Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

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Toubab, toubab, toubab!!!

Salgo de Dakar lleno de energía. Me siento como nuevo. Me afeité después de 5 meses, me corté el pelo, me puse desodorante y todo huele a jabón porque lavé las pocas ropas que tengo. No es un momento cualquiera, es uno especial. En cierta forma, sé que hoy estoy iniciando el gran tramo final hacia Europa. Es cierto que falta bastante aún, tengo un Sahara de por medio, y todo el Atlas marroquí que cruzar, pero es un hecho que al final del camino se encuentra el mediterráneo, y con él, el final de África. Aunque ahora no es momento de pensar mucho en ello, porque sé muy bien que antes de todo aquello, me espera un desafío de proporciones que aún no puedo medir. No quiero adelantarme.

En vez de salir directo por la ruta principal hacia St Louis decido ir por un camino secundario siguiendo la costa para visitar el famoso lago Retba, más conocido como Lac Rose (lago rosa) a tan solo 30 km de Dakar. Según las fotos que he visto el lago tiene un color formidable generado por su altísima concentración de sal y por un tipo de alga específica que habita en el fondo. Si el Photoshop no medió para falsficar la realidad en las miles de imágenes disponibles en la red, el agua produce un color casi sobrenatural bajo el rayo del sol, más fucsia que rosa. No me lo quiero perder pero la suerte no me acompaña porque el día que decido salir, es el primer día nublado en 10 días desde que llegué a Dakar. Pedaleo durante toda la mañana con la ilusión de que se despeje, pero las nubes no se van y cuando llego al mediodía, el lago está completamente gris. La arena dura me permite pedalear a lo largo de toda su longitud pasando junto a hileras de pintorescas barcazas de colores estacionadas a lo largo de su orilla. Algunos metros lago adentro, veo a hombres y mujeres sumergidos hasta el torso extrayendo del fondo baldes desbordando de sal y agua. Toda la orilla está cubierta por una curiosa espuma blanca cuyo origen no logro descifrar, pero es parecida a la que saldría al abrir un lavarropas en pleno ciclo de lavado. Es tan pomposa que se pega en todos lados, desde el casco de las barcazas hasta mis pies y las ruedas de la bici.

Al cabo de una hora más o menos, salgo por el otro extremo del lago con una suerte de desencanto. Al poco tiempo, mi relación ya de por sí delicada con los senegaleses continúa su proceso de deterioro. Faranyis, mzungus, mondeles, brancos, cada país o región de África tiene un nombre para los blancos. Los he escuchado y hasta sufrido a todos y cada uno de ellos. En Senegal, somos Toubabs. “¡Toubab, Toubab, Toubab!” resuena a mi alrededor cada vez más desde que salgo de Dakar, sobre todo de los niños en las aldeas. Es un término que ya había escuchado en el sur antes de Gambia, pero nunca con este nivel de frecuencia que se vuelve cada vez más molesto a medida que avanzo hacia el norte. Aun estando muy por debajo del nivel de tormento etíope, debo decir que con el pasar del día me está poniendo bastante fastidioso. No es tanto por el nivel de repetición, ni por ser el centro constante de atención, sino más bien por sentir cierto dejo de desprecio y de arrogancia en el modo en el que lo gritan. Algo muy similar a lo que sentí en Etiopía y en ciertas partes de Kenia. En contraste, es algo que jamás sentí, por ejemplo, en Sumatra cuando cada 3 metros, cada persona exclamaba: ¡Hello Mister!.

A la densa sinfonía de Toubabs que socava poco a poco mi buen humor en cada pueblo, se suma el demonio invisible. Aquel demonio anunciado previamente. El demonio del que todos los viajeros me hablaron: el viento del norte que sopla desde Europa y más allá. Arrasa sin piedad a lo largo de toda la costa atlántica y el Sahara. Sabía que era tan solo cuestión de tiempo hasta encontrarme con él. Lo que no sabía es que ocurriría tan pronto como saliera de Dakar. Es intenso y es constante pero aún es tolerable. Me drena más energía pero no al punto de consumirme. El problema real es que al verme forzado a ir más lento, multiplica la cantidad de toubabs por metro de pedaleo que tengo que soportar en cada aldea.

Dado que no encuentro mayores incentivos como para detenerme muchas veces a lo largo del camino, pedaleo por encima de mi promedio diario a pesar del viento en contra hasta llegar a St.Louis durante las primeras horas de la noche del tercer día. Cuando cruzo el histórico puente Faidherbe las calles están desiertas y poco iluminadas, pero mientras busco el hospedaje donde me alojaré percibo que estoy llegando a un lugar que no imaginaba. Es solo a primera hora de la mañana del día siguiente, al asomarme por la ventana de mi habitación cuando confirmo aquella impresión inicial. Es un día absolutamente radiante y seco en el que puedo sentir al fin que respiro aire puro. Estoy cerca de la orilla noroeste de N’Dar (Isla de St.Louis) la isla de 2 km de largo por 400 metros de ancho sobre el río Senegal donde se encuentra el casco histórico. Desde mi habitación veo a las palmeras mecerse con la brisa matutina sobre el canal de aguas azul safiro que separa a la isla de la famosa langue de barbarie. Esta, a su vez separa a N’Dar del océano atlántico. Cuando salgo a la calle bajo el sol radiante, siento la magia de retroceder 300 años en el tiempo. Camino por calles de un silencio pueblerino que solo es interrumpido por el llamado a rezo de las mezquitas en la distancia y las risas de algunos niños jugando aquí y allá. Las construcciones coloniales francesas pintadas de colores pasteles enmarcan la perspectiva urbana. A juzgar por su condición sin dudas vieron mejores días durante los más de 200 años en los que St. Louis sirvió de capital a la colonia francesa en África occidental. Hoy están en diferentes grados de ruina, muchas incluso deshabitadas, pero todas sin excepción, contribuyen a la atmósfera atemporal de esta isla museo.

