Lo percibí desde un principio en Wadi Halfa, al caminar por sus calles de arena en aquella calurosa noche sahariana. Miraba a mi alrededor a las centenas de mercaderes que llenaban de vida el lugar, yendo y viniendo en sus impecables gallabiyas, y parecía como si todos fueran hermanos o al menos conocidos. Una atmósfera tan amena, tan familiar si se quiere, me era difícil de creer para un pueblo fronterizo. Era tan sólo el comienzo de dos meses de convivencia con la que probablemente es, (junto con los tibetanos claro!) la gente más maravillosa que alguna vez he conocido.
Humildad y orgullo son cualidades que raramente van de la mano. La realidad es que en general, una anula a la otra. Sin embargo, cuando me encontraba solo por un momento cuidando las bicicletas en el muelle de Wadi Halfa, una mujer envuelta en un colorido tob se acercó a hablar conmigo a demostrarme lo contrario. Su vestimenta me permitía verle tan solo los ojos por un lado, y sus manos y pies exquisitamente decorados con henna por el otro, pero el tono de entusiasmo y de dulzura con el que se dirigía hacia mí eran suficientes para revelar el espíritu alegre de su persona. Me preguntó en muy buen inglés con acento árabe:
- ¿Dónde vas a llevar esas bicicletas?
- Bueno, no las llevamos, “las pedaleamos” - le sonrío
- ¿Cómo pedaleando? ¿Aquí en Sudán, hasta Khartoum? - no le veo la boca pero sé que la tiene abierta de la sorpresa
- Claro, venimos desde China en bicicleta – sonrío sabiendo que no ha escuchado algo así antes.
- ¿Desde China??? ¿en bicicleta??? no, pero eso no es posible!! .. ¿que cómo? ¿que cuándo?.... ¿y Sudán? ¿Por qué han venido a Sudán?
- Bueno, es que me han dicho ya varias personas que los sudaneses son muy pero muy buena gente y no me quería perder de conocerlos porque viajo por el mundo en busca de conocer gente y aprender de ella....
Me mira contenta (se nota hasta detrás de tanto envoltorio) y con gran determinación declara:
- Es cierto, los sudaneses somos muy buena gente. Sí sí, muy buena gente en Sudán- repite. - Los van a recibir muy bien aquí. Mira, aquí te anoto mi teléfono y me llamás para cualquier cosa, en cualquier momento y a cualquier hora para lo que necesiten-.
Un comentario así en cualquier otra parte del mundo probablemente resultaría horriblemente pedante y sentaría la base de la principal sospecha de que eso no es verdad. Por otra parte, en los lugares que también se caracterizan por tener muy buena gente, lo más probable es que ningún local se anime siquiera a decirlo abiertamente. Sin embargo, el tono de las palabras con las que esta mujer lo dijo, y el modo, una mezcla de alegría, sinceridad pero sobre todo convicción, me demostraron que efectivamente se puede estar orgulloso de algo tan simple como ser bueno y no sólo no sonar soberbio diciéndolo sino tampoco necesitar callarlo por miedo a dar la imagen incorrecta. En palabras concretas, esta mujer no hizo más que confirmarme de antemano lo que efectivamente probaríamos todos y cada uno de los días que pasaríamos en Sudán con la gente más buena del mundo. Fue la primera vez de muchas otras que le seguirían, en los que la gente reconoce orgullosamente que la bondad desinteresada es una fuerte característica de ellos .
Sentirse una bendición
Ya lo he contado anteriormente, está escrito en el Corán: un invitado es una bendición. En casi todo el mundo, cuando uno es invitado a una casa ajena uno se siente como mínimo bienvenido. En el Islam sudanés, sin embargo, uno no se siente simplemente bienvenido, se siente como lo dice el Corán, una bendición. Son los sudaneses quienes detienen el mundo y te corren una montaña de lugar si es necesario, sólo por agasajarte. Pero no es un agasajo en forma de homenaje o idolatría como ocurre en algunas culturas, todo lo contrario, es el más hermoso de los regalos, los musulmanes te agasajan haciéndote parte de su vida misma, de su propia familia, y por familia entiéndase no sólo los parientes sino todo el entorno inmediato de amigos y vecinos.
Tan sólo al segundo día de salir de Wadi Halfa, nos encontrábamos pedaleando una pista de arena bordeando el Nilo a lo largo de sencillas aldeas nubias de casas de adobe monolíticas sin ventanas. No había más que inhóspito desierto a nuestro alrededor. Eran poco más de las 10 de la mañana y la temperatura ya pisaba los 50 C cuando decidimos buscar refugio bajo unas datileras cerca del río. Allí se acercó Hassan con una sonrisa curiosa a invitarnos a su casa a tomar el té con su familia. El té se extendió al almuerzo, el amuerzo a la merienda, la merienda a la cena y allí terminamos pasando 3 días.
