Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

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Más Allá de las Cumbres del Atlas

Podría quedarme en este pueblito al pie de la garganta de Todra por tiempo indefinido. Haría no más que beber té de menta, comer tagine y simplemente mirar la vida pasar en el comfortable encierro de este valle, pero debo seguir adelante, porque tengo una cordillera por atravesar. Los días que vengo pasando son de tal nivel de inspiración que, acompañados por la buena alimentación, puedo sentir a mi cuerpo rebosar de energía. Cuando salgo de mi pequeño hotelito con la bici cargada me siento bien fuerte, de buen ánimo, y con una excitación interna reflejada en la vibración de mis células. Estoy ávido de más aventura y buscando un mayor grado de desafío. 

Lo más bello de esta partida en particular, es que mi camino de salida es justamente a través de la garganta de Todra. Atravesarla una vez más, ahora en bici, me regala una última oportunidad para verla sobre ruedas. Lo hago pedaleando despacio, rotando mi cabeza de lado a lado y mirando al cielo, casi como un plato satelital siguiendo las señales de un satélite. No quiero irme sin antes absorber cada fracción de esta grandeza por última vez. 


 Cuando emerjo finalmente al otro lado de la garganta, los autobuses de turistas y las Toyotas Landcruisers desaparecen como por arte de magia. Como siempre, lleva tan solo salirse unos pasos fuera de las trampas turísticas, para volver a encontrarse con la autenticidad del lugar. Es increíble que con tan solo un nuevo giro de la ruta a 90º me encuentre totalmente solo, disfrutando del lugar para mí. Es evidente que el dramatismo de la geografía hace pico en la garganta de Todra y disminuye gradualmente hacia un lado u otro de ella. Sin embargo, al darle vuelta a la esquina, me encuentro en un nuevo corredor que me lleva de viaje por el tiempo atravesando pueblos y aldeas bereber. La monocromía los sigue haciendo virtualmente desaparecer en el entorno. Si no fuera por la proyección oscura de las sombras en las caladuras de las ventanas de los muros de adobe, serían indivisibles del terreno sobre el cual se apoya.

 Al poco tiempo alcanzo un altiplano a 1800 mts, donde por primera vez experimento la infame hostilidad de las aldeas, cuando escucho a los primeros cascotes romperse a los pies de mi bici. A la vuelta de los muros y en las terrazas escucho los susurros de niños y pre-adolescentes esmerándose por dar en el blanco. Por suerte, a diferencia de los niños salvajes etíopes, estos son más fáciles de intimidar. Me basta con empuñar mi caña de bambú con la firmeza de un sable de samurai para que todos aquellos ávidos por apedrearme, se echen para atrás y me abran paso. Sus miradas reflejan una mezcla de sorpresa y frustración hostil. Algunos gesticulan intentos, pero ante la amenaza de mi reacción, ninguno termina de animarse a agredirme. La verdad es que si bien me alegra que mi caña de bambú amenazante los mantenga en su lugar, detesto estar en una situación de tensión constante. Por otra parte, no me hace sentir bien este papel de tipo agresivo y beligerante que tengo que fingir para poder preservar mi integridad física.

  Alternando entre el relajo de las vistas sinfín de este altiplano y la tensión en el cruce de las aldeas, llego al punto donde la pendiente adquiere una nueva dimensión. Esto no es nada nuevo para mí. Sin dudas estoy en la base del paso que necesito ascender para llegar a Agoudal. Con tantos ascensos en mi haber, en todas y cada una de las condiciones posibles, y la energía que traigo desde Todra, completo la subida en menos de dos horas. Una vez en la cima, las vistas me toman por sorpresa. Las colinas de este ascenso anodino ocultaron durante toda la subida el pasaje que ahora me deja estupefacto. Delante mío, una serie de cañones se desprende como un rayo de múltiples ramificaciones que ha sido tallado sobre la tierra. Desde el cielo, decenas de haces de luz se abren paso entre los nubarrones de tormenta que manchan el celeste impoluto. Cual pintura impresionista, el despliegue dinámico de luces y sombras pinta las facciones de cada ladera, con sus millares de capas de colores superpuestas. Desde el balcón de pedregullo donde estoy parado, me siento inmerso en las profundidades de un rompecabezas de múltiples dimensiones. 

