Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

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La historia de Papís

Me reencuentro con Senegal en otro día radiante. Pedaleo por las calles del pueblito fronterizo de Keur Ayip zigzagueando en un embotellamiento de taxis, de carros tirados a caballos y de personas yendo y viniendo sin seguir normas algunas. Mi concentración se reparte entre el deleite de ver a las senegalesas exiquisitamente envueltas en vestidos de colores vibrantes y no chocar o pinchar entre las piedras, las grietas y las fracturas de un camino que ha visto mejores días. Todos continuamos nuestra vida bajo el mismo sol que como un déspota nos subyuga a todos por igual.

Ya hace meses que olvidé lo que es la lluvia. La estación seca tuvo el enorme beneficio de reducir al máximo la presencia de mosquitos y en consecuencia el riesgo de contraer malaria, pero como contrapartida vengo virtualmente viajando dentro de una gran nube de polvo. Los estrechos de asfalto y los períodos de descanso nunca fueron lo suficientemente largos como para darle a mis pulmones el tiempo para oxigenarse y sanar. Y cuando creía que lo peor había pasado, me encuentro con que la ruta principal a Dakar está en construcción, lo que me obliga a tomar el desvío alternativo.

En circunstancias normales, un desvío es el escape ideal a los peligros del tráfico y el barullo en las arterias principales de un país. Sin embargo, cuando todo ese mismo tráfico de camiones, taxis compartidos y furgonetas es redirigido por el mismo desvío de polvo y ripio, el resultado es una de las peores pesadillas para viajar en bici. Durante los tres días siguientes intento sobrevivir dentro de esta nube tóxica, a la asfixia del polvo, al aire caliente, al tráfico ensordecedor y el cansancio. Llevo la mugre impregnada en el sudor, los ojos ardiendo hasta las lágrimas en un entorno en el que el peligro de tener un accidente parece más tangible. Por otro parte, la gente no siempre contribuye a hacer las cosas más fáciles. Cada vez más me hacen recordar al sentimiento que me llevé de Camerún, el de una sociedad mitad adorable y mitad jodida.

Un ángel llamado Papís

Molesto y exhausto, ya de vuelta en la ruta principal recientemente asfaltada, llego a Ndiass, un pueblucho 40 km antes de Dakar. Es el final de la tarde y decido quedarme allí porque no quiero correr los riesgos potenciales que ya he corrido tantas veces al pedalear de noche. No es momento de agotar mi suerte, pero luego de darle dos pasadas completas al pueblo, de un extremo a otro yendo y viniendo, no encuentro lugar alguno donde pudiera quedarme o montar la mosquitera. Este suele ser el problema común de muchos pueblos tan cerca de las grandes ciudades, el de ser no más que puntos de paso donde nadie se queda. Los que van en dirección a Dakar están demasiado cerca como para detenerse aquí, y los que vienen de allí pasan demasiado temprano como para necesitar quedarse a pasar la noche. No obstante, tengo la sensación de que hay demasiada gente como para ser un pueblo satélite de la capital, y la mayoría resultan ser mayormente apáticos. Hasta ahora, Senegal es un país donde creo que una parte de su población ha olvidado la hospitalidad de la religión que practican.

Todavía hay luz, pero a su vez no me queda el tiempo suficiente como para arriesgarme a seguir pedaleando hasta un próximo pueblo que ni sé si existe, ni mucho menos hasta Dakar. Por lo tanto, sigo caminando ensimismado en la disyuntiva esperando quizás el momento mágico que siempre llega, aquel en el que todo se resuelve. De repente, un hombre sentado en la puerta de su casa me saca de mi nube de pensamientos al preguntarme qué busco. Una parte de mí se tranquiliza porque intuyo que esto devendrá en la solución, pero al conversar con él me encuentro con una persona que me mira con ojos de desconfianza escudriñando cada una de mis palabras, mi aspecto y mis movimientos. Por eso no me sorprendo en lo más mínimo cuando me dice más tarde que es un gendarme retirado. El problema es que sus ambigüedades me hacen difícil discernir si quiere ayudarme o solo está interrogándome para matar su aburrimiento.

