Aventuras en el techo del mundo. Parte III

D10

Me había acostado con las esperanzas puestas en que la tormenta pasara durante la noche, y así es que con todas las energías, en búsqueda de una maravillosa fotografía del lago Yilhun Lhatso, salí de la carpa a las 6.30am para encontrarme con que los astros no se habían realineado y las nubes estaban peor que nunca dejando a aquellos magníficos picos de las Chola todos cubiertos por un sedoso manto de algodones en el aire. Luego de esperar más de 3 horas con paciencia, frustrado comencé a levantar campamento. Previamente ya me había despedido de Mantu quien a partir de hoy necesitaba ir más rápido para poder en encontrar Internet y poder hablar con la novia (menudo problema pobre!). El cielo apenas me regaló un parche de celeste y se aseguró de arruinar la postal diciéndole a las nubes que se quedaran quietas para que yo no pudiera tomarle una foto a las Chola... habrá sido una cuestión privada de la naturaleza, y cosas tan sagradas prefiero no cuestionarlas y así procedí a cargar la bici y emprender camino. En última instancia, siendo argentino y teniendo la suerte de tener en casa a algunos de los lagos más bellos del mundo, el Yilhun Lhatso no era nada que me quitara el sueño a pesar de su espectacular color esmeralda.

Luego del mezquino parche azul, el cielo se volvió a encapotar para nunca reaparecer y así comenzó un eterno, gris y helado día. Al salir de Manigango

hacia el norte, los valles se volvieron más vastos y silenciosos, la sensación de paz y soledad, en el sentido más bello de la palabra, se apoderaban de mí. Ya no hay pueblos en el camino sino tiendas de nómadas que se avistan a los costados al pie de las montañas, y sobre todo muchos yaks pastando en la más absoluta tranquilidad.

Avancé por varios kilómetros, tranquilo y en perfecta soledad ascendiendo suavemente, pero a medida que avanzaba las condiciones climáticas más duras se volvían. Aún así, me sentía fuerte aunque un poco cansado y el frío, el día más frío hasta el momento se empezaba a sentir. Quizás en este punto y con este clima, volví a sentir aún de manera más fuerte esa suerte de poder brutal que tiene la inmensidad del altiplano tibetano. La naturaleza marcando su supremacía, diciendo: "aquí tan sólo eres una pelusa ínfima qué vuela con el viento en este vasto universo que yo controlo". Es un aspecto psicológicamente muy fuerte de esta región, intimida. Luego de andar unas cuantas horas llegué al silencioso lago encerrado que marca la base del paso de Muri-La. Pacífico y enigmático con el agua planchada, indicador de una tranquilidad de dudosa estabilidad, y rodeado de un sinfín de colores bajo la tormenta que me rodea.

Cuando llegué a la base del paso con el cielo amenazador que me rodeaba, vi el interminable camino de tierra que tenía por delante, y ya siendo pasadas las dos de la tarde pensé que de pasar una camioneta le pediría que me remolque. No tanto por creer que no llegaría como por empezar a sentir más que nunca los efectos de no haber descansado ni un día desde que había salido. Estaba empezando a sentirme cansado y el frío y el viento no ayudaban. Pero en caminos remotos no se puede depender de los demás y me propuse ascender lento y tranquilo. El camino estaba destruido, así que no podría ir rápido por mucho que lo hubiera querido. Luego de un par de kilómetros de ascenso encontré un camión cisterna detenido. Los choferes me sonreían desde adentro, albergándose del frío, eran chinos así que pude intercambiar unas palabras. Me dijeron que querían llevarme con ellos, pero que el camión se les había roto y tenía que esperar. Pero no quería esperar realmente y sentía que venía bien así que continué. Curva tras curva, cuasi recta tras cuasi recta, interminable. A medida que ganaba altura más frío se volvía y el sudor en el cuerpo me obligaba a mantenerme en ritmo, bastaba detenerme tan sólo dos minutos para sentir el frío que comenzaba a filtrarse. Lo más fascinante de subir los pasos es poder redescubrir la inmensidad del paisaje desde lo alto a la vuelta de cada curva. En una de las curvas, veo un vehículo que viene bastante rápido, los miro al pasar y era una camioneta con 6 monjes adentro. Me miran, todo cansado y con la respiración acelerada y siguen, pero a los pocos metros bajan la ventanilla y me arrojan una granada directamente a mí! Pienso, qué mierda está pasando? monjes agrediendo!! Al avanzar miré lo que me habían tirado y era una paquete enorme de galletas. Sonreí y me comí medio paquete al instante. Las nubes destaparon a las Chola exponiendo su naturaleza brutal e imponente rodeadas de una tormenta amenazadora.