A 2700 m, no es la altura lo que esta vez me deja sin aliento. Es el dramatismo de la geografía, esculpida minuciosamente a lo largo de millones de años por la rigurosidad del clima y los caprichos geológicos de la tierra. En esta soledad absoluta, intento encontrarle un explicación racional a semejante espectáculo sobrenatural. De la exaltación deviene rápidamente la contemplación, invocando una serenidad que me lleva de estar de pie, a sentarme y posteriormente recostarme sobre las piedras. No pasarán más que unos pocos minutos hasta que las caricias del sol y el susurro de la brisa me adormezcan como a un niño, hasta quedar sumergido en la siesta más maravillosa que recuerdo en mucho tiempo. 

Al despertar una hora más tarde, el sol está ya próximo a ocultarse detrás de las cimas más altas de los cañones. Todo está bañado de color ámbar. El despliegue de luces, sombras y haces de luz atravesando las nubes continúa siguiendo los caprichos del viento. Tengo ganas de quedarme hasta el final del atardecer pero me tocará experimentarlo sobre ruedas, porque estoy empezando a tiritar y aún me queda un largo descenso por delante. El espectáculo no se acaba al subirme a la bici ni mucho menos. El color ámbar se vuelve cada vez más denso y saturado a medida que avanzo por la meseta. Las manadas de cabras pastando al borde de las laderas me acompañan al pasar. Sus balidos hacen eco en el anfiteatro de cañones que nos circunda, llenando el vacío de las depresiones geográficas con sus melodías disonantes. 

Esta combinación de fenómenos sensoriales que me envuelven, me ayuda a prestarle menos atención al viento gélido que se filtra impiadosamente debajo de las mangas y los pantalones. Afortunadamente, cuento con varios kilómetros de meseta antes del descenso que me regalan el esfuerzo necesario para poder entrar en calor. En situaciones así, también suelo subir los cambios de la bicicleta con el fin de hacer más fuerza de la necesaria y de esta manera generar más energía y más rápido. Sin embargo, un puñado de kilómetros más tarde, cuando el sol ya está oculto detrás de las montañas y pronto a desaparecer, comienza oficialmente el descenso. 

El calor corporal que había generado en los primeros 3 km desaparece en menos de 500 metros. Es una de las tantas lecciones que he aprendido, por las buenas y por las malas, durante mis expediciones a lo largo del altiplano tibetano. En bajada, no hay abrigo que alcance para compensar el frío del viento que penetra por todas y cada una de las hendiduras de la ropa. La velocidad incrementa su fuerza de penetración hasta filtrarse por las costuras generando un frío que cala hasta los huesos. 15 km más tarde, para cuando llego a la planicie del valle de Agoudal, he perdido cientos de metros de altura pero ya es bien entrada la noche. Tengo los músculos contracturados como las piedras y tirito al punto de que me cuesta controlar el manillar y hablar sin repiquetear los dientes.  

Los últimos 4 km de valle hasta llegar al hostal en el centro del pueblo no me alcanzan para generar la energía suficiente para parar de temblar. Por suerte, cuando llego, unos ciclistas españoles que me había cruzado cuesta arriba durante el día, me esperaban ansiosos para compartir una buena comida caliente. Así cerramos el final de un día perfecto. 

VIAJE EN EL TIEMPO

 Viajando en dirección norte, Agoudal marca el punto de mi ruta en el que el Alto Atlas comienza progresivamente a dar lugar al Medio Atlas. La altura promedio disminuye, los picos nevados quedan atrás y de manera similar al Anti Atlas, vuelen los cañones, los valles fértiles serpenteando entre montañas y aldeas. En este tramo camino a Fes decido una vez más salirme de la ruta principal para poder explorar a fondo el corazón de la vida beréber.

