Han pasado dos meses desde que dejé el océano Atlántico en Grand-Bassam. Desde entonces dejé África Subsahariana, esta vez de modo permanente después tanto tiempo. Volví al Sahel avanzando por las llanuras áridas de Malí y Guinea junto al río Níger hasta que ascendí al Fouta Djallon para respirar un poco de aire fresco. Desde la perspectiva que me dio la altura, pude avistar mirando hacia el norte en el horizonte turbio, el inmenso Sahara que tendré que cruzar en los próximos meses. De allí descendí una vez más a dar batalla a lo largo de la áspera llanura saheliana siguiendo el curso del río Gambia hacia el oeste. Finalmente, hoy después de tantas osadías, mis ojos se regocijan con el azul intenso del Atlántico, pedalenado en las afueras del sur de Dakar.
Tráfico, tráfico y más tráfico. Es el ritual oficial de entrada a toda gran urbe africana. Los camiones, siempre reyes del camino subyugan con su prepotencia a todos los demás. Las furgonetas rebalsan de gente y mercadería, con dos o tres ayudantes colgados de las bisagras gritando los destinos a la vez que le cobran a los pasajeros. Las motos siempre en su afán de avanzar más rápido hacen abuso de cada intersticio por donde poder colarse para sacar ventaja. Entre medio, una legión de vendedores ambulantes se filtra entre cada ranura flirteando con la muerte a la vuelta de cada vehículo que los acaricia al pasar. En medio de esta encrucijada, peatones por doquier que se mueven como si estuvieran en un campo abierto y vacío sin reparo alguno sobre los potenciales riesgos que los circundan. Finalmente estoy yo con la bicicleta cargada y el cuerpo agotado, en la batalla constante por encontrar un corredor, un pasillo, un simple espacio más o menos continuo por el que circular que me conduzca a destino sano y salvo.
Llego al centro de Dakar en un día radiante. El viento sahariano y el efecto regulador del océano generan un microclima de temperatura y humedad perfectos. La plaza central me sorprende por la limpieza, las amplias avenidas, la arquitectura y porque puedo detenerme en una “boulangerie” (panadería) y comprarme una deliciosa baguette e hasta incluso unos pasteles. Todo esto claramente, para bien y/o para mal, gracias al legado de los ex-colonos. Estoy de muy buen humor por algo tan simple como el hecho de haber llegado inusualmente temprano, algo en lo que consistentemente fallo cuando se trata de ciudades capitales. Eso me libera del estrés horrible de deambular por la noche perdido mientras intento encontrar mi camino en una urbe que no conozco, con todo el riesgo que eso implica. Hoy tengo todo el tiempo del mundo para disfrutar mientras busco el apartamento donde me voy a quedar.
Meses atrás, mientras pasaba tiempo en Cotonou junto a mi gran amigo Germano, conocí a su amigo Amán, un senegalés que como es frecuente en la clase comerciante de muchos países de África occidental, es de origen libanés. Cuando le conté que iba en camino a su ciudad natal, no dudó un segundo en darme la llave de su apartamento en el centro de Dakar para el día en que llegara. Dado que él vive en Cotonou tengo el departamento todo para mí y por el tiempo que quiera. Hoy, sentado en la terraza de la casa de Amán viendo desde arriba la vida fluir sin cesar en las calles del barrio, recuerdo la primera vez en que un total desconocido me ofrecíó las llaves de su propia casa. Fue en el Valle de Fergana, en Uzbekistán, y en el aquel momento, fue un hecho que revolucionó mi vida. Hoy, casi exactamente 10 años más tarde, es algo que he experimentado muchísimas veces. Algo que pasó de ser inconcebible para mí, a ser parte de una bella realidad.
Durante los días 10 días que paso en Dakar haciendo vida de local, paso el tiempo entre dormir, comer bien y hacer mi ejercicio favorito de deambular por las calles. No hay nada más lindo que caminar mucho cuando lo único que haces durante la mayor parte de tu vida es pedalear todo el día. Las ciudades son el lugar perfecto para hacerlo y en ese sentido, entre todas las grandes urbes africanas que conocí, Dakar tiene un nivel de atractivo un escalón por encima del resto. Saliendo desde la casa de Amán, me gusta andar sin rumbo por el corazón de la ciudad, el llamado plateau, donde disfruto de la vida comercial en pleno auge. Ando entre la gente que camina por doquier, aceras y calles por igual, cruzando de un lado al otro entre los coches atascados en el tráfico, algunos detenidos conversando, otros vendiendo cosas. Tampoco dejo de asombrarme una y otra vez con el estilo exquisito con el que se visten las mujeres senegalesas. Admiro su sentido estético y de la belleza. Sean altas o bajas, flacas o gordas, lindas o feas, los vestidos de colores les quedan espléndidos y a todas le realzan la belleza y el atractivo sin excepción.
Entre todo este despliegue de estímulos urbanos a mi alrededor, voy mirando negocios, parando a picar algo de comida en un puesto de aquí y otro de allá. Me compro una baguette en la panadería, hago compras en el supermercado libanés y termino tal vez almorzando jolof versión senegalesa, en una cantina tradicional. Dejo que el camino me lleve hacia los barrios populares, donde se apostan hileras eternas de vendedores de ropa usada al borde de las avenidas, con montañas de pantalones de jean, camisas y calzados bajo el sol. Desde el Merkato de Addis Abeba que no veo el nivel de compresión de comercios que hay aquí por metro cuadrado. Calle tras calle voy pasando por negocios que tienen apenas el ancho de su dueño entre separadores. Muchos de ellos se quedan dormidos a la espera, hundidos en estos ataúdes verticales, rodeados de pilas de productos para clientes que no siempre llegan.
Al final del día termino caminando a lo largo de la vía Corniche que recorre toda la peninsula bordeando el océano. Mientras sigo comiendo todas las cosas que me compré durante el día, disfruto de la brisa mirando al sol ponerse sobre el mar. Es tierra de expatriados y locales acaudalados. Acá predominan las embajadas, los restaurantes de alto nivel, los hoteles sobre la playa y las garitas de seguridad privada. Es un mundo muy lejano al de las calles del otro Dakar.
Lo más maravilloso de estas largas caminatas es que de un extremo al otro de la ciudad experimento la transición entre todos los estratos urbanos y sociales. Al propio paso lento puedo ir pasando de uno a otro mundo, cada uno con su propio realidad e idiosincrasia. En el término de unos días tengo un mapa visual y sensorial en mi mente que me da una visión global bastante acaba del lugar donde estoy. Las ciudades me enloquecen pero también me fascinan. Son una olla donde se vierten miles de ingredientes a la vez, todos revueltos, todos arrastrados por las fuerzas centrífugas de la vida urbana. Y a mí me gusta arrojarme dentro de ella para ser uno más, viviéndolo todo desde adentro, lanzado al azar por aquellas mismas fuerzas.
Luego de 10 días de confort urbano, decido poner fin a mi estadía en Dakar. Es más bien una auto-imposición a la fuerza, porque lo cierto es que podría quedarme varios meses viviendo aquí. Me gusta el equilibrio que tiene esta ciudad, a veces caótica, a veces serena, con buen clima y buena comida, atardeceres en el mar y baguettes en el plateau. No sé si volvería específicamente aquí, pero no me molestaría estar de paso una vez más. Lo esperaría con los brazos abiertos. Ahora es momento de armar las alforjas para finalmente iniciar mi camino hacia el Sahara.