Con la llegada a Lodwar salimos finalmente de la trampa de arena que significó entrar a Kenia cruzando por la huella que conduce a lo largo de la orilla oeste del lago Turkana. En esta pequeña ciudad creíamos que lo peor ya había pasado, pero la salida de Lodwar demostraría que tan sólo estábamos pasando a una nueva etapa muy dura en nuestro camino hacia Africa negra.
Mis referencias decían que si bien el camino hacia Lokichar no era bueno, al menos ya no tenía arena y no habría que empujar más la bicicleta. Sin embargo, lo que no decían era que sería tan pero tan corrugado y lleno de cráteres que no se podría pedalear a más de 5 km/h aún siendo completamente plano. Un nuevo infierno de sudor interminable comenzaba y más aún para mí. Semanas atrás, en el valle de Omo había descubierto una incipiente rotura en mi llanta trasera, pero no tenía otra opción que seguir debido a la imposibildad de encontrar un lugar donde cambiarla. Para cuando llegamos a Lodwar, la inicialmente pequeña rotura ya se había transformado en una raja visible. La rueda se estaba literalmente partiendo con cada kilómetro, lo que devino en un problema secundario peor. Debido a la rotura, tuve que desinflar la rueda a la mitad, ya que cuanto más presión, más se extendería la raja. Pero las ruedas Schwalbe necesitan un estricto alto nivel de presión para no romperse, en consecuencia tuve que cambiarla por la rueda china barata de 5 dólares que traía desde Sudán como repuesto. El resultado final fue quedar con una bicicleta cuyo peso aproximado de 70 kg en aquel momento, se vería incrementado horriblemente por tener que andar con la rueda semi desinflada y una llanta ya en vías de colapsar.
Puro amor
Nos llevó un largo e interminable día de 10 horas en el sillín llegar a Lokichar con el culo a la miseria. La interminable sucesión de pozos profundos, los insoportables serruchos (corrugado) extendiéndose por decenas o centenas de metros, los resabios de lo que alguna vez fue un asfalto ahora reducido a meros trozos de piedra filosos, me hicieron creer que probablemente, haber empujado 5 días en la arena no había sido tan malo. Sumado a esto, estar lidiando con los nervios de que por cada salto, por cada rebote, por cada choque contra las piedras afiladas, la raja de mi llanta se agrandaría aún más y me forzaría a tener que montarme en un transporte. Transporte que apenas existe, porque este tramo está desprovisto de todo, no hay más que desierto inhóspito, acacias y las últimas aldeas Turkana.
Ya entrada la noche llegamos a Lokichar, exhaustos y mugrientos, pero allí encontraríamos refugio en el orfanato Juan Pablo II, donde tres mujeres fuera de este mundo, la Hermana Josephine, la Hermana Bernadetta y la Hermana María se encargan de darle cuidado y amor a 85 niños Turkana y Pokot que han sido literalmente librados a la muerte por sus propias familias por tener discapacidades y malformaciones de diferentes tipos. Esto es considerado un peso y mala suerte en la cultura de estas tribus y la solución adoptada por muchos es dejarlos morir. Las tres hermanas nos dan una cama y mucha comida mientras nos cuentan las tragedias individuales de estos niños. Escucharlas hablar con la inmensa humildad y el intenso afecto de sus palabras me conmueve a la vez que me hace reflexionar sobre lo poco que hago por quienes más lo necesitan.
Al día siguiente la Hermana Bernadetta nos lleva a recorer el orfanato y nos presenta al pequeño Kep, un pequeñito tímido y encantador que sufre de hidrocefalia y varias malformaciones en las piernas. Cuando Kep nos ve, su reacción instintiva es la de arrastrarse hasta poder esconderse. Esto es el resultado de una familia que lo escondió debajo de una mesa por varios días para que finalmente se muriera. La Hermana Josephine lo rescató antes. Las historias como las de Kep se repiten una y otra vez a medida que conocemos más niños con diferentes tipos de aflicciones. Pero algo salta frente a mis ojos en cada intercambio que mantenemos con ellos: su sonrisa brillante, sus ojos llenos de ilusión, sus palabras que nos hablan de sueños, sueños que quizás nunca puedan cumplir pero que al menos no se privan de soñarlos. Es maraviloso. El trabajo de estas monjas es digno de mi más absoluta admiración y sobre todo una profunda inspiración para hacer el bien. Verlas junto a sus niños no es más ni menos que ver emanar puro amor de estas mujeres. Me voy conmovido con un nudo en la garganta y esta experencia quedará presente en mi cabeza durante todos los días que le siguieron.
