Tan solo una semana atrás entraba a la embajada de la República de Guinea en Bamako para solicitar el visado. Suelo asistir a todas las embajadas con mis dos pasaportes, el argentino y el italiano, y utilizar uno u otro según me convenga. Por diversos motivos, mayormente de orden práctico, decidí que esta vez usaría el argentino para este país.
A diferencia del estándar oneroso que uno suele encontrar en las embajadas de los países ricos (e incluso en la de varios países pobres) usualmente resguardadas detrás de murallas con garitas y personal armado, la embajada de Guinea ostenta un estilo austero de fachada con grietas, vidrios rotos, una simple reja en el frente y un señor modesto que solo tiene un manojo de llaves. Tampoco está ubicada en un barrio de lujo y con tan solo tocar la puerta alcanza para que el señor nos abra sin necesidad de ventanillas blindadas de por medio. Es llegar a un lugar donde nadie te está esperando porque nadie suele estar esperando que venga alguien.
El señor, de pocas palabras, se desvanece al fondo de un pasillo oscuro, caminando como si cargara con el peso de años de llevar a cabo una tarea tediosa. Me deja solo en una oficina donde mi único entretenimiento es analizar el origen de las grietas en las paredes. Cuando ya tengo decidido que es mayormente un problema estructural entre la viga y la pared portante, combinado con la mala ejecución del revoque, vuelve 10 minutos más tarde para informarme que la cónsul ya está en camino. No tengo dudas de que la acaba de llamar a su casa para decirle que venga porque a alguien se le ocurrió aparecer esta mañana por aquí. Por consiguiente, sigo esperando sentado en una silla que cruje con tan solo inhalar, lo que me lleva a sospechar que fue elegida intencionalmente para reemplazar cualquier forma de sistema de seguridad por circuito cerrado. Una vez resuelto el problema del origen de las grietas necesito pasar a mí próximo objeto de entretenimiento. En ese momento, me doy cuenta que a juzgar por el equipamiento de la oficina donde estoy, bien podría estar en la máquina del tiempo viajando hacia los años 90, cuando los monitores tenían el tamaño de un refrigerador y la computadora más rápida es más lenta que la de un móvil Nokia monocromo del día de hoy. Cercando el mobiliario que me recuerda a mi vida cuando tenía 16 años, están las paredes verde oscuras que disimulan mejor las manchas de humedad. La poca luz que entra filtrada a través de las vidrios borroneados por la mugre, alcanza para alumbrar la imagen de Alpha Condé colgando en un cuadro torcido. El actual presidente me mira sonriendo y yo me río porque no puede haber nada más gracioso que tener un presidente que se llame Alpha. De pronto, una voz femenina interrumpe mi pensamiento.
- Bonjour Monsieur - resuena detrás mío en el tono suave de una voz tentadora. Antes de que logre darme vuelta una exquisita silueta de curvas exuberantes pasa fugazmente a mi lado envuelta en un vestido ajustado de tantos colores como los de una ensalada de frutas. La luz difusa del ambiente revela la perfección de una piel negra como el carbón pero tersa como la seda. Para cuando termina de acomodarse detrás de su escritorio sentencia finalmente con una sonrisa blanca fluorescente y dientes perfectamente alineados -¿qué puedo hacer por ud. Monsieur?
Deslumbrado por su belleza, necesito de unos segundos extra para recomponerme y poder enhebrar mis palabras. Articulo mi respuesta lo mejor posible a la vez que intento disimular el impacto siendo consciente de la cara de atontado que debo tener en este momento. Finalmente logro decirle que llevo años queriendo conocer Guinea por eso vengo a solicitar el visado. Sorprendida por mi inusual interés en visitar su país me asegura que no hay ningún problema. Como buena africana, se toma su tiempo para examinar mi pasaporte hasta que me pregunta por cuánto tiempo necesito la visa. Para ese momento, ya nada me importa, su encanto me ha subyugado y a riesgo de que me niegue el visado, me libero de inhibiciones y sin dudar le digo: -mmmmm bueno a ver, la verdad es que si las mujeres en Guinea son hermosas como Ud. pues entonces le diría que quiero la visa de residencia-. Si no fuera porque la piel negra lo oculta, apostaría que está completamente sonrojada en su intento infructuoso por contener la risa. Inmediatamente continúo, haciendo un esfuerzo por enderezar al animal interno y dejar de flirtear, concluyendo que en su defecto necesito la visa de 30 días. Ella intenta coordinar buscando conciliar los halagos con la burocracia y manotea el desorden de papeles que tiene sobre el escritorio hasta encontrar la lista de precios. Cuando termina de desenterrarla de abajo de una pila de carpetas, la acomoda delante para que los dos veamos las opciones (¡Qué lindo! es nuestro primer plan juntos pienso para mis adentros, riéndome solo).