Cuando le digo que estoy buscando un lugar para dormir me dice que hay varios alojamientos y, en un gesto inesperado, decide acompañarme porque no están señalizados y este pueblo no es más que un laberinto de pasadizos de arena. A pesar de que es él quien entra a preguntar por la disponibilidad, en todos le dicen que no, incluso hasta para dejarme acampar dentro de la propiedad. Al poco tiempo de haber agotado las opciones volvemos a la puerta de su casa sobre la ruta. En este punto, cuando quedan poco menos de 10 minutos para que empiece a oscurecer, me resulta claro que él no tiene intención de ofrecerme un lugar tampoco.

En el pasado, pocas veces he tenido que llegar al punto de insistir para poder persuadir a alguien, pero en este caso no veo otra solución porque el pueblo no me inspira ninguna confianza. Sin ir más lejos, a pocos metros de donde estamos sentados en la acera, se ve que su casa tiene un pequeño patio donde perfectamente podría acampar, y también tiene un pequeño local al frente que él mismo me dice que está vacío. Sin embargo, luego de varios intentos indirectos y directos de persuasión no logro nada de su parte, hasta que al cabo de unos minutos me dice que puedo dormir allí mismo.

¿Allí mismo en dónde? -le pregunto confundido. Me pregunto si me está hablando en serio.

Aquí - me dice señalado al pedazo de acera que corresponde con la entrada de su casa.

¿Aquí? - repito descreído señalando la acera -¿Sobre la calle? ¿Donde pasa toda la gente, y al borde de la ruta con todo el tráfico de los camiones que van y vienen de Dakar?

Sí, aquí - confirma antes de decirme que se va a cenar con su familia.

Estoy tan desconcertado que no le doy una respuesta. Lo peor es que dadas las circunstancias, comienzo a ponderar la opción, porque al fin y al cabo, ya he dormido en todos los lugares imaginables. Lo que pasa es que nada en este lugar me genera un mínimo de confianza y en situaciones como estas mi instinto lo es todo. Es lo que en gran parte ha asegurado mi integridad hasta el día de hoy, y es por eso que decido confiar en mi intuición, y sin más palabras marcharme.

Un vez más vuelvo a deambular a pie, empujando la bici a la deriva contemplando mis opciones. Voy hasta el mercado que está sobre la ruta, en el punto medio entre la entrada y salida del pueblo. Procuro no resbalar entre los restos de verduras y frutas pisadas que alfombran el piso. Si bien es tarde y algunos puestos han bajado las lonas dejando, la congregación de gente que permanece haciendo compras me sorprende a la vez que me tranquiliza. En situaciones y lugares así siempre es mejor estar rodeado de mucha gente que de poca. Entre el bullicio, la muchedumbre y la oscuridad también es mucho más fácil mimetizarse y no llamar atención no solicitada.

Pasa una media hora más en la que converso con una u otra persona sin éxito alguno. No deja de sorprenderme la vibra que hay en plena ruta ya entrada la noche. Es tanta que realmente paso desapercibido. Es tan inusual, que en vez de ser el centro de atención como suelo estar acostumbrado, aquí nadie demuestra tener interés en mi presencia, ni siquiera extrañarse. Pasan 45 minutos, pasa una hora, ya es tarde, y sigo sin encontrar solución cuando de pronto, un hombre de aproximadamente mi edad aparece entre la muchedumbre y con una sonrisa cálida me pregunta:

- ¿Tú eres el chico que está viajando en bicicleta?

- ¡Sí! - Le respondo sorprendido - ¿Cómo sabes?

