de los bosques. Era tiempo de bajarse de la bici y comenzar a empujar. En condiciones así, cuesta arriba, no se puede pedalear más. El sendero comenzó a volverse más cerrado y diabólico con el paso de los metros, el ángulo de inclinación se volvía excesivo, y requería cada vez mayor esfuerzo empujar hacia arriba para mover la bici. Empujar tiene muchos problemas, pero el principal es que se comienza a usar músculos que nunca se ejercitan al pedalear, especialmente los del torso y los brazos que junto con algunos músculos de las piernas no tienen entrenamiento alguno. Inmediatamente todo el cuerpo comienza a doler, dichos músculos son obligados a la fuerza a salir de su eterno letargo, esto genera una demanda de esfuerzo que deriva en agotamiento rápido y fatiga muscular. La fatiga provoca la sensación de que el músculo se disuelve y pierde toda su fuerza hasta volver a recuperarse. Es necesario ir avanzando de a pocos pasos a la vez y detenerse para evitarla. En pleno camino encontramos un asentamiento de dos chozas de madera, la gente que vivía allí parecía alucinar nuestra presencia, sus rostros de alegría, conjugada con una falta de entendimiento absoluto resultaban divertidos. No podía creer lo que dos extraños del más allá estaban haciendo allí.
Era imposible entender sus dialectos y comunicarse, pero el lenguaje universal de las señas prueba ser infalible. Los gestos más genuinos de sonrisa y alegría delatan la belleza del alma humilde y sencilla de esta gente, que invitan a sentir un afecto y un confort inmediatos. Sus atuendos y peinados tradicionales, lejos de todo lo conocido revelan una profunda dedicación por la preservación de sus tradiciones más vernáculas, aún allí lejos en lo alto alejados de toda la civilización, la imagen y espíritu de su cultura se mantienen intactos.
Con gestos y señas nos hacían entender que lo que vendría, sería aún más empinado y se reían entre sí traviesamente; pero la preocupación y necesidad de ayudar al otro en desigualdad de los tibetanos, aflora inmediatamente cuando al retomar y y ver la pendiente de subida que seguía desmoralizaba a la simple vista de los ojos. En ese mismo momento, las mujeres mismas se pusieron detrás de cada uno y con una fuerza inimaginable nos ayudaron a empujar las bicicletas. Vestidas con sus polleras largas, sandalias y adornos no se daban por vencidas y por varias decenas de metros cuesta arriba nos brindaron una ayuda inconmensurable. Es imposible describir la sensación de gratitud que uno tiene, desborda el corazón, lo hacen desinteresadamente con el sólo fin de alivianar los obstáculos con los que el otro se encuentra en su camino. Finalmente se despiden y nuestra odisea continúa en solitario. A medida que las condiciones se endurecen nuestro humor va deteriorándose y la adversidad empieza a hacer su trabajo de a poco, socavando las bases de la energía de cada uno y por consiguiente los cortocircuitos entre ambos comienzan a surgir.
Empujar se vuelve extremadamente difícil, por momentos, se dan dos pasos hacia arriba y el empuje mismo que se requiere para mover la bicicleta con sus 50kg de carga, entierra los pies en las rocas sueltas y cuerpo y bicicleta se deslizan sin control cuatro pasos hacia abajo. Estamos cada vez más altos y la falta de oxígeno comienza a sentirse nuevamente, el esfuerzo embadurna al cuerpo con sudor y el clima ya no es cálido; ya uno no sabe si empujar con los brazos extendidos o flexionados, con el pecho reposando en el manubrio o lejos de él, mirar hacia abajo o hacia adelante, todo resulta doloroso e incómodo, el cuello, las piernas, los hombros, las manos. La sensación de no avanzar es profundamente desmoralizadora, se pasan los minutos y las horas y nada parece acercarte al final. El día estaba llegando pronto a su fin, llevábamos al menos 10 horas empujando para lograr un miserable puñado de kilómetros de ascenso, el clima comenzaba a desmejorar al paso típico e impredecible de las montañas. Ya no quedaba tiempo, había que encontrar un lugar o nos caería una tormenta inimaginable encima sin ninguna protección. Allí fue cuando en una suerte de milagro, aparece a unas decenas de metros cuesta arriba, una cabaña de madera vacía tipo refugio. No había tiempo ni para festejar ni para alegrarse, había que empujar lo más rápido posible los metros restantes cuando las fuerzas ya eran casi inexistentes, cuando lograr esos pocos metros con la amenaza encima parecía una proeza irrealizable. Al llegar, sólo restaba arrojar las bicicletas a un lado, saltar una suerte de valla y entrar corriendo a la cabaña. No sé si fue resultado de una alineación perfecta de los astros que hayamos llegado allí en ese preciso instante, pero en esos momentos me convencí de que la suerte existe y estuvo de nuestro lado. La tormenta infernal de lluvia, agua nieve y granizo que se desató al cruzar el umbral de la cabaña era sólo imaginable en una pesadilla.