La lista indica dos opciones solamente: visa para la Unión Europea 75 EUROS, para Estados Unidos y Canadá 110 EUROS. Confundida, lo piensa durante varios segundos. Titubea. Argentina no está en la lista. Lo sigue pensando. Finalmente, aún dubitativa señala con el dedo índice la segunda opción y dice: -vamos a hacer esta-. Mis ojos se encienden por el asombro y hasta con un poco de indignación, protesto: -¿Pero Madame, cómo puede ser? Si Argentina ni figura en la lista, no es justo que sea la opción más cara. Aparte, mis bisabuelos eran italianos como los de muchísimos argentinos y hasta tengo mi pasaporte italiano aquí, pero le explico que en África he tenido problemas para alternar entre uno y otro. La contundencia de mis argumentos la dejan perpleja sin saber qué hacer. Me dice que tendría que buscar la información pero sigue titubeando. Dado que seguramente la computadora empoderada por un Intel Pentium III del siglo pasado debe tardar 15 minutos en bootear el Windows 95, y dos horas para bajar la info de Google en Netscape Navigator, sacude sus dudas de inmediato y con cordialidad me dice que puedo obtenerla por el precio de la UE. Yo le respondo aliviado con una sonrisa y la invito a cenar con los 45 euros que me acabo de ahorrar. Soy totalmente conciente de que ni siquiera tengo ropa digna para entrar a un restaurante caro, ni mucho menos estar a la par de su elegancia, pero para mi desgracia, también está casada.
Con el sello del visado estampado en mi pasaporte dejo la embajada con el corazón cautivo. Llevaré conmigo el recuerdo intacto de la belleza de esta cónsul y aunque mi amor no haya sido correspondido me voy entusiasmado con la ilusión de que las guineanas tengan un atractivo similar.
Polvo, colores y basura
Cuando cruzo la frontera a primera hora de la mañana, la vida ya marcha en absoluta normalidad. La usual sinfonía del caos de todos los días musicaliza mi entrada. Motos, coches y minibuses destrozados, burros tirando de carros, vendedores ambulantes, los puestos de la calle con altavoces distorsionando hasta la estridencia. Entre melodía y melodía se abren espacios en los que escucho a los guineanos saludarme. Una y otra vez recibo saludos afectuosos de la gente que me ve pasar. Creo que no hay nada más reconfortante que entrar a un país donde todo es nuevo, e inmediatamente ser recibido con cariño y sonrisas. Brinda una sensación de seguridad que mitiga todas las incertidumbres previas que uno trae consigo y hace sentir que todo va a estar bien.
El sol ya está bien por encima del horizonte pero aún oculto bajo una gruesa costra de polvo que lo difumina en una mancha blanca amorfa que amplifica el calor que emana. En estación seca, el cielo de Guinea, aún más que el de todos los países anteriores, está cubierto por un velo de partículas suspendidas en el aire que lo vuelven blanco, gris y celeste pálido en el mejor de los casos. El impacto más fuerte sin embargo ocurre justo a mis pies. Las montañas de basura acumulada a los lados del camino es la peor que he visto hasta el momento en todo África, incluso peor que en las ciudades de Nigeria. La mayor parte son bolsas y botellas de plástico. Cáncer para el medio ambiente. La gente conduce su vida normalmente, entre y sobre la basura como si no existiera. Los niños juegan, las mujeres lavan la ropa y la vajilla, y los hombres le pasan por encima con sus motos dejando una estela de residuos bailando en el aire.
En estos pueblos donde el paisaje que predomina es el polvo, la basura, los puestos de madera montados bajo lonas, los pocos cables de electricidad sostenidos por troncos improvisados y un calor opresivo, es la energía positiva de los guineanos la que compensa, y hasta hace olvidar, la sordidez. Son momentos y lugares que me llevan siempre a la misma reflexión: si la gente puede mantener este espíritu en estas condiciones tan adversas, por no decir de mierda ¿qué es lo que falla en la cultura occidental donde predominan el confort, la indiferencia y las caras de culo?