 Ni bien salgo de Agoudal me embarco en un viaje en el tiempo a lo largo del camino secundario que elegí. El primer embotellamiento que me encuentro es el de una manada de burros cargando con la mueblería de una familia que se está mudando de aldea. El tráfico de vehículos motorizados es casi inexistente, el medio principal de transporte son los pies, los burros y cada tanto las caravanas de camellos. Al igual que en el resto del interior de Marruecos, tanto hombres como mujeres permanecen mayormente esquivos. En el caso de las mujeres, cada vez que saludo alguna al pasar, solo obtengo murmullos forzados en forma de respuesta a mis saludos efusivos. La timidez, o bien diría, la introversión es absoluta. No dejo de añorar el vínculo estrecho al que estoy acostumbrado con la gente local, pero es importante también aceptar este aspecto más cerrado de la cultura en la que estoy.

 Al marge de esto, disfruto ver transcurrir la vida rural. Si bien ya estoy lejos del Sahara, el clima de las montañas es árido. Continuando la tendencia, los pueblos beréber, con sus construcciones color arena se funden con el entorno hasta volverse virtualmente invisibles. La gente que no está afuera cosechando en los valles, permanece puertas adentro, detrás de casas de muros gruesos y ventanitas por las que deben caber no más que un puñado de rayos de sol. Solo los niños juegan por las calles, bañados en polvo, tal como si quisieran combinar con los tonos de la aldea. Cuando me ven venir, sus ojos brillan como los de un león luego de haber hecho contacto visual con su presa. Sus miradas se debaten entre la picardía y la maldad, ponderando la mejor manera de hostigarme. Pronto, las piedras empiezan a caer a mi alrededor y algunos de ellos intentan arrebatar cualquier cosa que cuelgue de mi bici. Lamentablemente, las conocidas historias que circulan sobre ellos entre ciclistas, son reales. No me queda otra que volver a empuñar mi vara de bambú al atravesar cada aldea y así poder intimidarlos para preservar mi integridad física. Mi único regocijo es el de verlos ahogarse en la frustración por no animarse a hacerme nada.

Al cabo de un par de días de serpentear a través de más valles y aldeas donde el tiempo se ha detenido, comienzo el descenso final del Alto Atlas. La velocidad es un factor crítico en la capacidad de absorción del entorno. Quiero decir, el paso lento le permite a la mente tomarse todo el tiempo que quiera para capturar los detalles del paisaje, los sonidos, los colores, los aromas. De esta manera, el ejercicio intelectual de conocer es progresivo y relajado. Sin embargo, la decisión de tomarse el tiempo, no siempre es deliberada sino forzada. Cuesta arriba, o en caminos de superficies brutales, simplemente no hay alternativa. A veces pienso que quizás el mismísimo beneficio de saborear todo más lento es donde está la recompensa, por no decir muchas veces el consuelo de dichos desafíos. 

A diferencia de la subida, la bajada (considerando que el camino sea de buena calidad) nos permite elegir. No obstante, esta posibilidad de calibrar la velocidad nos presenta con un serio dilema. Por un lado, podemos continuar con el paso lento para seguir con la filosofía previa de disfrutar cada momento intensamente. Por el otro, podemos deliberadamente embarcarnos en una montaña rusa de emociones yendo a alta velocidad y en este caso, en vez de saborear el paisaje, darnos una sobredosis de pura adrenalina. Por encima de los 50 km/h, yendo cuesta bajo, los tiempos se acortan y la visión se vuelve un túnel. El trabajo de la mente se reparte entre, mantener la concentración plena en el control de la bicicleta escudriñando el camino, y tratar al mismo tiempo de no perderse de la belleza del entorno. 


 En unas pocas horas pierdo más de 1000 metros de altura, hasta entrar finalmente en el Medio Atlas. Gracias a las curvas he podido mantener un balance justo entre la adrenalina de la velocidad y la capacidad de absorber el entorno que me da la lentitud. Para cuando el camino se estabiliza de vuelta, la geografía y los colores se han transformado al punto de que me es difícil reconocer que estoy en el mismo país. En el horizonte, detrás de las montañas, veo una congestión de nubes de tormenta enmarcadas por un arco iris cual arco al final de mi camino. El color arena que definía a la aridez de la altura ahora dio lugar al verde que define a los campos fértiles. A lo largo de los días, pedaleo rodeado de campos de flores volviendo al paisaje una pintura de Monet. La belleza impresionista se acrecienta detrás de cada aguacero que deja un manto de gotas reposando sobre las plantas, que resplandecen con la luz del atardecer. 