Era el final del día, el cielo estaba ennegrecido, tormentoso y violento; por la ventana de la cabaña colgada de la ladera se podía ver el paisaje indescriptible del denso laberinto de coníferas que habíamos atravesado; se veía abajo, hundido entre los nuevos picos que ahora nos rodeaban al emerger de las profundidades del bosque. A pesar del mal humor que traíamos, David hizo uso de sus habilidades y en el hogar creó una fuerte fogata con las pocas maderas secas que había y eso nos mantuvo calientes hasta entrada la noche, cuando la oscuridad y el silencio eran tan intensos que apretaban los sentidos. No sabíamos cuánto nos quedaba por delante, ni cuándo ni cómo terminaría el infierno en el que nos habíamos metido; luego de un día así, era mejor acallar los pensamientos y tratar de descansar.
Al día siguiente continuamos el ascenso, empujando, hacía mucho frío, el mal clima continuaba y las nubes se paseaban envolviendo a los picos circundantes generando un intenso halo de misterio. La pendiente disminuyó pero lo que antes era un sendero ahora se había desdibujado en un inmenso pedregal de rocas sueltas y arbustos. Las lomas de ascenso se veían sucederse una tras otras al mirar hacia adelante. El final estaba ilusoriamente cerca pero ¿cuan cerca? He visto esta infinita sucesión de lomas repetirse decenas de veces en el pasado, escalando o pedaleando, y nunca lo que queda es poco.
Encontramos dos chozas más a lo largo del camino e incluso un par de osados tibetanos en moto que con una destreza inigualable sorteaban esta geografía del demonio, pero era muy difícil comunicarnos y obtener datos concretos, unos decían una cosa, otros otra y la verdad no estaba en ninguna parte. Sólo restaba seguir y descubrirla por nosotros mismos. Las condiciones seguían empeorando, estábamos inmersos en un mar de rocas, sin camino alguno, tan sólo había una dirección a seguir atravesando las lomas cuyas pendientes parecían ser el resultado de los caprichos de una naturaleza indómita y nuestro humor y paciencia estaban en estado muy delicado.
Nos llevó más de 6 horas alcanzar la cima del paso. El GPS indicaba 4600mts. Alcanzar la cumbre fue uno de los retos más increíbles y el regalo más grande hasta el momento, las visuales de un espacio tan inmenso como vírgen nos rodeaba, la sensación de realización es tan fuerte que se mete debajo de la piel, es como electricidad recorriendo el cuerpo. La belleza abruma, los picos verticales de roca comenzaron a despuntar a través de las nubes que danzantes se abrían dando paso al cielo azul profundo por encima de ellas.
Sólo restaba disfrutar de el descenso sobre un océano de rocas, la hazaña había sido superada. En los últimos dos días habíamos empujado contra viento y marea en condiciones inimaginables durante un total de casi 18 hs para cubrir entre 16 y 18km de distancia y sorteado el enorme desnivel de 1400mts, desde los 3200mts a orillas del Dri chu hasta los 4600mts metros de altura en uno de los pasos más recónditos y desconocidos del Tibet. Comprobamos que el paso era humanamente realizable, pero el camino, efectivamente, era inexistente.