Me llevó 2 horas y media alcanzar los banderines de la cumbre de Muri La. Había pasado un sólo vehículo. Desde lo alto, allá abajo y a lo lejos veía en pequeñito al camión cisterna que aún no habían venido a rescatar. Difícil imaginar un rescate veloz en estas vastas regiones. El lago había quedado reducido a un puntito brillante en la distancia. A 4610mts de altura y con dicho clima no podía darme el lujo de quedarme mucho tiempo apreciando, estaba todo sudado y la tos por el enfriamiento ya me había comenzado a afectar de manera severa. Sólo quedaba la auto-foto y emprender el largo descenso.

No fue fácil descender con tanto frío. Cuando hace frío uno se encuentra con la dificultad de que el cuerpo está húmedo, y al ganar la velocidad del descenso sin tener la necesidad de pisar los pedales para generar energía y calor, sólo queda resistir el viento que se filtra por todas partes. Por ende, cuando uno cree que el descenso será simple y rápido, se encuentra con la limitación de tener que evitar congelarse y tener que ir frenando para no ganar mucha velocidad y dejar al cuerpo como a un cub0 de hielo.

Luego del largo descenso llegué a un nuevo valle con varias tiendas de nómadas esparcidas en las pasturas, donde decidí buscar un lugar para acampar. Los perros, a los cuales les dedicaré un apartado en el día que sigue, me amenazaban de muerte con sus colmillos a medida que me acercaba a la proximidad de una tienda. Por suerte, una joven tibetana volvía de juntar agua del río y le pregunté con señas si podía acampar cerca, me dijo que sí, y le gritó al perro hasta dejarlo tan sordo que se fue a su cueva.

Acampé a toda velocidad con la lluvia encima mío y me metí en la carpa. Pero al poco tiempo, el marido de la joven había venido a mi puerta, curioso y no me permitió de ninguna manera que me quede allí sólo. Felíz me fuí con ellos a su tienda. Ya era de noche, llovía y hacía frío. La tienda es bien espaciosa por dentro y no tiene otro piso más que el mismísimo pasto. En el centro, como es habitual, se ubica el hogar a leña y sobre el perímetro se desenrollan las mantas y colchones y se ubican las pocas pertenencias. Mientras ama (mamá en tibetano) cocinaba, apa (papá en tibetano) traía leña y los tres hijitos, sucios hasta el último centímetro de piel, correteaban por todas partes. Ama preparaba una especialidad tibetana que nunca había probado, una especie de morcilla morada y gris que se hierve y luego se come por dentro. A pesar de no tener ni la más remota idea de qué era el relleno, estaba deliciosa y no escatimé en devorarla. Mientras comíamos, una de las princesitas de la familia torturaba a su gigante mastín tibetano con mucho afecto montándose en él como si fuera un pequeño caballo. El único mastín bueno, quizás por lo viejo y vencido ya, que crucé en mi camino.

Luego de comer, prepararon mi colchón, extendido sobre el lado opuesto al de ellos y apa me dió una pila de mantas para abrigarme. Cuando me acosté, hasta se encargó de venir como un padre y ajustarlas sobre mí para que no tenga frío. Antes de dormir recitaron sus plegarias y se acostaron, todos juntos en un gran colchón, ama en un lado, apa en el otro y los tres pequeñitos en el medio. Arropados hasta el cuello y apretaditos dándose calor. Una imagen de ternura como pocas he visto antes.

Final del día: 73km

Total acumulado: 911km

D11

Amanecer. Los tibetanos arrancan sus largos días muy temprano. Yo intentaba seguir durmiendo pero apa y ama ya estaban despiertos a las 5.30am y daban vueltas por la tienda. Todavía era de noche, ama agregaba leña a la estufa. Los niños y yo seguíamos colapsados en los colchones. Una vez que la claridad del día inundó la tienda, amanecimos todos. La hermanita mayor intentaba despabilarse, la otra seguía colapsada en el medio, mientras el pequeñito le gateaba por encima. Una escena como pocas he capturado.

