Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

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Un nuevo comienzo

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35 días en el primer mundo

He nacido, sido criado y vivido hasta los 28 años en uno de los llamados "países en desarrollo", aquella relativamente nueva manera, tan política e hipócrita, con la cual los economistas de los países ricos se refieren básicamente al tercer mundo. Soy un tercermundista de Argentina y he repartido casi toda mi vida entre el subdesarrollo sudamericano y el asiático, por lo tanto cada vez que visito el tan noblemente llamado "primer mundo", es cuando a mí me llega más que nunca lo que se conoce como un shock cultural, el efecto inverso que le puede provocar a muchos primer mundistas cuando se horrorizan al aterrizar en un país pobre, tan ajeno a ellos. El primero de todos los mundos, donde todo es ordenado, limpio y "civilizado"  (al menos a primera vista) es el que a mí me resulta realmente exótico y viniendo luego de ya varios meses en Africa, el choque es aún más pronunciado. 

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En el primer mundo nos hemos tomado 35 días de vacaciones para visitar a la familia de Julia, como también extender mi travesía cruzando el Atlántico hasta Canadá para visitar a mi hermana, mi cuñado y mis maravillosos sobrinos. Fue un mes hermoso donde he conocido a la hermosa familia de Julia y la he hecho parte de la mía. Hemos sido felizmente malcriados, hemos comido, engordado, nos hemos bañado con frecuencia diaria en duchas con presión y hemos disfrutado de la vida tan cómoda que se vive en la vieja Europa, aunque como buenos primer mundistas los europeos no hagan más que quejarse de todo lo que no tienen a pesar de todo lo que ya tienen. 

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Por eso no hubo de pasar mucho tiempo hasta que extrañara la simpleza de la vida en Africa, donde la gente tiene tan pocas cosas materiales que hay poco de qué preocuparse (aunque se lamenten habitualmente de no tener dinero); la vida transcurre a paso lento, las sonrisas frente a todo, incluyendo la adversidad, se encuentran fácilmente y nadie tiene que andar corriendo por el último dispositivo electrónico porque la vida se reduce a las cosas más sencillas. 

Por el contrario, la gente en Europa anda con cara de perro estos días, quejándose de la economía y la falta de trabajo, pero para entrar al Mac Store de Plaza Cataluña hay que hacer cola en la calle para comprarse el último Iphone 6 de 900 euros. Con esto no quiero decir que no haya problemas, pero también que la palabra "problema"  ya de por sí tiene otro significado para quienes venimos del tercer mundo, y mayor aún, cuando pasamos un tiempo considerable en el continente Africano, padre de todos los tercer mundos. Descubrir que es mejor vivir agradecido por lo que uno tiene y no preocupado por lo que a uno le falta, es una sana enseñanza que recibo todos los días de mi vida.

Me voy una vez más del primer mundo europeo y canadiense habiendo disfrutado de su maravilloso legado histórico y sus comodidades, habiendo recargado energías con la familia, pero el primer mundo raramente le aporta alguna enseñanza valiosa a mi vida. En todo caso, sí, me deja en claro hacia donde no quiero que siga dirigiéndose la humanidad, hacia la vida fundada en la acumulación de cosas, la insatisfacción permanente y el egoísmo. Me voy muy ansioso por volver a nuestra aventura, retomar la vida simple bajo el andar lento de las dos ruedas de mi bici, las acampadas, y los diarios encuentros con gente sencilla y despreocupada que todos los días nos abre su corazón a nuestro paso con una enorme sonrisa blanca. 

Hacia lo profundo de Uganda

Los primeros días de cruzar Uganda entre la frontera con Kenia y Kampala, antes de nuestro descanso, no habían resultado tan atrapantes. Fue una mezcla de mucho cansancio acumulado, una necesidad grande de llegar a nuestro impasse y también el hecho de que por mi llanta rota tuvimos que limitarnos al camino principal (con el horrendo tráfico que trae consigo), lo que nos impidió verdaderamente apreciar esa parte del país. La impresión con la que nos quedamos entonces no fue nada llamativa y con esa impresión volvimos sin mucha expectativa. Pero todo cambiaría rápidamente a los pocos días de salir de Kampala.

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Los primeros días después de retomar la bicicleta luego de un largo descanso son arduos, el cuerpo necesita ponerse a tono nuevamente y eso resulta difícil al comienzo. No obstante, salimos de Kampala llenos de energía y listos para adentrarnos en lo más profundo de Uganda. Tan sólo cuatro días de suaves pendientes nos lleva alcanzar las magníficas plantaciones de té en los alrededores de Fort Portal. Es un paisaje que nunca me cansa el de estas plantaciones donde quiera que esté en el mundo, colinas ondulantes con textura de lana y decenas de recolectores caminando con sus canastas a cuestas por los senderos, arrancando las hojitas que devendrán más tarde en una reconfortante tasa de té.