Valles verdes, templos remotos y el reencuentro del Dri Chu
El descenso, por las desastrosas condiciones de las laderas nos llevó unas cuantas horas haciendo malabarismos con la bicicleta, y una vez alcanzados los valles verdes comenzamos a encontrar varias tiendas nómadas. Estábamos famélicos, no habíamos comido en todo el día y tomamos todo lo que los nómadas gentilmente nos ofrecían. Pan, tsampa y té con leche de yak. El camino reapareció y reaparecieron las primeras aldeas dónde al vernos pasar la gente sonreía con mucha alegría y una curiosidad hasta casi infantil. Nos invitaban a comer, a sentarnos con ellos, nos escudriñaban de arriba a abajo, procuraban que siempre tuviéramos comida suficiente y nos llenáramos.
Avanzamos lo más que pudimos, perdimos varios metros de altura y fue durante la bajada cuando caí en la cuenta de una muy complicada realidad. Los caminos exhaustivos en el barro de los días anteriores me habían molido las pastillas de freno. El trasero había quedado reducido a dos láminas inservibles y el delantero sobrevivía a medias. En el lugar más remoto y montañoso posible, lejano a toda posibilidad de bicicletería en centenas de kilómetros a la redonda, me había quedado prácticamente sin frenos. Con dicha preocupación, mientras el sol bañaba las colinas verdes y cuando las piernas ya se rehusaban a continuar, encontramos una casa al lado del camino donde un adorable adolescente de 13 años llamado Potseré y su hermana nos ofrecieron quedarnos en su casa junto al resto de su familia. Potseré logró explicarme en chino que él no tenía padres y había sido adoptado por la señora mayor, dueña de la casa. Su hermanastra de 20 años relucía una sonrisa dulce y tímida, vestía los accesorios tradicionales de su etnia, con una enorme piedra amarilla pulida y brillante montada sobre su cabeza, una piedra muy valiosa, pasada de generación en generación, las trenzas largas de su cabello negro con piedras turquesas y rojas incrustadas en ellas, una verdadera belleza autóctona.
El camino continuó en dirección al reencuentro del Dri Chu a través de una fabulosa serie de valles conectados a través de un paso tras otro, aterrazados, verdes, profundos, de geografía intrincada y donde el camino es un anécdota sinuosa extendida a lo largo de las laderas, subiendo y bajando continuamente, por momentos volviéndose un pantano donde las ruedas se pegan al piso y el esfuerzo debe duplicarse. Las lluvias no ayudan a mejorar esta condición, el cansancio acumulado a lo largo de los días comienza a sentirse, y ahora sumando el estrés de andar sin frenos. El tráfico era casi inexistente; las vueltas a cada curva, aparte de redoblar las dificultades del camino, regalaban lo inesperado; en una de ellas, una nueva comunidad monástica, con un enorme monasterio montado sobre la loma más alta de una montaña que surgía entre valles que calaban sus alrededores.
En la cercanía, las casas cuadradas y austeras de los lamas y sus discípulos se acomodaban colgadas de la ladera como si hubieran sido arrojadas al azar cual dados rodando hasta encontrar su posición final al detenerse. En la inmensidad del lugar, las estructuras monásticas se veían como puntitos rojos en una intricada geografía verde atravesada por las nubes.
Luego de varios kilómetros aparece el primer pueblo desde hacía varios días, Dzungo, donde una hermosa familia nos recibe y nos da de comer. En el Tibet no sólo se avanza lento por la dureza de sus caminos sino por que cada visita a una casa regala momentos mágicos que merecen ser vividos sin apuros. Entre madre y padre, nuestros anfitriones, se reparten entre atendernos y cuidar a sus dos hijitos, tomando turnos. Aman las fotos, posan felizmente, se divierten viéndose en la pantallita trasera de la cámara. Todos nos invitan a quedarnos! Si tan sólo uno pudiera quedarse a pasar más tiempo con cada persona que lo merece, uno nunca podría dejar el Tibet.
Seguimos avanzando hasta que milagrosamente el camino se volvió asfalto al menos por algunos kilómetros, algo inesperado y muy bien recibido a esa altura, el sol había salido de vuelta, esta vez radiante y de repente al emerger de otra agotadora subida, delante de nuestros ojos, inmenso aparece el gigantesco valle fértil por donde se abría paso el Dri Chu para seguir su curso. El descenso por un camino bueno, entre montañas aterrazadas ya dorándose por el sol y pequeñas aldeas, fue una delicia a pesar de tener que hacerlo cuidadosamente, y resultó energizante para ambos.