Era tan temprano que decidí quedarme a desayunar junto a ellos. Ama ya había preparado el té y el tsampa el cual no me quedó otra que volver a comer como con las familias anteriores. Veamos, por un lado tenemos el té que no es el té común que todos conocemos. El té tibetano es un té con alto contenido calórico y brutalmente grasoso; y contiene té, agua, un poco de leche, sal y un bloque considerable de manteca de yak que deja un gusto aceitoso casi permanente en la boca. Obviamente dicho té es necesario en una dieta para sobrevivir a la rigurosidad del entorno. El tsampa, por otro lado, es el alimento básico de los tibetanos y ocupa la gran mayoría de su dieta. Consiste en harina de cebada mezclada con el susodicho té. La proporción sólo los tibetanos creo que la conocen, ya que no hay nada escrito al respecto. La harina se echa sobre una proporción de té en el fondo de la taza y con los dedos pulgares se presiona hasta apelmazar todo formando una especie de argamasa gris levemente húmeda. No tiene prácticamente gusto y la sensación es la de estar masticando un bloque de tierra directamente cavado del suelo. Es difícil sonreír y ni hablar conversar, mientras uno trata de mandar esto al estómago luego de repetidas masticadas y pasadas de lengua sobre paladar y encías para despegarlo. Pero supone ser muy saludable y raramente suelo decirle no a la hospitalidad, así que feliz me comí la taza entera "tierra". En cambio, a las princesitas que ya correteaban por toda la tienda decidí darles las últimas galletas dulces que me quedaban de la granada de los monjes del día anterior. Estaban felices, no paraban de comerlas, y tratando de deglutir mi tsampa no pude más que comprenderlas.

El pequeñito, andaba como loco en su andador, pisando al pobre viejo mastín que con paciencia y cariño de abuelo se sentaba a su lado en guardia. Ambos, bajo la eterna protección de Su Santidad el Dalai Lama. Implica un riesgo inconmensurable para los tibetanos tener una imagen de su ser más amado, pero aún así, todos, en la privacidad de sus hogares conservan una imagen de él. A veces escondida, a veces expuesta pero todos lo veneran como a un padre y con buen motivo. El gobierno chino sin embargo, lo considera un enemigo íntimo del Estado y se refieren oficialmente a él como terrorista líder de un movimiento separatista de desestabilización de "la armonía y la paz que reinan en China". Trágico e infinitamente doloroso es el cinismo de la historia. A los tibetanos les puede significar la cárcel, el hostigamiento y la tortura ser encontrados con una foto de él.

De no tener límite de tiempo me hubiera quedado en este valle con esta familia por varios días porque es en el encuentro con la gente y en el compartir la vida donde encuentro lo más maravilloso de viajar. Es el acceso directo a conocer por dentro una cultura, más allá de los libros y lo que dicen los demás, más allá y tanto más lejos de las manoseadas atracciones turísticas que un país ofrece en su vidriera. Es en esa intimidad donde uno se acerca lo más posible a la esencia del lugar que visita.

Para el retrato de despedida los picos seguían ocultos tras las nubes y hasta el perro que me había querido devorar la tarde anterior vino a posar, no sé si con el fin de que no me olvide de él y se me erice la piel cada vez que lo viera en mis fotos o simplemente para anticiparme de lo que vendría. Y lo que vendría fue el infierno.

Un día de perros, un día a puro terror, porque no hay otras palabras para describirlo. El perro en cuestión, y dudo de corazón que a dicha bestia se la pueda llamar así, es el mastín tibetano, uno de los perros más peligrosos y violentos del mundo, famosos por su furia a la hora de defender a sus amos, su cuerpo musculoso y robusto, su color negro y cabellera leonina y su mirada tenaz.

Hasta hacía un día atrás, y a lo largo de todo el camino que me traía desde Shangri-la, los perros no habían representado más que las imágenes de una inimaginable pesadilla. Al pasar por las casas a los lados del camino, el andar de la bicicleta parecía alterarles un séptimo sentido que los llevaba a desatar una furia violenta y desquiciada, saltando así de su lugar con el fin de atacar. El impulso del salto y los ladridos eran tales, que al hacerlo, quedaban colgados del cogote en el aire y su cuerpo se daba una vuelta completa pivotando alrededor del cuello que a su vez se estrangulaba con la cuerda que los ataba, para luego caer al suelo, sólo para saltar nuevamente. Uno no podía más que agradecer ver este espectáculo con las fieras atadas.