El problema de la basura disminuye visiblemente en las aldeas. Lo que no disminuye, sino que aumenta aún más, es la frecuencia con la que la gente me saluda y me sonríe. -Ini suomá, tanamá telé?- respondo con entusiasmo (”hola ¿Cómo estás?”). Me llena de felicidad verlos estallar de risa cuando les hablo en las palabras de malinké que aprendídel oficial de inmigración, y siento que así les devuelvo un poco de la alegría que ellos me brindan a mí.
Es curioso que la sensación que tuve en la embajada de Guinea en Bamako haya sido la de viajar en el tiempo. Sin quererlo, el personal diplomático ofrece un anticipo a lo que vendrá para quienes visitaremos el país. Es exactamente lo mismo que siento en estos días en los que avanzo con la bici haciendo crujir el pedregullo del camino. Atravieso aldeas detenidas en el tiempo donde la electricidad es un producto de la ciencia ficción y se trabaja a mano todo el día en tareas básicas dedicadas a la subsistencia.
Las mujeres, como siempre, son los engranajes que ponen en movimiento a la vida africana y las guineanas no son la excepción. Si no fuera por ellas creo que África no tendría agua que beber. Aquí, la bombean a pie y luego vuelven a casa dando un espectáculo de equilibrio, llevando baldes de 20 a 30 litros sobre sus cabezas sin derramar una gota. Si no fuera por ellas África no tendría comida que comer. Hay un ritmo inmanente en el mundo rural africano, marcha como un metrónomo marcando el tiempo. Es el de ellas hincando varas de madera de hasta dos metros de largo, dentro de los morteros de piso donde muelen los granos para cocinar. Es un toc… toc… toc…toc constante, espaciado con la precisión de un reloj suizo. Es el pulso de África. Si no fuera por ellas África no tendría ropa limpia que vestir. En un balde, en la orilla de los ríos, en las vertientes y los lagos, sus nudillos se llenan de callos mientras friegan para que el brillo de los colores de la ropa limpia devuelva la dignidad que quita la pobreza.
El trazado de caminos parece reflejar la vida a paso lento de Guinea, donde nunca se avanza de A a B en línea recta. Todo lo contrario, desde Siguiri, pedaleo por el país a curva y contracurva, acompañando al Río Níger que ahora tiene la forma de una serpiente que trae algo de fertilidad a esta planicie sedienta de agua. El sol también hace su parte forjando un nivel más de lentitud en el ritmo de la vida. Castiga sin piedad a todo aquel que osa alejarse del preciado refugio de los mangos. Los períodos de tiempo por encima de los 40ºC se extienden cada vez más a lo largo del día por eso, al avanzar por los caminos flanqueados por estos árboles, sucumbo ante la tentación de su sombra.
Si la rigurosidad del clima y la geografía me inducen a pedalear al ritmo de Guinea, su gente usa la hospitalidad como arma infalible para obligarme a detenerme. Ni siquiera intento resistirme porque sé que es en vano. ‘Si no puedes contra la lentitud pues únete a ella’ - pienso cuando me desplomo junto a un grupo de mujeres sentadas bajo la sombra que arrojan los aleros de los techos de paja de sus chozas. A mi lado, una abuela escudriña minuciosamente el cuero cabelludo de una de sus nietas, y una madre arma las trenzas decoradas de su bebé, cuyos alaridos no disturban la paz mental de nadie más que la mía. A pesar de la estridencia de su llanto, disfruto este fragmento sublime de vida rural africana. Finalmente, para darle el cierre perfecto a este momento, una mujer aparece de la nada cargando una olla de hierro pintada de hollín. Llega con una sonrisa y el espíritu de una madre para servirme un poco del arroz que les ha quedado de la mañana. Me hacen sentir tan a gusto que me quedo una buen parte de la tarde.