- Bueno, es que acabo de tener una conversación con el hombre con el que has estado hablando, el gendarme. Me ha contado sobre ti y que estabas buscando un lugar para dormir pero me dijo que de pronto te habías ido. Por eso pensé darme una vuelta por aquí a ver si te encontraba porque pensé que podrías necesitar ayuda.

- ¡Sí, claro! La necesito. Le pedí ayuda a él pero su respuesta fue ofrecerme dormir en la calle en la puerta de su casa y no me siento seguro.

- ¡jajaja! Sí, es que no confiaba en ti. Me dijo que viniera bajo mi propio riesgo si quería ayudarte, porque creía que podías ser un terrorista. Me llamo Papís, puedes venir a quedarte en mi casa si quieres. Vivo aquí cerca.

Esta es la magia, la verdadera magia de viajar por el mundo, expuesto al entorno, a la gente. En tiempos en lo que la ansiedad inunda los momentos de incertidumbre, de repente llega la humanidad de totales desconocidos que, aunque no lo sepamos, están allí velando por nuestro bienestar.

Tan solo 150 metros pueblo adentro, el bullicio del mercado y la ruta quedan atrás dejando al pueblo en silencio. Voy detrás de Papís en la oscuridad, empujando la bici por los pasajes de arena procurando no pisar algún escorpión por accidente. En el camino, me cuenta que la popularidad de Ndiass se debe a la construcción del nuevo aeropuerto de Dakar, a tan solo 5 km de allí, donde trabaja él. En la mitad de su relato, los confines del pueblo me recuerdan que estoy de vuelta a los pies del Sahara cuando mi bicicleta se atasca completamente en la arena profunda y necesito interrumpirlo para que me ayude a empujar los 200 metros restantes. La arena penetra por los pasillos hasta la mismísima puerta de la habitación que alquila en la planta baja de una austera edificación en forma de cubo a la que el desierto está devorando.

Sentados alrededor del hornillo a gas en donde Papís prepara la comida conversamos con la misma ligereza de dos amigos que se conocen hace tiempo. La calidez del encuentro ayuda a prevenir la sensación de opresión de la habitación hermética desprovista de ventanas, luz natural y ventilación. La cacerola comienza a sacudirse señalando la ebullición del agua para el arroz. Yo le cuento algunas de las aventuras que me han traído hasta aquí, mi experiencia en África y lo que me queda por delante. Por otro lado, él me abre una ventana a las historias que a él le ha tocado vivir hasta este momento.

-Pues la verdad es que yo he tenido una vida bastante difícil. Las cosas no se han dado como esperaba - comienza a decirme, con su mirada siempre serena y una sonrisa cariñosa, mientras revuelve el arroz en la cacerolita que sigue agitándose sobre el fuego.

…”muchas veces lo he perdido todo. Mi padre se fue de casa cuando mis hermanos y yo éramos pequeños. Mi madre trabajaba todo el día y el dinero nunca nos alcanzaba. Comencé a trabajar desde muy pequeño, vivíamos en la región de Cassamange, y de a poco fui ahorrando dinero para comenzar un pequeño negocio junto con un amigo. Teníamos una pequeña tienda de alimentos y diferentes artículos. Pasó un año y nos iba bien, hasta que una noche nos entraron a robar y accedieron a la pequeña caja de seguridad donde teníamos guardado todo nuestro dinero para pagar las cuentas pendientes y reponer las provisiones. Perdimos todo y lo tuvimos que cerrar porque no podíamos pagar por nada y lo que teníamos se utilizó para saldar las deudas.

Teniendo que empezar una vez más de cero, sin tener nada, decidí intentar entrar en el ejército para tener un salario con qué vivir y ayudar a mi madre en mi pueblo. Pasé todas las pruebas físicas duras y los exámenes, pero al final de todo, no pasé el examen médico y me rechazaron. Cuando era chico tenía una novia, y una vez, mientras teníamos relaciones uno de mis testículos se torsionó accidentalmente. En el hospital no tuvieron otra opción que extraerlo. Ese es el motivo por el cual no me permitieron entrar al ejército, tener un solo testículo.