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Una vez pasado Fort Portal nos salimos finalmente de los caminos asfaltados, desviándonos por los senderos de tierra roja que conducen a través de la región de los enigmáticos lagos de cráter (crater lakes). Estamos ya a pocos días de cruzar el Ecuador y el verde intenso del trópico se acentúa con el gris oscuro de los nubarrones cargados de lluvia, mientras la humedad tropical nos impregna el cuerpo. Avanzamos por múltiples senderos atravesando aldeas sencillas rodeadas de montañas pintadas de plátanos, cuando de repente los claros de selva revelan estos magníficos lagos escondidos reflejando al cielo como un espejo. Formados hace milenios sobre lo que originalmente fueron volcanes activos, hay decenas, quizás centenas de ellos repartidos por toda esta región. Es difícil llegar a muchos de ellos, pero nos esforzamos haciendo cada desvío para poder disfrutar de estas vistas en el absoluto silencio de la selva.

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La gente en las aldeas nos saluda alegremente al pasar. Su vida está reducida al trabajo a mano de la tierra de sol a sol, pero aquí son las mujeres a quienes se las ve mayormente haciendo el trabajo duro de labrar, mientras los hombres generalmente charlan bajo la sombra de los árboles sino es que están bebiéndose los pocos centavos que ganan en algún bar del pueblo. Es una imagen que me pega en el ojo y se repetirá una y otra vez a lo largo de todo el resto de Africa. 

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Dos niños en la sabana

De los lagos de cráter desviamos directo hacia el oeste, ignorando una vez más la vía principal de asfalto para adentrarnos en el parque nacional Reina Elizabeth, donde las montañas quedan atrás y todo se transforma en la inmensa llanura de la sabana, alfombrada de hierba verde alta meciéndose con el viento suave, y decorada por acacias que sirven de sombrilla a los animales salvajes cuando deciden tomarse un descanso del sol. A excepción del crujir de nuestras ruedas contra el ripio, el silencio es absoluto, el camino está completamente vacío y el encuentro con los animales es inminente en cualquier momento. Elefantes, leones, leopardos, búfalos, monos, jabalíes, decenas de diferentes tipos de gacelas sabemos que todos deambulan en la proximidad y el primer encuentro con alguno de ellos es un punto de inflexión en la vida. 

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Nunca me han gustado los zoológicos, desde niño he podido percibir la tristeza de los animales encarcelados detrás de los barrotes de hierro y desde mi inocencia me costaba entender el motivo por el cual debían estar allí. Es por eso que aún de adulto me sigo oponiendo a su existencia. Y esperé, esperé años hasta llegar finalmente a la sabana, pero no iba a hacerlo en safari tampoco porque no les encuentro mucho sentido y aparte los precios irrisorios de los mismos los mantienen lejos de mi alcance. Por eso llegué con mi medio favorito: mi bicicleta y por varios días en Uganda (y por los meses siguientes por el resto de Africa) tracé mi propio safari en bicicleta eligiendo los caminos que cruzan la casa de todos aquellos animales sobre los cuales he aprendido en fábulas y documentales. 

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 El primer encuentro cambia la vida, te devuelve a la infancia en un abrir y cerrar de ojos. Una cosa es ver a un animal salvaje desde la seguridad de un camión con guías armados, como se hace en los safaris y otra muy distinta es estar frente a frente con ellos montado en una bicicleta. En un largo estrecho recto se nos cruza el primer elefante. Es tan grande que parece que podría bloquear al sol del atardecer. A ambos lados del camino todo parece vacío hasta que los grupos de gacelas, kudus, impalas, sables, pasan saltando entre la hierba cuando advierten nuestra presencia. Mas elefantes aparecen comiendo tranquilos bajo el sol dorado del atardecer. Miro a mi alrededor y me cuesta creerlo, me siento un niño de 36 años, lo soy, estoy deslumbrado por estos gigantes de la sabana en su hábitat natural, tan cerca nuestro, me ponen la piel de gallina pero por algún motivo no tengo miedo alguno y nos detenemos a apreciarlos con una curiosidad infantil. 

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 Durante un día entero cruzamos la sabana hasta llegar ya en la oscuridad y bajo la lluvia, a una aldea sin nombre de unos 300 habitantes, en su mayoría pescadores, sobre el lago Edward. No hay electricidad, no hay agua corriente, no hay infraestructura. El catequista del pueblo nos recibe con linterna en mano y nos conduce hacia una casita de barro donde nos dejará pasar la noche. Conversamos con él bajo las estrellas cuando decidimos caminar hacia los arbustos para hacer pis. De repente, una mano me toma del hombre y me dice: 

- Espera! A dónde crees que vas? - me dice un aldeano

- Quiero hacer pis, me voy allí que no hay nadie - le digo conteniendo las ganas

- Pero acaso no ves lo que tienes adelante? - me alerta

Enciendo mi lámpara, alumbro y me encuentro a una familia entera de hipopótamos pastando tan sólo a un puñado de metros!! 

