Pasaron 10 años desde que comencé a viajar en bicicleta por el mundo y no tengo planes de cambiar de medio de transporte, pero si tuviera que elegir un medio motorizado en el que yo no esté a cargo de la conducción, sin dudas elegiría el tren. A diferencia de todos los demás, el tren, con su andar uniforme, facilita la entrega a la contemplación. Fue el medio principal que utilicé en mi primer gran viaje para desplazarme a cada rincón de Europa, y fue sin excepción una de las experiencias centrales en gran parte de cada uno de mis viajes a India. Hoy, una vez más, estoy en una estación de tren. Ahora, parado con mi bici junto a las vías en pleno desierto del Sahara. Estoy esperando uno de los momentos que más he soñado por años: la llegada del tren más largo del mundo. Mi objetivo es abordarlo para volver a la costa del continente desde donde continuaré mi ruta hacia el norte.
No es un tren común y corriente. Es una serpiente de hierro que desde los años 60 atraviesa el desierto transportando mena de hierro desde las minas de Zouérat, en el corazón del desierto mauritano, hasta el puerto de Nouadhibou en la costa del Atlántico. Sin embargo, su función va mucho más allá de servir a la industria minera del país. El tren es el medio de transporte vital de miles de personas que viven desperdigadas a lo largo de vastas expansiones de desierto. Es la única manera confiable que tienen los habitantes del Sahara para llegar a los centros comerciales del país a vender sus mercancías y animales, visitar familiares y volver con algo de efectivo en los bolsillos.
Es el final de la tarde en Choum. Los últimos rayos del sol del atardecer se filtran a través de una hilera de vagones aparcados en la estación de carga. Su reflejo hace resaltar el metal de las vías lustrado por el paso del tren. Alrededor mío, un puñado de personas espera entretenida conversando con sus vecinos y familiares. Sin el tren, Choum sencillamente no tendría razón de existir. Este es el punto donde el recorrido de 700 km de rieles rota su curso 90º de sur a oeste (o de este a norte viniendo en la dirección contraria) respetando la línea fronteriza oficial entre Mauritania y Sahara Occidental.
En el momento en el que las vías comienzan a vibrar, mujeres, hombres y niños preparan sus valijas, paquetes y cabras mientras que yo comienzo a desmontar las alforjas de mi bici. Seguido de ello, levanto la vista y veo lejos en el horizonte, el perfil vertebrado de 2.4 km de largo arrastrarse lentamente sobre las arenas del desierto. Pasarán no menos de 20 minutos más hasta que finalmente la figura de no una, sino tres locomotoras seguidas, se defina con claridad frente a mis ojos. Su energía combinada genera el poder necesario para acarrear un convoy de 210 vagones cargando hasta 20.000 toneladas de mena de hierro. Cuando voy pedaleando en la bici suelo ser yo el que avanza sobre los kilómetros. Ahora, estático al borde de las vías, anonadado más allá de las palabras, una muralla de hierro sobre ruedas desfila delante mío con el paso lento y severo de un mastodonte de hierro buscando un lugar para detenerse. El sol detrás, ya pisando el horizonte, dibuja la silueta de los vagones con sus cimas cargadas de cascotes de hierro, pero también de gente y de manadas de cabras sobre ellas.
Mientras los vemos pasar desde abajo avanzando a un ritmo hipnótico, marcado como un metrónomo por el sonido de los tablones dislocándose debajo de las vías, todos aguardamos con ansias el momento en el que la serpiente se detenga para poder sumarnos a la travesía. Con el pasar de los minutos, pasa vagón tras vagón hasta que los frenos ejercen su presión final sobre las ruedas haciéndolas lanzar alaridos metálicos que atormentan los tímpanos. Al cabo de un rato, las últimas tres vértebras de esta crujiente serpiente metálica se detienen delante nuestro. En el mismísimo instante en el que las ruedas dejan de rechinar, la gente comienza a arrojarse encima de él y con la ayuda de los demás carga sus pertenencias. No tenemos tiempo para perder, ya me habían advertido que contamos con tan solo 5 minutos de gracia para completar la operación de abordaje. Los mismos tres hombres que me habían ayudado a posicionarme en el lugar correcto para esperar, ahora me ayudan a subir mis alforjas y la bici. Me dicen que tenemos suerte porque hoy han sumado los vagones playos, a los que es más fácil subir. Tenía la intención de viajar en los vagones que cargan la mena de hierro pero el miedo a no hacer a tiempo por la notable dificultad agregada de llegar a la cima de ellos, me lleva a optar por lo seguro y quedarme en el vagón playo. Un minuto más tarde, cuando ni siquiera terminamos de acomodarnos, la decisión prueba ser sabia cuando 3km más adelante escuchamos a una de las locomotoras anunciar la partida con un bocinazo que inunda el vacío silencioso del desierto.