Todo conspira para que me detenga. Viajo oculto detrás de una barba de 5 meses, gafas oscuras y gorra. Tanto mi bici como yo estamos vestidos de polvo naranja y aún así, es imposible pasar desapercibido. No hay mímesis que alcance en cada uno de estos pequeños cosmos donde todos se conocen y cualquier forastero es foco inmediato, no solo de atención, sino especialmente de entretenimiento. Por estos lugares, los niños son por lejos un vehículo más eficiente de vigilancia que cualquier fuerza de seguridad. Basta con que al menos uno sentado al fondo de un aula de una escuelita mire por la ventana y me vea pasar a la distancia, a veces de hasta 200 metros, para generar un reacción en cadena seguida de euforia. Con un grito alerta al resto de la clase y en el término de unos pocos segundos una catarata de niños y niñas fluye a través de las puertas y las ventanas como el agua a presión filtrando por el muro fracturado de una represa. La curiosidad los posesiona y no hay autoridad que pueda detenerlos. Para cuando me encuentro rodeado de 10, 20, 30 de ellos, lo que queda en la escuela es la imagen memorable de sus maestros parados en la puerta de sus aulas vacías perplejos, tratando de entender por qué se quedaron hablando solos delante de las pizarras.
Una aldea más adelante, a media tarde, detengo la bici de vuelta para hacer justicia al paso lento que me marca Guinea. Esta vez, paro bajo un mango donde conozco a Jean-Pierre. Está vestido con una camisa a cuadros que a juzgar por la pureza de sus blancos es evidente que repele el polvo que flota en el ambiente. Su talle se ajusta a presión a la figura de un torso muscular con forma de trapecio parecido al de los nadadores profesionales. Jean-Pierre desarrolló su fuerza a lo largo de una vida de trabajo duro y de movilizarse con muletas ayudando a sus piernas afectadas por la polio que sufrió de niño. Cuando me siento junto a él, le explico que estoy viajando rumbo a Europa. Mientras escucha atento mi historia, desliza una sonrisa y un suspiro, como las de quien ya sabe de lo que estás hablando. Es una reacción muy distinta a la de las usuales onomatopeyas agudas a las que estoy acostumbrado. Su inusual reacción se aclara inmediatamente después, cuando me cuenta la historia de la ardua odisea que tuvo que pasar intentado alcanzar Europa años atrás. Como tantos africanos que dejan todo por llegar a la que consideran la tierra prometida, Jean-Pierre fracasó a los dos años dentro de su periplo cuando el gobierno marroquí lo deportó a su tierra natal. A pesar de ver su sueño frustrado, ahora encuentra contención en la calidez de su aldea.
El final de la tarde es el momento en el que junto el impulso necesario para doblegar a las fuerzas magnéticas de la lentitud guineana y poder seguir avanzando. Desafortunadamente, cuando la temperatura desciende un poco, toda Guinea quiere acelerar su paso también para poder recuperar una buena parte del tiempo perdido. El tráfico se triplica. De la opresión del sol paso a la opresión del polvo en el aire caliente. Los taxis compartidos, el medio de transporte más popular del país, son un desfile de esqueletos de ingeniería mecánica francesa cargados hasta lo inhumanamente posible. Me pasan a toda velocidad con frenos que se lamentan, bamboleando sus ruedas, desnivelados, con la suspensión vencida por la excesiva desproporción de su carga. Yo quedo atrapado en las nubes del humo negro tóxico que escupen y el polvo que atizan.
Una de cada diez veces, elijo el camino remoto de tierra por encima del camino principal asfaltado, pero aquí se vuelve difícil pedalear en estas condiciones. Por momentos, la sensación de estar enfermándome con cada pisada en el pedal me abruma. En este caso, a diferencia de aquellos desafíos de los que salgo fortalecido cuando los supero, de estos salgo con el cuerpo debilitado y mi salud perjudicada. Respirar este veneno durante el ejercicio aeróbico de la bicicleta me corroe los pulmones y me doy cuenta que necesito cambiar de estrategia si es quiero salir de esta región sin necesitar un respirador artificial.
Cuando llega el final de cada día no puedo parar de toser. Mi barba empastada, mis brazos y mi cuello oscurecidos delatan la polución. Puedo trazar un surco sobre mi piel con el dedo y dejar dibujado un grafiti. El único aliciente es que sin importar dónde me encuentre, en Guinea siempre encuentro un hogar. Al igual que en algunos lugares del mundo en los que estuve, aquí habita ese tipo de gente en extinción que detiene lo que está haciendo para recibirte en su casa, compartir su comida, darte un balde de agua para bañarte y un lugar seguro donde dormir. La hospitalidad es la norma. La dulce compañía de la gente es la recompensa.