Pero esa realidad cambiaría, porque al abrirse los valles inmensos del altiplano y ser la población principalmente nómada, ahora los perros estaban sueltos y por momentos el tormento era tal que la pasé realmente sufriendo. Porque lo que provocan estas fieras es terror. Al ir por el camino, sólo era cuestión de segundos entre avistar una nueva tienda nómada y su mastín disparando con fuerza de cohete directo a atacarme.

En esta instancia uno se encuentra con no muchas alternativas. Intentar ir más rápido que la bestia, con una bicicleta cargada, a más de 4000mts de altura donde el oxígeno escasea y casi siempre yendo en subida, es una tarea cómo mínimo, inútil, y peligrosa, porque las chances de ganarle son ínfimas. Entonces, sólo resta la única receta, detenerse a cero. Creo que pocas cosas que he hecho viajando requieren de tantos huevos como ver a un mastín tibetano enfurecido, ladrando y mostrando sus bestiales colmillos a medida que avanza con una furia incontenible directo hacia uno para atacarlo, y tener que detenerse. Inimaginable! pero aunque no lo crean efectivo. Lo importante es no detenerse mucho antes de manera que al arrancar de vuelta no retome la carrera, ni mucho después de manera que el mismísimo envión que trae lo lleve a colgarse de tu pierna. Hay que detenerse en el momento justo, y ese momento es cuando el perro ya está unos 10 metros adelante y uno ya les puede ver la espuma saliendo por la boca. La primera vez que tuve que hacerlo, dije internamente "ok, esto tiene parar....", me detuve y contuve la respiración, el corazón se me salía salía del pecho, tenía toda la piel erizada y las manos sudadas y esperaba lo peor. Mientras pensaba- qué hago ahora si me ataca?, bueno, lo contaría sin un pie supongo! Pero milagrosamente, casi como por hechizo al ver la bicicleta detenida, el perro llega a frenar sólo centímetros delante de uno y rodea ofuscándose; aunque yo creo que es pura desilusión lo que sienten. Una vez que el pulso se estabiliza se puede seguir adelante.

Así continué por el resto del día, al menos hasta llegar al pie del próximo paso. No hubo una vez que no sintiera miedo pero ya me estaba pesando tener que detenerme tan seguido, con lo cual me junté unas piedras. Para los perros de menor tamaño los piedrazos fueron efectivos, pero para los grandes no quedaba otra que parar.

Lo más curioso es que el mastín tibetano es un perro de tan buena reputación como protector y los de puro pedigree tan escasos, que son codiciados en todo China. Aquí, un mastín tibetano puro, puede costar hasta 1.000.000 rmb ( 155.000 dólares aprox)

A pesar de dicha molestia, no menor, y el clima que seguía gris,sórdido y helado, los valles se volvían cada vez más impactantes y espectaculares. Cuando los perros daban respiro, reinaba una paz total, entre ríos, yaks pastando y tiendas en la distancia desde las cuales los niños salían corriendo a saludarme.

Tanto niños como simpáticos mini-monjes que viven en pequeños monasterios a los largo del camino.

Pasada la media tarde llegué a la base del paso y estaba un poco cansado y con mucha tos cada vez que intentaba descansar, pero estaba aislado, no había tráfico más que algunos tibetanos en moto así que no quedaba otra que ascender otro interminable camino en desastrosas condiciones. A pesar de lo duro, lo llevé con bastante buen humor tal es así que faltando tan sólo unos 200mts para llegar a los banderines, me encuentro con un viejo camión detenido y tres tibetanos tratando de arreglarlo. Dos de ellos, completamente engrasados, se salieron del motor cuando me vieron venir y luego de recuperar la respiración intenté hablarles, pero no me entendían en chino así que sólo nos sonreímos, mientras me hacían gestos de "qué hacés en bicicleta acá con este frío, demente?". Antes de partir los miro cálidamente, señalo su camión roto, y con una sonrisa, me palpo los muslos, me palmeo el pecho y les digo "esto nunca se rompe". Creo que entendieron, sonrieron y me fuí.