Las ruedas se ponen una vez más en movimiento con la misma puntualidad con la que se habían detenido 5 minutos atrás. Estamos finalmente en marcha. La adrenalina fluye por mis venas y brota de mis poros. No obstante, es un arranque inusual. Es decir, la distancia entre las tres locomotoras y el último vagón es tan larga y el cargamento tan pesado que pasa más de un minuto hasta que todo el convoy entra en movimiento. De primero a último, cada uno de los 210 vagones va recibiendo el tirón de arranque. El sucesivo impacto, vagón por vagón, entre los encastres metálicos al entrar en tensión sacude a todas las vertebras generando un estruendo en dominó que retumba en todo el espacio. De principio a fin, la intensidad de cada sacudón avanza in-crescendo por toda la columna como un escalofrío. Para cuando el empuje alcanza al ante-último vagón en donde estoy sentado junto a los demás polizones, el tirón acumulado es tan fuerte que nos sacude a todos fuera de lugar. Es como si de repente nos hubieran quitado una alfombra debajo de los pies. La fuerza es tal que temo ser arrastrado sin control hasta caerme del tren en movimiento. Mis compañeros de viaje sueltan una carcajada al ver el susto que me da este simbronazo inesperado, aunque al mismo tiempo se aseguran de sostenerme para que no me pase nada. Mientras me reacomodo, me explican que esto es común y que por eso debo sujetar todas mis cosas. Me da tranquilidad estar rodeado de estos tres compañeros de viaje porque con tan solo este primer sacudón puedo entender por qué muere gente todos los años al caer del tren en movimiento, solamente por quedarse dormidos.
Al poco tiempo de salir, el resplandor del sol, ya bien por debajo del horizonte, es la única lumbre que persiste por un rato iluminando el cielo. Intento situarme en el centro del vagón con la mayor precisión posible, con la espalda erguida y la mirada hacia adelante procurando sumergirme en el espacio pictórico que se forma alrededor mío. Desde allí, la línea recta del tren cortando el desierto forma una perspectiva de un punto de fuga que me lleva de viaje a través del tiempo y el espacio. Estoy en una experiencia abstracta, por momentos bidimensional. La silueta de formaciones rocosas con ambiciones de ser colinas a mi izquierda se difumina en un horizonte enturbiado por las millones de partículas de arena que flotan en el aire. Arriba está la luna, brillando como un bulbo incandescente en un vasto gradiente de tonos azules. Las estrellas titilantes lo van poblando poco a poco a medida el cielo ennegrece. Visto desde arriba me imagino siendo no más que un mero elemento geométrico agregando un punto más de tensión a un cuadro de Kandinsky. El desierto como plano, la recta delineada por la extensión del tren, y el punto, corporizado en mí, y todos los demás que estamos allí sentados.
La temperatura comienza a caer estrepitosamente con la caída de la noche. Uno a uno, cada pequeño grupo de personas en mi vagón y en los aledaños, se va enterrando bajo varias capas de frazadas. Hasta hace no mucho más que varios minutos atrás, me costaba entender por qué la gente las había traído. Ahora, mientras intento mantener el equilibrio con el tren desplazándose hacia adelante pero a la vez oscilando constantemente de lado a lado, voy sacando una por una, todas las piezas de abrigo que tengo en las alforjas. Aún así sigo teniendo frío. No poco, sino mucho, y dado que la temperatura no deja de descender, y el viento generado por el movimiento la encrudece, al poco tiempo me encuentro tiritando con toda la ropa puesta. Teniendo en cuenta que la noche apenas ha comenzado y no dejo de tiritar, no tardo mucho en concluir que de no sacar la bolsa de dormir moriré de hipotermia antes del amanecer. En completa incredulidad, necesito al menos 10 minutos metido íntegramente dentro de ella para entrar en calor. Me resulta incomprensible pensar que estuve todo el día pedaleando bajo un sol rajante por encima de los 30 grados y ahora, en el medio de esta noche sahariana, me encuentro enterrado en mi bolsa de dormir designada para resguardarme de temperaturas extremas de hasta -31C. Así quedo tumbado boca arriba mirando las estrellas como una oruga antes de la metamorfosis, con el cuerpo caliente y la cara helada.