La sombra provee el único espacio donde se puede respirar durante los largos, lentos y abrasantes días en los que el tiempo parece nunca pasar. Los gruesos muros de adobe de las casas permiten mantenerlas relativamente frescas en comparación, pero aún el calor es muy intenso dentro de ellas. Parientes, amigos y vecinos de las pocas casas aledañas van y vienen; las mujeres en sus brillantes tobs multicolores contrastando con los colores opacos de las casas, los hombres en sus gallabiyas y turbantes tan blancos que bajo el sol enceguecen.
El concepto de privacidad como lo conocemos en occidente aquí no existe, todos son una gran familia y las casas están abiertas a todos en todo momento. Las posesiones materiales son mínimas, la austeridad es total pero no es pobreza. Es una vida muy sencilla pero también muy digna. Tienen tan solo las cosas más esenciales para la vida; techo, comida y una fuerte comunidad de parientes, amigos y vecinos que estarán siempre para ayudarse los unos a los otros. Varias generaciones viven en una misma casa. La suegra de Hassan es muda, pero sonríe de felicidad por tenernos de visita. Su sonrisa resalta los surcos que tiene en las mejillas desde los ojos hasta el mentón, típicos de su tribu nubia. Le fueron trazados con un cuchillo a los 5 años de edad, como a todas las niñas con el fin de embellecerlas. Hoy es una práctica que ha casi desaparecido pero todas las mujeres de más de 50 años llevan estas características cicatrices que visualmente son muy impactantes.
Mientras me siento a la sombra en el patio de la casa, experimentando el descenso a los infiernos de las primeras horas de la tarde, miro alucinado a las famosas hormigas saharianas correr como locas del sol a la sombra. Son reales, como las he visto antes en documentales, no me lo podía creer, son unas hormigas tan plateadas y brillantes que me parece ver el reflejo de mi persona en su pequeños cuerpos. Son como diminutas balas de plata moviendose por la arena, es la cobertura reflectiva que desarrollaron para no freírse bajo este sol tirano. Hassan se ríe al verme mirándolas con la curiosidad de un niño.
Aprovecho para preguntarle qué le pasó en el pie, porque renguea y lo tiene hinchado como una pelota envuelto en un pañuelo negro. Me dice que antes de ayer lo picó de vuelta un escorpión cuando se levantó a la noche para ir al baño. Agrega con cara de queja: – estas porquerías están en todas partes, son malditos. Ten cuidado a la noche, nunca duermas en el piso y mira tus sandalias!. Por aquí están acostumbrados, pero Hassan tuvo suerte esta vez, lo pico en la planta del pie, sólo le causa un dolor insoportable y rengueará por una semana o más, pero gracias a la gruesa crosta de la planta de su pie no corre riesgo de muerte. De haber sido picado un poco más arriba, cerca de los vasos sanguíneos, tendría que viajar no menos de dos horas hasta alguna clínica rural a buscar el antídoto. El dolor no le impide seguir con su vida. Cuando la temperatura baja de los 55 C, nos vamos a nadar al Nilo, me asegura que ahora no hay cocodrilos, aunque antes de que me lo diga ya me he tirado al agua. Eso no le impidió nadar debajo del agua a escondidas sin que yo lo notara y tirarme de repente de los tobillos para regalarme un buen susto de recuerto. Hacia el final del día cuando el sol criminal comienza su descenso subimos a un médano detrás de su casa a ver la inmensidad del Sahara para recibir la tan esperada noche. A diferencia del Sahara egipcio, los fuertes vientos de aquí llenan el aire de partículas de arena, el sol desaparece mucho antes detrás de un horizonte turbio.
Pasada ya la pesadilla del día, las noches de 40 C se sienten frescas. Con la oscuridad llegan las únicas 4 horas diarias de electricidad. La gente sale finalmente de sus casas, las mujeres preparan el té y luego la comida, mientras los hombres sacan las camas de caño e hilos tensados al patio para socializar. Esta gente sí que entiende de dormir, las camas no tendrán colchón pero se duerme afuera mirando un colchón de millones de estrellas. La tele es un lujo que dura las pocas horas que dura la electricidad, todos se acuestan frente a ella para conectar brevemente con un mundo totalmente lejano para ellos. Yo espero el momento en que se apague para mantenerme felizmente desconectado de aquel mundo al cual no extraño. Prefiero que se enciendan las estrellas en mi tele, que la suave brisa sea la banda de sonido que rompa el silencio sepulcral, y dormirme soñando con que estas magníficas noches saharianas no se acaben.