Al llegar a los banderines a 4515 mts el escenario era brutal, una especie de desolación imponente. Una inmensidad majestuosa, fría, helada, casi glacial, un desierto de picos nevados, un sol impotente intentando asomar al cual los nubarrones le han despojado de toda su energía.

A pesar de estar muy bien abrigado no podía parar de toser, ya era insoportable. Era tarde y debía descender al próximo valle, pero se venía una tormenta encima y quedaba poca luz, no quería arriesgarme porque no estaba en condiciones de pedalear de noche. Acampé antes del anochecer en una pequeña planicie en pleno descenso. a 4400 mts al lado de una vertiente que necesitaba para poder cocinar.

Hacía tanto frío que me costaba estar quieto porque aún estaba húmedo de la transpiración del ascenso. Llovió agua nieve por un rato y luego en plena oscuridad me puse a cocinar. Entre haber perdido una parte importante de la cocina y tener que improvisar, y la altura, llevó como 40 minutos hervir el agua para los fideos que me devoré cocidos a medias. Ni bien terminé, dejé todo afuera y me metí en la bolsa a generar calor y tratar de dormir.

Final del día: 77km

Total acumulado: 988km

D12

Abrí los ojos antes pasadas las 6.30am y ya percibía la claridad del exterior. Hacía mucho frío y no tenía ganas de salir de la bolsa, pero pensaba que debía ser un día hermoso. Creía que el mal clima se había ido durante la noche pero fue ahí, mientras me despabilaba, que me percaté de unos "tic tic tic" sonando en el techo de la carpa. Ahí abrí la puerta y me encontré con todo lo opuesto. Estaba todo blanco y no se veía nada y el silencio estanco y ensordecedor era tan absoluto que parecía que el tiempo se había detenido y sólo quedaba el vacío.

El manto blanco estaba todo marcado por manchitas negras, y al mirar hacia afuera, de a momentos veía cosas que se movían a gran velocidad. Al poco tiempo me di cuenta, eran pikas y las manchitas eran las puertas de sus cuevas. La pika tibetana es como una pequeña marmota, gordita, de una agilidad impresionante. Parecían moverse de cueva a cueva en milisegundos. Con semajante nevada no podía pensar en salir, así que sólo me tocó hacer tiempo hasta que parara un poco. Me pasé casi 3 horas varado, mirando pikkas hasta que pude salir y ver todo blanco a mi alrededor y reproducir la misma foto de la tarde anterior

Arranqué continuando con el descenso que había cortado el día anterior. La verdad es que a veces uno siente que nada le viene bien o que los azares del destino están configurados contra nosotros. Cuando uno comienza un día en subida, como comenté días atrás, uno se lamenta y reniega pensando -"por qué no puedo arrancar en bajada? sería tan lindo y cómodo!". Hoy arranqué en bajada y con el clima glacial que hacía es imposible hacer entrar al cuerpo en calor, esto, sumado a la velocidad que se gana tan fácilmente sin pedalear, el cuerpo se congela en un abrir y cerrar de ojos. Mientras bajaba con los dientes rechinando del frío y con el cuerpo tiritando sin parar, me convencí de que es mejor arrancar subiendo que bajando. Aunque tengo la certeza de que no faltará mucho hasta que vuelva a cambiar de idea.

Dejando la nieve atrás luego de un segundo paso más bajo, me encontré con un valle inmenso, amarillo y lleno de yaks y tiendas nómadas, donde el sol me regaló unos minutos de calor y algo de cielo azul.

A lo largo de dicho valle donde reinaban la paz y la tranquilidad, finalmente pude tener un encuentro más cercano con las miedosas pikas. Estaban en todas partes y en ninguna, por el rabillo del ojo era como si decenas de "objetos" a mi alrededor se estuvieran moviendo y bastaba con tan sólo girar la cabeza para que todos mágicamente se detuvieran al instante.

La ilusión de un final con buen clima me fue arrebatada por un nuevo frente de tormenta que por momentos intimidaba. Comencé a pedalear en plano por el inmenso valle amarillo, tratando de ir más rápido, y como si el Tibet considerara que tan fácil no me podía resultar, envió un diabólico viento en contra que llegó a tal punto que apenas podía avanzar a 5km/h. Quedé varado en el viento podría decirse, sin poder moverme. Después de tanto esfuerzo derrochado decidí detenerme y de los pastizales apareció un principito a saludarme, vestido como un pequeño cacique.

