Nunca deja de sorprenderme la velocidad a la que puede transformarse un camino. Luego de tres días de cruzar el parque Elizabeth por la sabana, seguida por la selva a lo largo de su bellísimo camino solitario lleno de animales, llegamos finalmente a una remota aldea donde las simpleza del camino plano abruptamente devendría en un infierno de pendientes resbalosas. Comenzaríamos el arduo camino hacia la remota región de los Virungas, aquel misterioso lugar donde Dian Fossey, la famosa zoóloga estadounidense pasó 18 años estudiando y protegiendo a los gorilas de la montaña.
Ocurre casi inadvertidamente que luego de pedalear 300 km en llano, nos encontramos de repente una vez más al pie de las montañas. Estamos en el lejano rincón suroeste de Uganda pedaleando por caminos de tierra que no figuran en los mapas, cruzando aldeas rurales donde la electricidad es un accidente, la tierra se trabaja a mano y las mujeres siguen realizando las tareas más pesadas mientras a los hombres sigo viéndolos charlando debajo de los árboles esperando el momento en que algún trabajito les caiga del cielo. Juntar leña para el fuego o para reparar los techos de las chozas, acarrear pesados baldes de agua, labrar la tierra a mano, por encima de ser madres, son algunas de las tareas habituales en la vida de una mujer en Africa sub-sahariana.
La época de lluvia avanza sobre nosotros, en cada aldea a la que llegamos la gente nos dice que el camino hacia la próxima es un infierno de barro. Algunos llegan con reportes de que el barro te llega hasta las rodillas y los camiones quedan atascados, pero a nosotros no nos queda otra opción, hay un solo camino hacia el lago Bunyoni y por allí iremos. El barro se hace presente inmediatamente pero afortunadamente no es profundo. Aunque podemos pedalear, las pendientes se hacen cada vez más fuertes y la concentración que hay que poner en hacer equilibrio para no resbalar y caerse, es grande. Mi doncella de hierro ha dominado el arte del barro definitivamente ya y avanza como legionaria sin caer.
Yo, por el contrario, llevo mi bicicleta tan cargada que me toca empujar en algunos tramos y debo hacer malabarismos para no resbalarme al hacer presión sobre el manillar. Por momentos le brindo a Julia imágenes de dibujito animado, resbalando en el lugar sin poder llevar la bici hacia arriba. Son días en los que avanzamos no más de 50 km diarios, las cuestas se vuelven increíblemente largas y pesadas, con pendientes abrumadoras y un barro líquido que salpica todas las partes del cuerpo. Los problemas del barro son varios. Por un lado se atasca entre las ruedas, luego el excedente empieza a acumularse sobre las alforjas volviendo a la bicicleta mucho más pesada, pero el peor problema es que al frenar tiene la capacidad de moler las zapatas de freno dejándolas completamente lisas. Finalmente cuando se seca, queda pegado como una piedra y hacer una limpieza de la bicicleta es tarea de un día entero.
Todo lo que nos rodea son montañas verdes habitadas por centenares de pequeñas aldeas que se ven en la distancia. La vida se reduce a lo esencial, los niños pasan rodando cuesta abajo en sus artesanales bicicletas de madera, otros arman camiones de alambre y muchos andan solitos corriendo detrás de una llanta vieja de bicicleta que deben mantener en movimiento enderezándola con un elemento delgado que puede ser un alambre o una rama. Es probablemente el medio de diversión universal de los niños en Africa, se lo ve una y otra vez en todos los pueblos y aldeas rurales donde se divierten muchísimo haciéndolo.
Una vez que el infierno del barro ha quedado atrás, nos encontramos ya en la altura. No creía que tuviéramos que llegar tan alto en estas colinas, pero sin darnos cuenta llegamos hasta los 2400 m de altura donde las vistas circundantes son sublimes. Uno vive por estos momentos donde el esfuerzo te regala las mejores recompensas visuales. Africa profunda, lejos de la civilización como la conocemos, la vida simple y las sonrisas grandes. Un descanso con estas vistas vale las mil y un subidas en el barro, porque el camino cansa el cuerpo a cambio de paisajes que pacifican la mente y el alma.
