Es inconmensurable el esfuerzo psicológico que necesito hacer para partir de esta estación de servicio. Si bien es un punto aislado en un mínimo de 200 km a la redonda, es lo más cercano a un oasis de confort que he experimentado en muchos días de paliza ininterrumpida. La mismísima idea de partir lanza vibraciones de desgano por todo mi cuerpo.
En este punto de ánimos caídos, energías drenadas y mala predisposición se me hace cada vez más difícil disfrutar de los eventos de belleza efímera que afloran de tanto en tanto. La pesadumbre que traigo encima es como un velo que borronea todo lo digno de ser apreciado. En este cuadro mental sigo avanzando, intentando desarrollar la paciencia por encima de mis limitaciones para que al menos la negatividad no me prive de potenciales momentos de regocijo.
Dos días después de la partida de la estación de servicio, luego de soportar una nueva sesión de crudo sadismo eólico, el atardecer me saca a flote de las profundidades de la perturbación mental a la superficie del bienestar. Es un breve momento de oxígeno estético en el que las dunas se vuelven blancas como una pradera cubierta por nieve helada. El sol, ya acariciando el horizonte, extiende sus rayos como tentáculos en un último intento de aferrarse a la tierra. El resultado es una danza de tonos ámbar y miel sobre la superficie, cuya textura se graba y modifica en tiempo real siguiendo los caprichos de los vientos. Allí detengo la bici y me desplomo sobre el manillar para contemplar respirando el surrealismo de una visual digna de un cuadro de Dalí. Estos son la clase de momentos que resucitan mi espíritu.
A pesar de la adversidad, los kilómetros siguen pasando, y dos días más tarde me encuentro pedaleando a lo largo de la cornisa del continente. Cuando la dureza de la superficie lo permite, me salgo de la ruta por unas centenas de metros hasta alcanzar el filo de África, el abismo en el que muere el desierto. Delante mío y docenas de metros de caída libre más abajo, brilla el Atlántico extendiéndose hasta el horizonte como una pista de lajas azules, turquesas y verdes. Hacia mi izquierda y derecha, es decir al sur y al norte, veo el recorte troquelado que delinea el final abrupto de la costa oeste del norte de África. En este punto, el poder de la belleza avasalla por primera vez en mucho tiempo a las fuerzas negativas que me tienen poseído. Es un momento de gloria, de sublimación, en el que me fusiono de manera íntegra con mi entorno trascendiendo todos los estados mentales. Puedo sentir a la tierra elevar el discurso de la belleza atravesándome con imágenes de poesía dramática.
Mientras tanto, el enemigo sigue soplando con su silbido beligerante, pero ahora encuentra resistencia al chocar contra los acantilados que le dicen: -¡Basta!¡Hasta aquí has llegado!-. Lejos de resistirse persevera, retorciéndose en un juego virulento de presión y succión, formando torbellinos de protesta y dando lugar a un juego de ecos y melodías disonantes que tamizan su violencia. En medio de esta debacle estoy yo, que llevo días deseando ser pelusa, junto a mi bici, y su rueda delantera flirteando con el abismo. Las fuerzas estéticas y energéticas del planeta se conjugan para llevar a la fruición aquel deseo. Estoy aquí, ya no contemplando sino siendo atravesado por una experiencia que exacerba mi insignificancia. Si alguna duda quedaba de por qué me estoy sometiendo a este ejercicio de continuo flagelo, hoy ya tengo la respuesta.
El tiempo pasa inadvertido mientras contemplo el vacío. Estoy hipnotizado por la marea que arroja un continuo de olas desde mar adentro con la constancia de un metrónomo. Sentado allí, una parte de mí quiere quedarse a contemplar esta grandeza obstinada en reducirme a la insignificancia. Es la manera que tiene la naturaleza de regalarme grandes lecciones de humildad. Por otro lado, siento un instintivo rechazo profundo a la idea de tener que volver al tormento que vivo todos los días montado en la bici. Esa es la parte de mí que insiste en que me quede. El problema es que por dentro sé muy bien, que cuanto más me quede, más difícil me resultará volver a arrancar. Por eso, es con profundo pesar, que luego de dos horas de hesitación compulsiva, empujo la bicicleta hasta volver a la ruta. Allí, donde mi mirada se pierde en el horizonte, observando el punto en el que el camino desaparece, como en tantas perspectivas de un punto de fuga que he dibujado en el universidad. Nada cambia, el sentimiento de desazón es el mismo. Parado en la soledad absoluta, siento a la pared invisible empujarme como una muralla que avanza sobre mí, como si tuviera una pala mecánica intentando arrastrarme a la fuerza. Es imposible describir el conflicto que experimento al querer reactivar mis músculos e hincar mis pies sobre los pedales. Es un acto que implica ir directamente en contra mi propia voluntad. Es una tarea titánica, la de hurgar en cada rincón de mi interior buscando un lugar de donde nutrirme de energía, cuando todo mi cuerpo y mi mente conspiran para que renuncie. No puedo detectar en dónde o cómo la encuentro, pero finalmente me pongo en movimiento, o al menos, me muevo dentro de lo que resulta posible.