En este extenso e interminable valle, los nómadas tibetanos aparecen hundidos en los pastizales a los lados del camino, cortando la paja para almacenarla y usarla durante el invierno. Estamos en los primeros días de octubre y son pocos los días que le quedan a este efímero otoño antes de que el invierno golpee una vez más con furia y cubra el suelo de nieve permanente.

A duras penas seguí avanzando pero ya no era tanto el frío, ni la tormenta amenazante, ni el viento en contra, sino que lo que me detenía era esta gente maravillosa con la que me podría haber quedado, no días sino semanas conviviendo. La gente me recibía con gran y genuino afecto y me sentaba con ellos durante un rato para charlar. Algunos jóvenes podía hablar algo de chino y eso lo hacía un poco más fácil. Me tomé un buen tiempo para compartir con una familia entera que estaba trabajando. Felices posaban para las fotos. La imagen de las personas al ver sus propios retratos en la pantalla de la cámara, no tiene precio. Es como si hiciéramos magia frente a ellos. El grado de disociación de la tecnología que la mayoría de los tibetanos tiene hace que a veces les cueste creer lo que están viendo. Y muchas veces creen que es posible "sacar" la foto de la cámara para que puedan conservarla. Pero como no es posible, procuro siempre llevarme las direcciones de la gente en la medida que sea posible para poder enviárselas más tarde. Así es que le dije al padre de familia que me anote su dirección, a lo cual, con cara llena de ternura y como pensando hacia adentro "qué chico tan incrédulo" me dice, tomándome del hombro y sonriendo - "bueno mirá" señala con el dedo "ves allí a lo lejos, al fondo, al pie de la montaña, esa casita marrón? bueno, esa es mi casa, esa es la dirección". Incredulidad como pocas la mía.

De tanto pasar tiempo con la gente me di cuenta que se me iba el día y tuve que empezar a ir más rápido. La tormenta seguía acechando en los alrededores pero no se decidía a desatarse. Avancé lo más que pude por un valle tras otro, por escenarios fabulosos a pesar de que el clima no ayudaba a hacerlo brillar en su esplendor. Sin embargo, al girar en la última curva, 20km antes de llegar al destino final, una curva de valle radical, casi 170 grados de giro me encuentro, no sólo con un enorme reservorio de agua verde esmeralda y cristalina y al fondo, a lo lejos, una tormenta que finalmente traía consigo el fin del mundo.

Por varios minutos me quedé contemplando el brutal espectáculo, a riesgo de quedar atrapado en la tormenta. Frente a mí, un estrecho corredor directamente montado sobre el agua, conecta ambos lados del reservorio y sirve de atajo para motociclistas. A juzgar por la dirección hacia donde se dirigía, el ángulo y la dimensión de la tormenta, parecía un atajo al infierno.

Cuando ya no quedaba nada de tiempo continué lo más rápido que pude pero ya caía agua nieve y la tormenta era inminente. Pasaba cerca de un grupo de casas y en el camino me encuentro con un lama que se dirige a mí, en inglés. Sorprendido le respondo, y me comenta que él es de India que llevaba 6 años en el monasterio local hacia el cuál el tampoco llegaría antes de que la tormenta nos pasara por encima. Y fue allí cuando juntos buscamos refugio en un casita de una familia tibetana que me dio comida y té tibetano. Inmediatamente después de cruzar el umbral de la puerta la tormenta se desató en forma de una nevada espectacular, pero ya estaba protegido y en buenas manos. Fue maravilloso compartir la espera con ellos. La hija de la familia, ya con formación en escuela china, hizo que me fuera fácil comunicarme con ellos. Hasta el día tengo la fortuna de mantener contacto frecuente con ellos a través de ella. Una amistad realmente especial.

Cuando salí, listo para recorrer los 20km restantes, el cielo se había abierto un poco y lo que antes era un manto de marrones y amarillos ahora estaba pintado de parches de blanco por doquier. Las imágenes eran de tierras vastas heladas, inmaculadas y por el pasaje sobre el agua los lamas habían vuelto a transitar en motocicleta.