Alcanzamos el pueblo de Chönkhor donde pudimos comer nuevamente un tazón gigante de sopa de fideos tibetana y una montaña de momos. Si bien podríamos habernos quedado allí, decidimos que lo mejor sería alejarnos y acampar en ese increíble valle a orillas del Dri Chu. El final del día regaló colores dorados bañando enormes extensiones de pastizales amarillos haciéndolos relucir en esplendor, cielos azules intensos, sombras largas y profundas revelando el relieve de las montañas, seguidas por una noche de millones de estrellas. Casi como acampar en el idilio.
Al día siguiente nos propusimos llegar finalmente a Jyekundo cueste lo que cueste por mi necesidad imperiosa de llegar a algún lugar donde pudiera conseguir frenos, por la necesidad de encontrar un lugar donde poder higienizarnos un poco y por la necesidad de ponernos al día con el cronograma del itinerario que teníamos por delante, el cual ya estaba absolutamente atrasado debido a la dureza de los días precedentes. Había llovido toda la noche nuevamente pero el sol no tardo en salir luego de varios kilómetros desde la partida. Continuamos por el camino en muy malas condiciones, bordeando el Dri Chu hasta alcanzar lo que parecía un asentamiento fantasma.
Lo más hermoso de estos asentamientos es que parecen abandonados, pero detrás de los gruesos muros de adobe que refugian a la gente de uno de los climas más ásperos del planeta, se encuentra la misma gente maravillosa que en el resto de los caminos. Mientras caminábamos empujando las bicis buscando algo o alguien, una bellísima señora sale de una casa y al vernos, inmediatamente nos hace gestos para llevarnos dentro. En su cocina, exquisitamente decorada con los tradicionales símbolos religiosos del budismo tibetano, se filtraban por la pequeña ventana, los fuertes rayos del sol provenientes del exterior y reflejando en las decenas de cacerolas doradas prolijamente acomodadas en los estantes, todo el ambiente se teñía de colores. Su atuendo y sus piedras accesorias colgadas de su pelo iban a tono con la magia colorida del lugar. Allí, con la dedicación de una madre, nos cocinó un enorme almuerzo por el cual quedamos infinitamente agradecidos. La hospitalidad inunda el corazón, aquí no hay nada que pagar, ni cosas que se esperan a cambio, este es el más puro y genuino amor al prójimo, por el mero hecho de ser otra persona. Es difícil decirle adiós a esta gente. Uno quiere quedarse a compartir, quiere hacer algo para devolver tanto cuidado, tanta atención.
Varios kilómetros luego de partir se empezó a formar un profundo cañón. Comenzamos a ascender bruscamente por un camino que ya no daba respiros. Nos encontrábamos pedaleando cuesta arriba y abajo con pendientes absurdas, agotadoras. Queríamos llegar al desvío a Jyekundo, pero lo veíamos cada vez más lejos y más difícil. Mi preocupación por la falta de frenos se transformó en un gran temor cuando el cañón se había vuelto ya tan profundo y el camino tan estrecho, embarrado y alto que el precipicio a nuestro lado era espeluznante.
Ya no queríamos seguir. Alcanzamos el cruce a Benda donde encontramos el pequeño pueblo y allí pacientemente esperamos. Un camión de carga enorme pasó delante nuestro mientras exhaustos descansábamos al lado de una stupa. Su conductor, un alegre tibetano que partía en ese momento, se ofreció a remolcarnos los últimos kilómetros hasta Jyekundo. Lo mejor ya había pasado, sólo quedaba un corto estrecho poco interesante y no habría nada que lamentar. El viaje fue muy corto en distancia pero largo por las condiciones del camino y por la brutal tormenta eléctrica que se desató al anochecer. Daba miedo ver el horizonte electrificado desde la cabina del camión. En plena noche, lloviendo y con un frío que hacía rechinar los dientes, llegamos a Jyekundo. No sé veía nada por la falta de electricidad, las calles eran un barrial y no sabíamos hacia donde ir. Al menos la primera, larga y exhaustiva etapa había sido completada.