Sigo avanzando a un ritmo de unos 50 km por día que me llevan entre 12 y 15 horas completar. Siento frío y debilidad porque paso los días alimentándome con pan viejo, galletas y sardinas en lata. La falta de hornillo me impide cocinar. Aunque la verdad es que de tener uno, no me serviría de mucho en esta inmensidad en la que el viento subyuga cualquier cosa que quiera encenderse. Nada se hace más fácil con el pasar de lo días. Todo lo contrario. Todo se hace más difícil a medida que mi cuerpo y mi mente se debilitan. De hecho, es peor. Cada día es más brutal, hasta llegar al punto en el que no puedo avanzar más. Ya no es mi falta de voluntad ni tampoco mi desazón. Ni siquiera es falta de energías. Es el simple hecho de que ya no puedo movilizar ni mi cuerpo ni mi bici hacia adelante. Me paro sobre la bicicleta y no puedo moverla. Pongo todas y cada una de mis fuerzas sobre los pedales sin éxito alguno. Lo máximo que logro es mantenerme en pie por unos miserables segundos hasta perder el equilibro y caer hacia un lado o hacia el otro. Me resulta mucho más difícil empujar aquí, que en el barro del pantano del Congo en el que quedé atrapado meses atrás. Hasta aquí he llegado, al menos hasta que el viento baje su aceleración. GAME OVER. Creo haberlo tolerado todo hasta ahora, pero ya no hay nada que pueda hacer si no hay fuerza que alcance para movilizarme aunque sea un centímetro hacia adelante. El mismísimo hecho de estar aquí detenido en el medio de la nada, resulta un esfuerzo físico en sí mismo. Me echo al borde del camino, acomodando como puedo a la bici y las alforjas a modo de escudo, para sobrevivir a esta tortura transparente. Me siento. Espero. No sé qué espero realmente, pero dado que no me puedo mover, solo me queda esperar.
Pasan 10, 20, 30, 50, 1 hora y el viento redobla su apuesta. Le doy la espalda.Tengo frío, pero el manto de arena que se acumula sobre mí no me abriga. Mirando en dirección opuesta, envuelto como una momia en el turbante y detrás de mis gafas, resisto la sesión de acupuntura lo más que puedo. Ya no puedo soportar más sentirlo empujarme, manosearme, cachetearme. Es como si un fantasma me estuviera vapuleando, oprimiendo, humillando. Estoy agazapado, con ganas de llorar y sin poder. Al menos en este instante, siento que esta es una de las sensaciones más feas que he vivido. Estoy mentalmente ido y físicamente vencido. En ese momento un punto negro aparece en el horizonte. Pasa un rato largo hasta que se define la figura de un camión sobre la ruta. Ya no me queda orgullo, ya no me queda dignidad, me voy a parar en el medio del camino si es necesario, con tal de que pare para llevarme. Estar acá ya no tiene sentido alguno para mí. Por suerte no tengo que llegar a tal extremo. De haberlo hecho, la lucha del Scania contra el viento es tan brutal que su velocidad no habría podido dañarme de todas formas. El camión se detiene casi sin esfuerzo. Apostaría que el conductor ni siquiera tuvo que apretar el pedal del freno sino tan solo levantar el pie del acelerador. Es tan clara la situación en la que me encuentro que ni él ni su hijo me hacen preguntas cuando se bajan. De inmediato proceden a ayudarme a subir la bici y reposarla sobre la montaña de sal que llevan en el furgón.
Ni bien me subo a la cabina y cierro la puerta tras de mí, me ocurre algo que me desorienta. Me lleva varios segundos poder descifrar qué es exactamente lo que cambió o lo que me está pasando. Luego de unos minutos, me doy cuenta que al entrar allí, es la primera vez que experimento, en ya no sé cuánto tiempo, la ausencia del tormento del viento. Después de días erosionando mi cráneo las 24 horas, es tanta la diferencia que siento, que a pesar de que puedo escuchar el motor en marcha, me siento en un silencio celestial. Similar al que sigue tras apagar un parlante que lleva semanas semanas aturdiéndote. Luego de llevar días haciendo fuerza hasta para mantenerme parado y derecho, ahora me siento ligero, como si me hubieran quitado un ancla de encima. Tal es el efecto que el viento ha tenido en mí. Es por eso que me lleva varios minutos salir del eclipse mental para poder iniciar una conversar con Mohammed, quien pone primera para continuar camino rumbo al norte.