De Lokichar en adelante nos quedaban aún unos 200 km hasta Kitale, pero este trayecto ya no era para tomarse a la ligera. En él, transcurre la transición entre país Turkana y país Pokot, tribus también archi-enemigas. Sin embargo, los Pokot, a diferencia de los Turkana, han adoptado oficialmente el vandalismo como medio de subsistencia. El resultado es una región áltamente peligrosa donde las emboscadas seguidas de atracos armados al poco tráfico que transita esta remota región ocurren diariamente. Habiendo consultado repetidamente con la gente local en Lodwar y Lokichar, todo indicaba que no tenía sentido alguno correr el riesgo inminente de un asalto. Aún si hubiéramos querido correlo no hubiéramos podido porque la policía prohibe transitar por allí sin escolta armada. Por eso es que en las afueras de Lokichar en el control militar, esperamos a ser ubicados en la caja trasera de un camión que nos llevaría hasta tierra segura.
Nos subimos junto a unas 30 personas más, la mayoría mujeres turkanas, algunos kenianos y dos militares armados. Las paredes del furgón son muy altas y vamos a ciegas. A juzgar por los terribles rebotes del camino, era fácil descifrar que era el mismo infierno por el que veníamos transitando. Cada vez que el camión se detenía, esperábamos lo inesperado manteniéndonos en absoluto silencio mientras los militares se elevaban por encima para ver el motivo de la parada. Eran momentos de altísima tensión. En una de las paradas decido bajarme a estirar los músculos y mantengo una conversación con el camionero. Me cuenta que odia este camino pero que se lo pagan bien, aunque una de cada tres veces que hace esta ruta lo asaltan. Continúa diciéndome que prefiere sin dudas no llevar escolta, porque cuando lleva escolta muchas veces hay enfrentamientos y muertos. Le llevó 7 horas al camión atravesar los 120 km de alto riesgo, nosotros nos bajamos destruidos físicamente, con todo el cuerpo dolorido de saltar y rebotar sin piedad contra las duras chapas del piso del furgón.
Al poco tiempo de bajarnos, ya de noche y lloviendo torrencialmente pedaleamos hasta el pueblo de Makutano, donde luego de varias vueltas a oscuras encontramos la casa del Padre Daniel y el Padre Cornelius junto a la iglesia católica local. Nos recibieron con los brazos abiertos y las brillantes sonrisas que caracterizan a los kenianos. Lo que inicialmente sería la parada de una noche, terminó siendo el descanso de 3 días, en el que en cada día que comenzaba nos persuadían con su alegría para quedarnos más tiempo con ellos. Los Padres nos dieron una habitación hermosa en su casa y nos alimentaron hasta hincharnos la panza durante toda la estadía. Durante el transcurso de esos días, tuvimos el honor de ser invitados a una boda tradicional keniana celebrada por ellos en su iglesia. Las mismas son un verdadero show de alegría, canto, baile ,diversión y emoción de sangre 100% africana, nada similar a lo que anteriormente había visto en las serias y aburridas versiones occidentales del casamiento católico. Los Padres nos vieron disfrutarla tanto y es tanto el afecto que creamos con ellos, que nos invitaron afectuosamente, a volver allí para que ellos mismos nos casaran. Si bien ninguno de los dos somos católicos, yo no dudé ni un poco en aceptar feliz su propuesta.
El domigo que siguió a la boda, nos invitaron a presenciar una misa muy especial celebrada exclusivamente para la gente de una aldea Pokot que invita a los Padres especialmente allí para conducirla. Junto a ellos vivimos también un tipo de misa tradicional católica pero de raíz africana que jamás sería posible en lo que, en mi percepción, es el tono oscuro y frío de las misas de occidente. Aquí todo es diferente, se respira alegría no culpa, hemos comido a lo grande, bailado, cantado junto a los Pokot, cuyas mujeres bailaban y cantaban formando un gran círculo a nuestro alrededor para homenajearnos a la vez que los hombres nos traían regalos.
Es un momento que recuerdo como los más felices de todo este viaje. Hemos llegado a Africa subsahariana atravesando enormes desafíos (y peligros) en miles de kilómetros y estamos sanos, estamos fuertes como robles, estamos felices como equipo y yo personalmente, por sentirme privilegiado de tener a una hermosa doncella de hierro a mi lado que vuelve a esta experiencia de vida aún más real que mis anteriores aventuras en solitario. Son momentos en los que al final del día, mientras veo el sol caer, miro al horizonte y me siento pequeño e infinitamente agradecido por poder tener la invaluable posibilidad de descubrir la maravilla que es este mundo y su gente. A pesar de todos los problemas y conflictos que existen, tengo la confianza en que los buenos y el bien siempre prevalecen. Junto a nuestros tan queridos y especiales Padres Daniel y Cornelius nos elevamos en el aire para celebrar esta felicidad y levitar de alegría!