Luego de eso seguí haciendo trabajos aquí y allá hasta que conocí a mi mujer con la que tuve dos hijos. Ella tenía una amiga en nuestro barrio que estaba casada con un hombre que era militar. Él la trataba muy mal, la engañaba y también la golpeaba. Un día yo intenté hablar con ella para que lo dejara, para que no se dejara maltratar así. Después de que ella tomó la decisión de dejarlo, él se enteró que yo había estado aconsejándola. En ese momento vino a enfrentarme acusándome de entrometerme en sus asuntos. Comenzó a provocarme, amenazarme y obligarme a que vaya a hablar con su mujer para retractarme. Yo me negué, y la situación escaló hasta que derivar en una pelea física. A raíz de eso fuímos a la policía, que me condenó a mí por entrometerme y por golpear a un soldado del ejército. Me condenaron a 6 meses de cárcel, y dado que el militar tenía contactos en la policía, se cercioró de que mi estadía aquellos meses fuera la peor posible”

Durante su relato sus historias fueron movilizando mis emociones hasta ir tensando poco a poco todo mi cuerpo. En este punto lo interrumpí, quizás como excusa para soltar la respiración que tenía contenida y exclamé: -¡¿La cárcel?! no imagino cuán dura es una cárcel aquí en Senegal- Me siento estúpido por el comentario, pero es que no tengo otras palabras para decir.

Soltando una pequeña risa irónica pero sin perder en ningún momento la sonrisa tranquila ni alterar el tono sereno de su discurso, continuó:

…”sí, la verdad es que ha sido muy duro, porque él se aseguró de que estuviera en el peor lugar posible. En la celda a veces éramos hasta 20 en un espacio de este tamaño” - me dice señalando a la habitación en la que estamos, de unos 15 m2 - “las paredes estaban todas podridas y el piso, donde dormíamos, estaba siempre sucio. Teníamos que acomodarnos unos pegados a los otros, pero como no entrábamos estirados, necesitábamos plegar nuestras rodillas y acomodarnos como piezas de rompecabezas de modo que pudiéramos caber. Sin embargo, este era el caso de mi compañeros de celda porque a mí no me permitían dormir entre ellos. El guardia venía a la noche a obligarme a dormir a los pies de todos los demás y justo sobre el borde de la canaleta lateral donde hacíamos pis. De ese modo, durante la noche, cuando algunos se levantaban a mear, debían pararse detrás mío, quedando yo debajo entre ellos y la canaleta. Por eso me costaba dormir, porque me despertaba frecuentemente por el hedor y las gotas de orina que me caían encima”

Cada vez que creo que lo he escuchado todo, la historia continúa.

“Solíamos enfermarnos mucho también. El calor en verano era infernal. Había muchas ratas, cucarachas, pulgas y por los mosquitos nos enfermábamos de malaria muy seguido. Aquí en las cárceles no sirven comidas, tus familiares o amigos son los que te tienen que llevar algo todos los días, sino no comes. Dado que durante mi estadía mi mujer me dejó y se fue con otro, yo no tenía a nadie que me traiga a mí. Por eso tenía que depender de la comida que compartieran algunos de los que estaban en mi celda, y a veces no comer si no tenían. Seis meses más tarde, cuando me liberaron, mi mujer se había mudado a otro pueblo con mis hijos así que no he podido verlos mucho desde que nacieron. Finalmente, decidí venir hasta aquí para trabajar en la construcción del aeropuerto. Al principio todo estaba bien pero de repente, la compañía saudita que está a cargo del proyecto comenzó a pagarnos el 50% del salario. La excusa eran problemas que tenían con el gobierno. Luego de 6 meses cobrando la mitad, dejaron de pagarnos del todo. Ya van 3 meses que vamos a trabajar sin que nos paguen. Ahora el proyecto está detenido porque dicen que el gobierno no les paga entonces ellos no pueden pagarnos pero aún así tenemos que presentarnos al trabajo. Nosotros reclamamos pero ellos nos dicen que si dejamos de trabajar no nos van a pagar lo que nos deben y nos van a echar. Es muy difícil”…