 - Si te cruzas en su camino serás su cena - me dice riéndose. 

La fascinación al ver a estos mastodontes ahí mismo, delante mío, delante de mis ojos, es tan fuerte que me cuesta registrar al señor que me sigue hablando. Con Julia los miramos, nos miramos sin poder creerlo. Hipopótamos, delante nuestro, a tan sólo pocos pasos. Son enormes, hermosamente feos, pastan en silencio. Durante las noches salen del lago, atraviesan la aldea para comer y luego vuelven para pasar el día completo dentro del agua. 

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Dormimos en el más absoluto de los silencios y la oscuridad. Las noches en Africa hacen justicia al apodo del continente, el continente negro. Todo es negro cuando cae el sol en Africa, se camina entre las sombras, escuchando los susurros de la gente que aún deambula en las puertas de las casas pero que nos es imposible ver. Las linternas de baterías vencidas parecen luciérnagas en la oscuridad, el destello de una fogata en el centro de una casa marca un lugar donde poder comer; y cuando todos duermen, el silencio espacial es roto por los pasos de los hipopótamos en la hierba que seguirán cenando durante toda la noche. Los primeros rayos del sol indican la vuelta a la trabajosa vida africana, temprano a la mañana, a las 5, cuando el sol asoma en el horizonte y perfora con sus rayos por las ranuras de las endebles casas de madera y barro. El rugir de los hipopótamos es una alarma que no molesta y me recuerda que no estoy en la vida común y corriente, estoy dentro de una fábula, junto con Julia y nuestras bicicletas.

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Richard, nuestro querido catequista nos invita a pasear por la orilla del lago, el magnífico lago Edward, inmensamente azul, profundo, con los pescadores llevando sus largas balsas empujadas por un palo y el recorte en el cielo de las montañas del Congo al otro lado. Pero veo rocas, enormes, aunque me doy cuenta que no lo son cuando se mueven. Son los hipopótamos, docenas de ellos, flotan con sus ojitos y orejas fuera del agua, se sumergen para refrescarse y vuelven a salir. Los pescadores pasan entre ellos pero nadie se altera, viven en armonía. Es el primer momento en el que siento finalmente que estoy en Africa, Africa profunda, me impregno de este primer momento africano, aquel que estaba en mi imaginario. Es un momento de inspiración, de poesía. 

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Desayunamos con Richard y tan temprano como a las 7 am arrancamos un nuevo día saliendo de la aldea entre jabalíes y gente que nos despide con sorpresa. La sabana quedó atrás pero de allí pasamos a la selva, profunda, densa en vegetación, mágicamente silenciosa. La humedad nos empapa de sudor, estamos solos y vamos por un largo camino de ripio entre árboles esclavizados por las enredaderas. El sol calienta nuestras espaldas y un temeroso frente de tormenta pinta el cielo de negro delante nuestro. La lluvia cae en el horizonte y el viento arrastra el refrescante aroma de la tierra empapada a nuestras narices. Son momentos inolvidables.

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Continuamos por varias horas sin cruzar humanos ni vehículos en nuestro camino, aunque sabemos que no estamos solos, y es probable que incluso molestemos a los dueños de casa. No están acostumbrados a las visitas, son tímidos y cuando nos ven venir, cruzan corriendo de un lado al otro del camino.

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Tres días por el zoológico africano me devolvieron a la inocencia de un niño, una bella regresión a la infancia en la cual liberarse felizmente del pensamiento adulto y andar despreocupadamente divirtiéndonos como niños, en bicicleta. Son momentos por los que vivo, momentos por los que viajo y nunca quiero dejar de hacerlo. Tres días que nos costaron cero dólares, al contrario de los 200 dólares diarios por persona que cuesta un safari por aquí. No nos hemos alojado tampoco en las tiendas 5 estrellas de los campamentos hoteleros en la sabana sino que hemos dormido en el corazón de Africa con los africanos, hemos respirado su tierra, absorbido sus costumbres y hemos hecho nuestro un lugar al que pocos llegan por cuenta propia. 

 El parque queda atrás pero ya nadie me robará mi niñez ahora, aunque en los días que siguen nos toque enfrentar como adultos nuevamente, las brutales cuestas de las colinas que ya dibujan el horizonte en nuestro camino hacia la frontera con Ruanda.