Una parte de mí no quiere quedarse dormida. Estoy viviendo una experiencia tan intensa y tan radicalmente distinta a todo lo que vengo viviendo que no me quiero perder de nada. Por otra parte, la brusca oscilación de los vagones no me permite relajarme lo suficiente por miedo a caerme accidentalmente. Aún así, el cansancio y el confort del calor dentro mi bolsa logran vencerme hasta finalmente adormecerme. Sin embargo, creo que no pasa tanto tiempo hasta que un abrupto sacudón me despierta de repente. Resultado de una combinación entre la extensión y el peso del tren, el margen de libertad de movimiento entre los encastres, la velocidad y las irregularidades del terreno, los vagones entran en colisión de tanto en tanto. Cada vez que colisionan, el impacto es tan fuerte que la inercia me arrebata del sueño sacudido para todos lados. De todos modos, con la fuerza del sueño de un oso hibernando vuelvo a quedarme dormido una y otra vez entre colisiones con la magia mecedora del movimiento.
En una de las tantas veces que me despierto durante la noche, todo se encuentra misteriosamente silencioso más allá de los susurros de algunos de mis compañeros. Estimo que ya habrán pasado varias horas de viaje y para cuando logro recobrar conciencia plena, me doy cuenta de que estamos detenidos en el medio de la nada. Ahora, la blancura incandescente de la luna lo ilumina todo, revelando las formas del desierto bajo inusuales tonos fríos más bien acordes a los de un clima helado que nos congela hasta los huesos. En el silencio sepulcral, se escucha hasta el más mínimo movimiento de la gente que ahora aprovecha para reposicionarse. Algunos incluso se atreven a bajarse para hacer pis, y para mi sorpresa, otros han encendido una fogata arriba del vagón con el fin de calentarse un poco. No tengo ni la más remota idea de por qué nos hemos detenido aquí, ni mucho menos por qué estamos pasando tanto tiempo parados, pero envuelto en mi bolsa no veo motivo alguno para preocuparme. Ver a los demás actuar con total normalidad como si nada excepcional estuviera ocurriendo, me reconforta. De hecho, me vuelvo a quedar dormido mirando las estrellas a pesar del intenso poder reflector de la luna, aunque pronto me volveré a despertar con un nuevo tirón de arranque. Este viaje es fabuloso pero es mucho pero mucho menos confortable de lo que imaginaba. Quiero decir, ciertamente no lo imaginaba cómodo pero jamás hubiera podido predecir cuan insoportables se volverían estas colisiones internas que se generan a lo largo del andar en pleno movimiento.
Pasan algunas horas más hasta que volvemos a detenernos pero esta vez en cambio de oscuridad y silencio hay luces y bullicio alrededor. Si bien no tengo reloj ni noción del tiempo para intuir dónde estamos, es aún de noche así que definitivamente no podemos estar en Nouadhibou. Las luces altas de algunas camionetas aparcadas junto al tren me permiten entrever un escenario similar al de Choum, con gente subiendo al tren y cargando cosas pero me siento confundido porque debo admitir que no tenía idea de que habría más pueblos a lo largo del camino. No puedo siquiera determinar si estamos efectivamente en un pueblo porque el derrame de luz a los lados de las camionetas no alcanza para ver más allá de unas simples casillas de madera enterradas en la arena al lado de las vías. De hecho, no veo que haya calles tampoco. Para ser no más que esta pequeña aglomeración de casitas me sorprende que pasemos más tiempo aquí que los 5 minutos que el tren se tomó en Choum.