Por supuesto que tuvimos que hacer un esfuerzo para irnos, porque Hassan , su familia y todos los vecinos nos insistían para que nos quedáramos una semana, un mes o quizás hasta un año, la cantidad de tiempo es irrelevante. Somos sus invitados, somos su bendición.
Kerma es un pueblo relativamente grande e igualmente detenido en el tiempo que las aldeas del camino. Como buen pueblo del desierto, sus calles de arena están desiertas durante el día, pero detrás de los coloridos muros de sus casas la vida, aunque a paso lento, transcurre puertas adentro. Amjid, un nubio que habíamos conocido en la casa de Hassan días antes, nos esperaba en Kerma para hacernos parte de la celebración de la boda de su primo. Como dije antes, los sudaneses te hacen parte de su familia e inmediatamente luego de nuestra llegada fuimos recibidos como tales. Familiares, amigos, vecinos que van de casa en casa a socializar pasan a saludarnos. Exclaman con enorme alegría y con una sonrisa brillante extienden la mano:
Ambas partes lo repiten no menos de tres veces mientras las manos derechas permanecen apretadas y las manos izquierdas se posan afectuosamente sobre el hombro del otro. Se puede ver en cada encuentro de personas, en las calles, las mezquitas, las casas. Las mujeres, por otra parte, se abrazan y se besan cariñsamente repetidas veces.
El paso lento de estos pueblos saharianos me cautiva. Viniendo de una sociedad que sólo se preocupa por correr y correr y correr hacia quién sabe dónde y persiguiendo quién sabe qué objetivo, estar en estos pueblos de andar lento me recuerda que es mejor detenerse que pasar corriendo, disfrutar de observar bien una cosa en vez de diez a la vez, saborear esa lentitud que nos permite apreciar lo que la prisa nos quita. Sentir la realidad de los encuentros frente a frente en cambio de la ficción social detrás de una pantalla. Vengo de un mundo supuestamente hiper conectado pero con conexiones cada vez más vacías de significado, y mientras camino por estas calles de arena y casas de colores sé que cuando me vaya añoraré esta desconexión con ese mundo del que vengo que quiere tenernos a todos corriendo.
Los colores de Kerma, no son un mero recubrimiento de las paredes de las casas, también se llevan en los tobs de las nubias, llenan la calle de color cuando una hilera de casas no ha sido aún pintada.
Están también en esas sonrisas puras y espontáneas que se dibujan en los rostros de los niños que se divierten con cosas tan simples como hacer rodar una cubierta usada evitando que se caiga.
Como broche de oro, las bodas nubias hacen de una noche un despilfarro de colores, de alegría, de música. Celebraciones como pocas, las bodas duran 2, 3, 4, 5 días en Sudán. Todos los conocidos de los novios y allegados asisten a ella. No corre ni una gota de alcohol en ninguna fiesta y sin embargo el estado de algarabía es total. Hombres y mujeres bailan canciones tradicionales hasta sudar la última gota. Solamente mirar a mi alrededor me llena de energía, de alegría, me invita a participar y a bailar con ellos y absorber sus colores para dejarlos dentro mío.
Llegamos al mausoleo de Koica en uno de los días más ardientes del Sahara, construido por el Sheikh Idris de Arabia Saudita en 1779, fue aquí en el Sahara sudanés donde eligió venir a morir. El resultado es esta hermosa estructura hecha de barro que se mantiene en pie hasta hoy en día no por haber tenido alguna protección especial sino por haber sido bien construida. Si bien está abierta a eventos islámicos, en la aldea donde se encuentra vive tan solo un hombre junto a su mujer, el señor Abdallah, quien luego de 30 años de vivir en Dubai trabajando de policía, decidió volver aquí a su aldea natal donde ya no vive nadie, y dedicarse a preservar el mausoleo y mostrárselo a las muy escasas visitas. Hasta en los lugares más recónditos hay gente maravillosa en Sudán, Abdallah, un verdadero señor, nos abrió el mausoleo y luego nos invito a pasar el bochornoso día de 57 C en una casona que solía ser un hotel, nos dejó descansar allí y nos sirvió té con galletas en bandeja de plata dos veces durante el día.
A simple vista, el Sahara y sus aldeas parecen completamente vacíos, pero hasta en los lugares que parecen más desérticos hay gente. Khandaq es uno de esos lugares, alejada varios kilómetros de la ruta a Khartoum, por un camino de arena que parece conducir a nada, esta antigua aldea nubia se encuentra en un privilegiado lugar en las orillas del Nilo.
Una estación de policía con no más de cuatro oficiales aburridos y unos 100 habitantes esparcidos entre las ruinas habitan lo que queda de esta aldea solitaria, que nos sirve de ventana a la antigüedad.