Mi rueda tiene los días contados, la raja es enorme y ya veo asomar la cámara entre el metal. Pero no me importa, estoy feliz, lleno de energía y me propongo seguir con ella hasta Kampala hasta hacerla reventar, ya habría tiempo de reemplazarla durante el merecido impasse de descanso que vendría por delante. Todo se volvió muy fácil al salir de Makutano, el asfalto estaba perfecto, la disponibilidad de comida y bebidas permanente y a excepción de un tráfico insoportable de camiones kamikazees yendo y viniendo de Nairobi y mi bici ultra-pesada por la rueda rota, pasamos días tranquilos de pocas aventuras.
Dos días antes de llegar a la frontera con Uganda comenzamos a cruzarnos una y otra vez con jóvenes pre-adolescentes caminando semi desnudos vistiendo un delantal colorido, con la cara y el cuerpo cubiertos de polvo de tiza y llevando una vara. Al final de cada día, los encontrábamos rodeados de gente de sus pueblos cantando y gritando como en una especie de celebración. Poco tiempo después aprendimos que eran jóvenes de la tribu Bukusu y el mes de agosto es el mes en el que se celebra su circuncisión. Por un mes entero estos niños vagan por el pueblo, las rutas, vistiendo sus pocas ropas y con una cara de miedo que da lástima.
Y no es para menos porque el ritual es sangriento. La circuncisión se practica en público ante los hombres de su familia cercana y extendida y una tía ( no me pregunten por qué) quienes cantan, gritan, sacuden maracas y plumas, llegado el momento. El ritual, que se practica sin ningún tipo de anestésico, significa nada más ni nada menos que el paso a la adultez. Es por ese motivo que estos niños que devenirán en hombres, sostenidos de los brazos por sus padres, hermanos y primos, no deben hacer ni el más mínimo gesto de dolor y molestia en el momento de seccionamiento del prepucio. Sin fruncimiento de ceños, sin lágrimas, sin gritos, deben contener el intenso dolor como...hombres? Muchos tienden a romantizar la vida tribal, pero no es una vida fácil, es una vida dura y a veces de mierda, e incluyen algunas costumbres ancestrales que en nuestros días son muy difíciles de comprender.
Kenia tuvo un significado muy grande para nosotros, aún cuando fue un país en el que pasamos relativamente poco tiempo y lo atravesamos por un sector muy remoto que poco tiene que ver con la cultura de Africa subsahariana. Sin embargo, nuestra corta experiencia estuvo signada por un evento positivo tras otro. En su comienzo, fue sentir la inimaginable plenitud del simple hecho de dejar Etiopía, luego siguió la intensidad de la adrenalina en el cuerpo al sortear los peligros de la aventura por las magníficas tierras tribales del noroeste, y finalmente acabó con la maravillosa recepción que hemos tenido de la primera gente de Africa negra que conocimos. Kenia queda en mi corazón como el lugar al que definitivamente quiero volver como deuda pendiente, a pasar más tiempo y por qué no también, a casarme.
Días después, ya en las rutas de Uganda, pasamos los últimos 5 días antes del impasse, transitando las colinas suaves de las plantaciones de caña de azúcar, de plátanos y aguacates. Los colores del trópico comenzaron ya a aparecer en forma de exhuberancia verde, de tierra roja, de nubarrones grandes y negros cargados de lluvias intensas, y aunque estamos ya muy cerca del Ecuador, la altitud promedio privilegiada de 1200 m, hace que el clima no tenga la humedad intensa usual de estas tierras. Son días tranquilos, vamos lento, pasamos por el supuesto nacimiento del río Nilo en Jinja (aunque en esta región más de 5 lugares claman ese honor) pero no tiene mucho de interés. Los ugandeses que conocemos continúan mostrándonos más y más de este hermoso espíritu africano al que nos introdujo Kenia. Finalmente, tenemos el primer vistazo al magnífico lago Victoria antes de llegar a casa de Jan en Kampala, donde dejaríamos las bicis por un mes y medio de descanso. Nos espera una nueva boda y un regreso muy especial a nuestro amado Sudán, nos espera la familia de Julia en Barcelona y me esperan mis sobrinos en Canadá. Es un muy merecido descanso en un momento de plena felicidad. Y mi rueda, con casi 1000 km encima desde el comienzo de la rotura, colapsa felizmente por haber cumplido el duro trabajo de traerme hasta aquí, ya habrá tiempo para cambiarla, ahora sólo queda descansar.