En todo el tiempo que pasó desde que salimos, he perdido la cuenta de cuántas veces me he despertado sacudido por las abruptas colisiones internas del tren. Creo también que hemos parado al menos unas 5 veces durante la noche, tanto en la mismísima nada como en aldeas saharianas en rincones perdidos de esa mismísima nada, y seguimos andando. A esta altura, voy de a poco entreabriendo los ojos cuando la primera luz del día comienza a revelar una vez más las formas del desierto. Enterrado en lo profundo de mi bolsa de dormir comienzo a despabilarme con el frío refrescándome la cara. Los abro y veo el cielo violáceo; los cierro. Los abro y lo veo rosado; los cierro. Cuando finalmente me despierto, todo a mi alrededor vibra en color ámbar tal como si el desierto estuviera embadurnado por una capa de miel. Con el pasar de los minutos miro al cielo volverse celeste mientras que las dunas van constantemente cambiando de tono virando hacia el blanco. Alrededor mío, todos mis compañeros de viaje están ocultos bajo una gruesa capa formada por múltiples mantas. Elevando la mirada más allá de todos ellos veo una vez más a la víbora en la que estoy viajando serpentear por el océano de arena y contorsionar cada una de sus vértebras para abrirse paso entre las dunas. Las partículas en el aire siguen difuminando la transición entre la tierra y el cielo del blanco al celeste. La imagen es sublime más allá de las palabras.
Cercando ya las 15 horas de viaje, con el sol alto en el cielo calentando cuerpo de vuelta hasta una temperatura humana, enceguecido por el blanco incandescente de las dunas, la serpiente comienza a torcer su rumbo 90 grados hacia el sur entrando en la recta final, la delgada península llamada Ras Nouadhibou, o Cabo Blanco, según uno esté al este o al oeste de la frontera entre Mauritania y Sahara Occidental. Un rato más tarde, habiendo perdido hace varias horas toda noción del tiempo, las ruedas vuelven a rechinar, aunque ahora la cacofonía metálica que me había dejado sordo en el silencio del desierto se ve disminuida de alguna manera en el entorno urbano de las afueras de la ciudad. Me bajo más cansado de lo que estaba cuando abordé el tren en Choum, pero los recuerdos que me llevo de este recorrido quedarán grabados para siempre en mi memoria. Habría sido ideal poder bajarme del tren antes de que dé el gran giro hacia el sur y así poder quedar más cerca del paso fronterizo a Sáhara Occidental. Sin embargo, justo en ese punto y a pesar de haber parado múltiples veces durante la noche, no se detuvo. En consecuencia, tengo que retroceder en bici unos 60 km para volver hasta dicha frontera. No pasa nada, es temprano y como no tengo apuro aprovecharé la oportunidad para atravesar Nouadhibou y disfrutar de mis últimos kilómetros en Mauritania. Adiós Mauritania
En Mauritania, he tenido algunas de las experiencias en el desierto más intensas y memorables hasta la fecha. Habiendo pedaleado a lo largo del lado este del Sahara hace más de dos años, y más recientemente a lo largo de la mitad a la izquierda del centro, ahora puedo apreciar más claramente la enorme variación en la cultura a lo largo de este enorme parche de arena que se extiende por todo el norte de el continente africano. De este a oeste, si bien es evidente que hay algunos rasgos comunes que cohesionan a todas las culturas del Sahara, lo cierto es que cada región es muy diferente. Hay variaciones tanto sutiles como notables en la forma en que las personas se visten, comen, dónde viven, cómo decoran sus cuerpos y más. De lo que he escrito en cada historia hasta la fecha y de las fotos que he tomado, queda claro que existen diferencias definidas que separan la cultura de Sudán, Egipto de las de Burkina Faso, Malí, Níger y Mauritania. En ese sentido, este país me dio una pieza más para agregar a este mosaico inmensamente diverso que conforma la cultura de este desierto. Por otro lado, aunque he tenido maravillosas experiencias con la gente de aquí, debo decir que una de las diferencias más notables es que los tuaregs y los mauritanos en general son personas decididamente más duras que los habitantes del Sáhara sudanés. En varias ocasiones, incluso he notado que son más codiciosos en circunstancias en las que, por ejemplo, cualquiera de sus pares sudaneses no habría dudado ni un segundo en ser simplemente generoso desinteresadamente. Las comparaciones siempre son odiosas y trato de evitarlas, pero quizás sea por la suma de muchos de estos pequeños detalles que los mauritanos en general no me han realmente enamorado.. No obstante, decido quedarme con los muchos recuerdos increíbles que tuve en este increíble país y su gente, así que sin duda regresaría en un abrir y cerrar de ojos.