 Llego a Khenfira contento, porque luego de tanto añorarlo, finalmente encuentro alojamiento en la casa de Joel, un chico marroquí que vive en España y está visitando a su familia. La noche que paso junto a él y su familia me reconforta porque confirma que la hospitalidad efectivamente existe en Marruecos. Podría apostar tal vez que al ser un país con mucho turismo europeo, la gente es más selectiva antes de abrirle la puerta a los blancos. No puedo culparlos. En todo caso, los padres de Joel son encantadores y tienen la misma mirada cariñosa de tantas otras personas que me han dejado participar en la intimidad de sus vidas. La madre en particular, me regala la magia de un tagine casero que jamás olvidaré.   


  Al día siguiente, lleno de energías, continúo con mi periplo rumbo norte. Aún habiendo perdido bastante altura, sigo subiendo y bajando a lo largo de todo el camino por el Medio Atlas aunque las pendientes son sustancialmente menores.  En plena primavera, las sierras están alfombradas por la hierba, que crece con fuerza, estimulada por las lluvias  intermitentemente que me acompañan a lo largo de todo el día, todos los días. 

No es casualidad que en los alrededores de Azrou, a 1800 m.s.n.m, sean los bosques de coníferas los que enmarcan la perspectiva de la ruta. Parece resultado de la fantasía que hace tan solo dos días atrás atravesaba una región que bien podría encontrarse en el altiplano tibetano. Ahora, de no ser por los carteles en árabe, podría perfectamente creer que estoy en un pueblo agreste de la Patagonia chilena. Un día más tarde, la situación se hace aún más confusa cuando llego a Ifrán, donde me cuesta diferenciar si estoy realmente en Marruecos o en una pequeña ciudad de la campiña francesa. Aquí, la vida rural del Atlas da lugar a la elegancia de las ‘maisons’, las calles impolutas y el orden.  En todo caso, es esta sucesión de pueblos y regiones tan disímiles lo que sirve de testamento a la increíble diversidad geográfica y cultural de Marruecos.

  En mi último día por el Medio Atlas me ahoga la lluvia, pero decido no detener la marcha hasta llegar a Fes. Estar cansado, pasado por agua y tiritando no es la mejor manera de llegar a una ciudad. Especialmente, si existe el potencial de que las expectativas no se cumplan, en cuyo punto los sueños e idealizaciones se desfiguran y el humor se desmorona. Demás está decir que no soy ingenuo y sabía de antemano que Fes es uno de los más legendarios hormigueros de turistas del país y del mundo. Sin embargo, por algún motivo no tenía la imagen de que la famosa Medina habría quedado reducida a una mera atracción, una suerte de ‘isla’ en un rincón de la ciudad. Mucho menos podría fantasear con que llegaría a ella por amplios bulevares esgrimiendo vehículos de lujo disputándose el acceso a los shopping malls y el “drive-thru”de los McDonald’s. 

Me lleva casi dos horas atravesar la ciudad hasta alcanzar los límites de la Medina. Llego puteando contra el tráfico y el clima, muerto de frío. Incluso intento no detenerme en los semáforos para no dejar de generar la energía que me mantiene en caliente pero el caos de tránsito no siempre lo permite. Cuando cruzo la muralla perimetral de la medina, tengo la volatilidad de una bomba radioactiva, y siento que cualquier evento que me desencante tiene el potencial de detonarme. Sin embargo, en menos de una docena de metros dentro de ella, siento que he dado un salto a la prehistoria. El cambio es tan radical que tiene la capacidad de desactivar mis circuitos y apaciguarme.

Ni bien consigo alojamiento barato, mis ánimos se estabilizan y decido salir a recorrer de inmediato. Por supuesto, es la excusa perfecta para entrar en calor con un té de menta, que me detengo a beber en la cantina de un callejón desde donde contemplo este espectáculo urbano del pasado. En retrospectiva, puedo decir algo positivo de todo el circo occidentalizado que ocurre más allá de los muros de esta medina. Cruzarlo entero, sentó una imagen de base que sirvió para que el contraste al cruzar la muralla haya sido tan radical.  Y es justamente de los contrastes, lo que más disfruto. Aquí decido quedarme un par de días para ver bien de qué se trata este lugar.