Luego de una pausa, Papís sonríe a gusto porque la comida está casi lista pero yo tengo el estómago completamente estrujado y he perdido mi apetito habitual de ciclista. Su serenidad me conmueve. Papís me cuenta su vida pero no se queja. No hay lamento alguno en su relato sino más bien una sonrisa digna que refleja aceptación desprovista de cualquier dejo de resignación.

Es bien entrada la noche ya. Juntos, en aquel cuartito de piso de arena, sentados en dos banquitos sosteniendo nuestros platos en el aire, compartimos esta cena deliciosa que cocinó para mí como si fuera su propio hermano. Papís no deja de reír como un niño curioso mientras conversamos. Yo siento la atención genuina que presta a cada detalle de las cosas que le cuento, el aprecio con el que me mira. Por otro lado, yo veo la energía sobrenatural que emana de él para enfrentar un nivel de adversidad que no puedo siquiera concebir en mis fantasías de las tragedias más salvajes. Es la misma energía amorosa que él irradia.

Cuando terminamos de comer no me permite llevar los platos para lavarlos. En cambio, me invita a prepararme para dormir porque, como buen hermano, quiere que descanse. Al quitar el colchón inflable de mi alforja inmediatamente me detiene para decirme que no es necesario. Sentencia que estoy en su casa, y que por lo tanto él me cederá su colchón para que duerma más cómodo y protegido de los mosquitos bajo la mosquitera. Embriagado por esta infusión mezcla de agasajo y vergüenza, intento de una y otra manera explicarle que mi colchón es muy cómodo y que duermo siempre en él y que no puedo permitir que él duerma en el piso. No obstante, Papís encuentra cada excusa para volver a mis argumentos inaceptables, y me pide por favor que duerma en su cama para que pueda estar cómodo. Me quedo tan conmovido y con tantas emociones encontradas en mi cabeza que apenas puedo conciliar el sueño a pesar del agotamiento que tengo.

Al día siguiente, me despierto con el zumbido silbante de la hornalla a fuego lento. Necesito hacer un esfuerzo para poder despegar los párpados de mis pupilas. En ese momento, entreveo la figura de Papís y escucho un cálido “¡Bonjour Nico!”. Me cuesta despabilarme y necesito de algunos minutos para entender qué hora es. Al no tener ventanas, de no ser por la luz que entra por la puerta que está entreabierta pensaría que aún es de noche. Son las 6.30 am. Papís ya ha salido a hacer las compras y está de vuelta preparando el desayuno en el pequeño hornillo. Apenas vuelvo del baño comunal con la cara más fresca, está todo servido. Dos huevos fritos, una rojada de pan, y Nescafé. La bondad y el cariño de este hombre no conocen límites. Desayunamos juntos antes de preparar mis cosas para marchar.

Pocas veces vi a alguien que ha vivido tantas dificultades, muchas de ellas más allá del alcance de mis fantasías, hablar con tanta serenidad y desenvolverse con tanta dulzura despojada de todo rastro de resentimiento en el corazón. Papís me llena de tal respeto y admiración que me conmueve. Su mera presencia emana una energía amorosa que me abraza el alma. Sin buscarlo, me ha dado enseñanzas que procuraré siempre tener presente por el resto de mi vida. Pasaré todo el resto del día pedaleando a Dakar reflexionando sobre todo lo que necesito aprender de estas últimas 24 hrs. Sin dudas, experiencias como estas, son las que cambian mi vida y por las que celebro viajar por el mundo de este modo.