Al otro lado del canal está esta rareza geográfica llamada la ‘langue de barbarie’. Tiene la forma de una “lengua” de arena, unos meros 300 metros de ancho y, a lo largo de unos 25 km encauza el último tramo del río Senegal hasta desembocar en el océano atlántico. Para llegar allí tengo que cruzar el canal con el estacionamiento de barcazas de madera más congestionado que vi en vida. Alineadas unas pegadas a las otras a lo largo de la longitud entera de ambas orillas, los dueños de aquellas que quedan en el centro del canal, deben ir saltando de una a la otra hasta poder alcanzar tierra firme. Los intrincados diseños de colores pintados en sus cascos definen su identidad y reflejan el amor que sus dueños ponen en ellas, tan curiosamente similar al que los camioneros paquistaníes ponen en la decoración de sus camiones.

Un vez al otro lado del puente retrocedo unos 100 años más en el tiempo. Las aceras desaparecen. Aquí soy el único caminando entre los carruajes tirados a caballo en los que se traslada la gente local. Sin embargo, me alegro de haber venido a pie, porque no habría podido pedalear por los pasadizos de arena por los que atravieso el barrio de los pescadores. Es un mundo color arena de construcciones en progreso o bien quizás de construcciones sin terminar. Sus estructuras están cosidas por cables que enhebran las fachadas de un lado de la calle con las del otro, sirviendo a los vecinos del espacio perfecto para colgar la ropa. Me dan la sensación de que, sin quererlo, buscan cumplir con una función estructural porque creo que sin ellos las construcciones se caerían.

Por debajo, la vida de todos lo días fluye sin cesar. Los hombres están sentados a la sombra en la puerta de sus casas. Algunos bañan a sus cabras, otros simplemente conversan. Los niños me pasan corriendo sin prestarme atención. Están tan entretenidos jugando a las escondidas entre el mundo de barcazas aparcadas en el medio de los callejones que no pierden el tiempo en hostigar a este toubab. Las mujeres pasean con sus vestidos elegantes desafiando a la austeridad del vecindario, sus colores vibrantes rompen con la monotonía de la gama de tonos beige que predomina en el ambiente. Acompañando al bullicio de la vida diaria en estas callejuelas, está el eco de las olas del Atlántico que resuena entre las construcciones. Todas corren el riesgo de algún día, no muy lejano según los científicos del calentamiento global, ser tragadas por el océano.

Sin embargo, cuando el sol se pone sobre el mar, mientras miro a los niños jugar a la pelota entre el agua y la arena, nadie parece temer el advenimiento de semejante catástrofe. Ese es un temor que casi nadie en África subsahariana tiene el lujo de permitirse. ¿Qué relevancia puede tener pensar en ello cuando tus condiciones presentes circunscriben tu futuro al de tan solo un puñado de días más adelante? Es curioso que los occidentales, que somos quienes tenemos el lujo de pensar con anticipación, lo perdamos causando más destrucción sin reparos o simplemente procrastinando. En occidente, siguiendo el hábito de apropiarse de lo ajeno, se puso de moda el mindfulness con el fin de enseñar a desarrollar la habilidad de estar presente sin distracciones momento a momento. Sin advertirlo, nadie ha forzado tanto a África a aprenderlo como las potencias europeas que sembraron el origen de muchas de las miserias actuales africanas. Gracias a ellas, en África no queda otra que vivir un día a la vez porque el futuro es un lujo que le pertenece a los ricos.

Hasta la vista Senegal

Me voy de Senegal con una sensación mixta. No la he pasado mal a excepción del hecho circunstancial de aquellos días en lo que viví tragando polvo a lo largo del camino alternativo. Es un país bonito, con ciudades muy interesantes (Dakar y St.Louis), algo que no puedo decir de casi ningún otro país de África subsahariana con excepción de Sudáfrica. El paisaje no es atractivo, pero ese no es el fuerte del Sahel de todos modos. La comida está a un nivel superior y las mujeres…mon Dieu! Junto con las gambianas se llevan el premio a la más absoluta belleza que vi en el continente. Han incluso desplazado a las angoleñas, pero solo en apariencia, nunca en encanto. Lo que me lleva a la gente en sí, con la que nunca me sentí cómodo del todo. En la gran mayoría de los países, la bondad y el afecto de las personas transforman la experiencia. Uno baja la guardia, se abre de lleno al encuentro y siente un cosquilleo que toca el corazón. En Senegal, como ya me había pasado en Camerún y mucho antes en Kenia, eso no fue posible porque cada encuentro ameno fue generalmente seguido de uno áspero. Muchos hombres parecían estar siempre dispuestos a ir al choque, lanzando comentarios resentidos o con la simple intención de provocar. Si bien eso fue lo que siempre me mantuvo en guardia, sinceramente no albergo animosidad. No puedo culpar a quienes les es más difícil dejar atrás las atrocidades a las que los colonos los sometieron en el pasado. Lo bueno es que también he conocido gente excepcional y es ese es el recuerdo con el que decido quedarme. No sé si la vida me traerá de vuelta hasta aquí, seguramente no lo buscaré como destino específico, pero si fuera de manera indirecta, no tengo dudas que estaré contento por volver.