Al poco tiempo de entrar en movimiento me doy cuenta que no soy la única víctima de este sádico sin escrúpulos. El motor del Scania agoniza para enfrentarlo. Donde me siento, entre Mohammed y su hijo, siento a la cabina vibrar y sacudirse de lado a lado como una maraca en pleno carnaval carioca. Es como si estuviéramos atravesando la atmósfera para entrar de vuelta a la tierra. Cuando las ráfagas azotan veo a Mohammed redoblar su apuesta en el acelerador para responder al impacto y no dejar que el camión se detenga. Al notar mi asombro me dice que en dirección norte a la salina consume tres veces más combustible que en dirección sur. A raíz de eso concluye: -“yo no sé por qué haces esto” - A lo que respondo con una carcajada: “¡Yo tampoco!”. Sentado allí en el confort de la cabina, mirando al desierto desde lo alto, me siento a gusto y protegido. Mi intención es pasar este sector, el peor de todos, y bajarme para continuar en bici una vez que pueda al menos poder movilizarme hacia adelante.
Durante el resto de la tarde viajo con ellos, haciendo escala en la salina donde pasamos una hora cargando aún más el camión. Allí aprovecho para caminar un poco y estirarme. 200 km más tarde, llegamos a una estación de servicio en el desvío a Dakhla donde decido bajarme. Si bien me han dado una mano enorme en un momento terrible en el que no me quedaba opción, quiero volver a probar suerte volviendo a la bici. No voy a mentir, debo invocar fuerzas desde el rincón más profundo de mi conciencia para vencer la tentación de terminar esta pesadilla en camión. El esfuerzo que me lleva soltar la comodidad de la cabina del Scania es comparable al que vengo haciendo pedaleando contra el viento, pero lo logro y me bajo.
Esa misma tarde, termino el día en la cantina de la estación de servicio donde prolongo mi refugio del viento. Mientras bebo un té de menta noto que un hombre sentado en la mesa de al lado busca hacer contacto visual conmigo. Viste una bata marrón con capucha que me recuerda a Obi Wan Kenobi. Inicia la conversación en francés hasta que le digo que soy argentino, en cuyo punto pasa a hablar en un español con acento de España perfecto. El cambio repentino me sorprende porque lo último que esperaba era encontrar un español aquí, pero me vuelvo a equivocar. No era español, era de hecho un Saharaui. Muchos de ellos adoptaron el idioma cuando España controlaba Sahara Occidental. Me lleva algo de tiempo ajustarme a mi nuevo interlocutor porque me cuesta anticipar su intención. De a ratos me habla casi susurrando, con evidente suspicacia. A veces parece paranoico, vigilando su entorno, observando como un fugitivo que acaba de escapar de prisión. No obstante, todo se aclara a la brevedad, cuando me explica que debe tener mucho cuidado al hablar porque siempre hay espías marroquíes controlando a los Saharauis. Con cuidado, buscando hacer catarsis, se descarga conmigo contándome la miseria que vive su pueblo bajo el regimen policial con el que el gobierno marroquí subyuga a su nación. Sus relatos me dan escalofríos. Son semejantes a los que ya conozco de tantas conversaciones que he tenido con tibetanos a lo largo de mis viajes por Tíbet. Así de rápido como se acercó a hablar conmigo, se retira hasta verlo a través de las ventanas desaparecer como un fantasma en el desierto.
Cuando afuera comienza a oscurecer, paso del té de menta a ordenar un tagine grande solo para mí. En las mesas a mi alrededor veo hasta cuatro personas compartiéndolo. Yo tengo tanto apetito de sabor y de energía que tengo la certeza que necesitaré dos. Cuando termino me pregunto si los marroquíes comen muy poco, o mi déficit alimentario ya alcanza al de la comida equivalente para nutrir a 8 personas. En cualquier caso, me siento agradecido por el día de hoy. Primero, Mohammed y su hijo vinieron a rescatarme, lo que me permitió este agradable descanso psicológico y físico después de un día tan terrible. Luego está el cobijo de esta austera cafetería donde me siento protegido de la crudeza de la intemperie. Por último, pero no menos importante, está la bendición de esta deliciosa comida. No puedo pedir más, de verdad.