Entre las dificultades del camino y la belleza sublime del paisaje que nos rodea se nos pasan las horas del día avanzando no más que la mitad de kilómetros que solemos hacer diariamente. La llegada de la noche en el medio del camino es más un inconveniente que un problema. No hay lugar para acampar en estas montañas caprichosas, pero siempre hay un lugar en las aldeas donde la gente nos recibe con los brazos abiertos. Dennis, un maestro rural que nos encontró llegando a su pueblo en la más absoluta de las oscuridades, nos invitó a quedarnos en la iglesia local.
Mientras su encantadora mujer nos cocinaba una montaña de comida, Dennis nos contaba lo mismo que ya veníamos escuchando de otros maestros, que el gobierno llevaba 8 meses pagándole la mitad de su ya magro salario, lo que justificaban como un problema administrativo. Muchos docentes ni siquiera estaban recibiendo salario alguno y también eran conscientes de que nunca serían compensados cuando el problema se arreglara. Nosotros no nos vimos tan asombrados por semejante injusticia impune, tanto como por la sonrisa y las risas de Dennis al contar su historia. Esta capacidad, insólita a nuestra vista, de reírse de la adversidad que tienen los africanos, y seguir viviendo estoicamente es algo que se repetiría una y otra vez en todo el resto de mi camino por Africa. Una verdadera lección de vida. Más tarde llegó la comida y disfrutamos de una hermosa velada en familia iluminada por la tenue luz de una lámpara de parafina.
Nos lleva unos 5 días llegar al extremo noroeste del hermoso lago Bunyoni donde nos encontramos una vez más con el asfalto luego de días de pelear subidas y bajadas contra el barro. Pasados varios días de hazañas físicas la suavidad del asfalto es bienvenida, al menos por un rato, para darle al culo un respiro y compensar por la escasa cantidad de kilómetros que uno avanza por los caminos duros. Pero ¿qué tan duros pueden ser cuando uno se encuentra con los Virungas en el horizonte y ve a decenas de mujeres yendo y viniendo cuesta arriba con 40 kg de papas en la cabeza? Como siempre esta imagen que se repite al punto de ponerme de mal humor. Las mujeres al trabajo duro, los hombres rascándose las bolas con un cartón de vino barato. Hay que aplaudir a las mujeres africanas por lo que tan estoicamente soportan.
Nos faltan tan sólo unos 25 km hasta Kisoro y nos encontramos con algunas de las vistas más sublimes de los Virungas que ya se dejan entrever en un horizonte tormentoso cuyas nubes los tapan y destapan a gusto. En lo alto de la montaña antes del descenso final a Kisoro decenas de niños descienden de las aldeas para pasar sus días cerca del camino principal en busca de algún entretenimiento. Como en todo Africa hay muchos, quizás demasiados de ellos; traídos al mundo irresponsablemente, no tienen nada que hacer, poco que vestir y comer, son víctimas de una ignorancia que parece nunca agotarse en estas tierras. Pero aquí son buenos, inocentes, se matan de risa al vernos, no nos agreden, no nos molestan, se acercan curiosamente y disfrutan con tan sólo mirar a estos extraños viajando en bicicletas desbordadas de cosas.
Kisoro es una pequeña ciudad, tranquila si bien no bella, pero rodeada de las vistas más increíbles de los Virungas que la flanquean. Allí nos recibió el Padre John Vianney y nos cuidó por dos días en su iglesia. Estoy sanamente sorprendido por los curas de Uganda, tan simpáticos, tan abiertos (excepto cuando se trata de homosexualidad, pero eso es un problema de todos los ugandeses), tan desprejuiciados. No nos hablan nunca de ningún Dios, nos hablan de la vida en Africa, de los africanos, de política, de los problemas del mundo y de sus historias. Son gente como uno, no cargan con una cruz. Ciertamente, luego de haber hecho de las iglesias nuestra casa casi todos los días, cada vez me resulta más claro ( y es abiertamente reconocido por muchos) que los curas siguen el camino espiritual porque en esencia, es el escape a la pobreza y el acceso a una vida más digna. Los curas en Africa nos brindan ayuda y afecto, ante todo porque son africanos, la hospitalidad les brota del alma por naturaleza. La amistad con John Vianey fue el regalo de despedida de este bellísimo país que ha logrado deslumbrarnos a cada momento desde que salimos de Kampala. Uganda no ha parado de echarnos una sorpresa tras otra en nuestro camino, cada una mejor que la anterior, fue un país que me ha dejado un muy bonito recuerdo adentro, un recuerdo que sería muy diferente al de su vecina Ruanda, nuestro siguiente país.