Ya no quedaban mucho tiempo de luz y me faltaban aún 20 km para llegar a Serxu y ahí volví a pedalear con mucha intensidad, pero la sonrisa se me borró a los 10km cuando volví a salir de una nueva curva y entrar en otro valle donde tenía la tormenta que se había ido, ahí mismo, delante mío. Comencé a pedalear lo más rápido posible ignorando el cansancio pero no había velocidad que alcancé empezó a soplar un viento con mucha violencia y se desató la tormenta de nieve y lluvia encima mío. Un frío espeluznante y ahora mojado. El cielo estaba tan negro y las nubes tan bajas que ya no veía nada y la bicicleta se bamboleaba para todos lados. Empecé constantemente a mirar hacia atrás a ver si venía algún camión. Pasa uno, pasan dos, pero no apto para llevarme. Seguí adelante por un rato más y veo dos luces al fondo. A medida que se acerco veo que es una camioneta y es de la policía. Se detuvieron y ahí di por terminada la recorrida. Estaba congelado. Me remolcaron los últimos 7 km hasta Serxu y me encontraron la pensión más barata del pueblo. Al otro día iniciaría la vuelta.

Final del día: 101km

Total acumulado: 1089km, ninguna ducha y lo que más asombrado me dejó, perder 6kg.

D13 - relato de una odisea del tercer tipo.

La noche que pasé en esa piojera, fue por lejos la más espantosa en mucho tiempo. A juzgar por el aroma y el color de las sábanas, debían haber sido usadas y pishadas por 400 personas las 400 noches anteriores sin lavado alguno de por medio. La piojera estaba en el piso de arriba de un KTV (karaoke) donde hasta las 4am se podían escuchar a todo volumen, las incasables melodías desafinadas de tibetanos completamente borrachos. A las 6am, dos horas más tarde y aún de noche salí a buscar algún tipo de transporte motorizado de vuelta a Chengdu. Al salir, la tormenta había pasado y el cielo estaba cristalino con estrellas brillantes y todo estaba rodeado de picos nevados que al poco tiempo se volvieron naranjas y rosadas al salir el sol. El único modo de transporte que encontré era el de las mini-camionetas que transportan gente local en las cuales todos entramos a presión. Lo que siguió, fueron 26 hs de viaje, con 4 escalas en una camionetita para 6 personas donde éramos 9, más equipaje, más bicicleta. Chofer tibetano de 18 años, 8 pasajeros chinos Han y yo. Luego de 12 días con 1088km de montaña recorridos en condiciones a veces extremas, sentía que los músculos de mis piernas se desintegraban del dolor por no poder extenderlas ni flexionarlas. Era imposible dormir a pesar de que estaba muy cansado por haber dormido 2hs en horribles condiciones la noche anterior. Por el frío que hacía, nadie abriría las ventanillas y sin embargo mis compas de viajes se pasaban fumando un cigarrillo tras otro y la camioneta era un nube de humo en la que por momentos no se podía respirar.

Pero el día, estaba radiante y en las primeras 10 horas fue magnífico vivir en reversa los últimos 4 días de viaje. Es también muy fuerte desde lo emocional. Vivir a la velocidad del transporte motorizado, lo que uno hizo tan lentamente y con tanto sudor y esfuerzo en bicicleta, hace dar cuenta de el valor de viajar con la misma. Una experiencia que para mí sigue sin tener rival alguno. Volver al transporte luego de la bicicleta revela claramente todo lo que la velocidad se roba. La velocidad se roba la experiencia misma, la velocidad se roba el placer de compartir y vivir la experiencia con los locales y el poder sentir la tierra y la naturaleza en todo su esplendor haciendo vibrar el cuerpo a través de la energía que nos inyecta, que es en última instancia lo que compensa mágicamente el dolor y las enormes dificultades de viajar en bicicleta.

El altiplano tibetano es un desafío a cada minuto, no es duro, es durísimo, doloroso de a ratos, pero la recompensa es abrumadora. Los paisajes se meten debajo de la piel y el afecto y el cariño de los tibetanos crecen dentro de uno hasta el punto de sentirse unido a ellos. Valió la pena, y en estos días que escribo estas historias, 10 meses después de la experiencia misma, estoy a un mes de comenzar una nueva y aún más dura y más remota travesía porque uno siempre necesita más de las cosas que le hacen bien.

TibetNicolás Marino