Allí fuímos recibidos por Abdullah, un hombre que nos recibió en su casa como invitados de honor. Esta gente del desierto no deja de sorprenderme con su calidez, su sencillez y sobre todo esa suerte de paz y alegría que llevan dentro. Tienen poco y nada de objetos pero a mi parecer lo tienen todo. Se les ve en los ojos que no necesitan más de lo que tienen. Al cenar bajo las estrellas en la casa de Abdullah junto con algunos vecinos disfrutando de sus historias de vida en el Sahara, las noches del desierto siguen siendo uno de mis momentos favoritos, aquellos que hacen que toda la tortura del día haya valido la pena.
Si bien nos invitaron a quedarnos a dormir en su bellísima casa de barro pintada de blanco, optamos por dormir en las camas de hilos que el jefe de policía dispuso para nosotros justo sobre la orilla del Nilo, bajo un árbol, donde la brisa del río nos mantenía frescos en estas noches calientes. La gran recompensa vino al amanecer cuando al abrir los ojos nos encontramos con un río bañado en color oro, al tiempo que unos locales pasaban lentamente arrojando redes para pescar desde un precario bote de madera.
Antes de irnos el jefe de la policía nos invitó a quedarnos, él mismo había pescado un enorme pez del Nilo y quería cocinarlo para nosotros. Me llevó hasta la orilla del Nilo para verlo. Los colchones que pusieron sobre nuestras camas estaban infestados de millones de chinches y para cuando me desperté tenía el cuerpo tan brotado de decenas (sino centenas) de ronchas que no podía dejar de rascarme compulsivamente hasta casi hacerme sangrar la piel. Preferimos declinar la oferta y seguir camino antes que dormir una noche más en esos colchones llenos de alimañas.
Una vez que la carretera a Khartoum se aleja del curso del Nilo, los últimos 300 km se vuelven realmente muy inhóspitos. No hay casi aldeas donde refugiarse, el calor de mayo es tan brutal que es como estar aplastado entre las planchas de una tintorería, y el viento, ese maldito viento que nos hace masticar arena como desgraciados y no nos permite avanzar nunca se detiene. Es imposible pensar que alguien puede vivir en estas condiciones, son días en los que estamos sufriendo tanto la aspereza de este desierto que me cuesta pensar que alguien puede vivir en estas tierras. Mis pensamientos iban y venían mientras librábamos batalla al viento cuando veo a un hombre solitario caminando con su camello en este inmenso e inhóspito oceáno de arena. Lo miro avanzar en el medio de la nada y no puedo entenderlo,
¿qué puede hacer una persona aquí?
¿de dónde viene?
¿hacia dónde va?. Se hablan tan sólo dialectos del árabe por aquí y no le pude preguntar nada, pero me quedé pensando en estos hombres, llevando estas vidas en tierras tan ásperas. Efectivamente vive gente aquí, es increíble, pero posible.
Unos kilómetros más tarde encontré una manada de camellos en la distancia, el calor y el viento eran tan fuertes que me costaba mantener la cámara en la mano, ardía. No parecía haber nadie alrededor hasta que del medio de la nada aparecieron sus dueños, envueltos en sus gallabiyas y turbantes organizando a sus camellos, llevaban su tarea a cabo como cuando yo camino por cualquier ciudad en primavera. No hablaban ni una palabra de inglés pero me dejaron que los acompañe en su caminata trasladando a algunos camellos.
La vida en el desierto más grande del mundo no puede ser simple. A lo largo del camino, una mujer que espera transporte para ella y sus hijos sobre la ruta, me pide un poco de agua para el más pequeño. Caminó con ellos 3 km para llegar a la ruta pasada media mañana cuando la temperatura alcanzaba los 50 C. A pesar de tener yo poca agua para mí, me detuve para darle lo que el niño necesitara. Al fin y al cabo hacía mucho que no me pasaba ningún vehículo y del sólo pensar en ellos esperando al borde del camino bajo este sol asesino sin ninguna protección me retorcía el estómago.
Al atardecer, otro hombre pasa a mi lado en su camello, estábamos cerca de su aldea de casas de barro, me mira en la bicicleta y se detiene, quiere una foto en su camello, suerte para él dar con un fotógrafo en bicicleta. El sol ya bajo bañaba el desierto en color dorado, las sombras de su camello se extendían por varios metros en la arena. Era uno de nuestros últimos días en esta larga travesía a lo largo del Sahara, me llevo imágenes y recuerdos memorables, lo que el sahara sudanés no tiene en paisajes hermosos lo tiene en esta gente tan increíblemente maravillosa que lo habita, es tan buena que parece tan extraplanetaria como el calor que hace acá. Hospitalidad y calidez en su más absoluta expresión.