Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

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Dimanche à Bamako (Domingo en Bamako)

Desde 2007 escucho a Tinariwen, una banda de Tuaregs del Sáhara, y a Amadou et Mariam, una pareja de músicos ciegos que admiro y cuya música disfruto como pocas. Fue por pura casualidad que descubrí a ambos mientras vivía en Shanghai. Los dos me sirvieron de introducción a la exquisita y diversa tradición musical de Malí que se remonta a varios siglos atrás. Seguido de ellos conocí a Ali Farka, Toumani Diabaté, Boubacar Traoré y muchos otros. Hoy, 9 años más tarde, estoy entrando a Bamako en bicicleta, por eso lo primero que hago cuando llego a la periferia de la ciudad es poner mi álbum favorito de Amadou et Mariam: Dimanche à Bamako (Domingo en Bamako). Aprovechando la linda coincidencia de que encima hoy es domingo, voy rodando al ritmo del estribillo de la canción ‘Beaux Dimanches’ (Bellos domingos). Así entro rodando con una sonrisa a la capital del país …“Le dimanche à Bamako c’est le jour de mariage”…

La música me ayuda a abstraerme del tráfico. Decenas de motos, coches y furgonetas me pasan a unos pocos centímetros rociándome de polvo y arena. Algunos van en el sentido correcto pero muchos otros van en contramano. El domingo no solo es día de bodas, como dice la canción sino día de mercado, por eso a los embotellamientos de vehículos se suma un mar de gente. A todos les toca esquivarse entre sí, pero a mí me toca esgrimirlos a todos en las diabólicas encrucijadas que se forman para no atropellar a nadie ni que nadie me choque a mí. Agradezco que al menos es tráfico de domingo y no de lunes, y sigo cantando …“Le dimanche à Bamako c’est le jour de mariage”…

Luego de unas dos horas de combate vehicular sumadas a los más de 1400 km que traigo encima sin un día de descanso, el indicador de mi batería interna está sin rayitas restantes, de color rojo y titilando. En dicha condición llego a la casa de Ariadna, una chica venezolana que trabaja para el departamento de medios de las Naciones Unidas a quién llegué por recomendación de Ricardo, un cicloviajero brasileño amigo. Qué bendición concerla justo en este momento de agotamiento, cuando más necesito de descanso y la buena compañía de una persona que con su calidez latina me cuida como a un hermano. Como si algo tan excepcional fuera poco, el piso donde vive está a orillas del Níger, el legendario río que atraviesa el oeste de África en forma de media luna, llevando vida y medios de subsistencia a decenas de aldeas y ciudades, desde el corazón del Sáhara hasta África sub-sahariana pasando por el Sahel.

Bamako goza del ruido del tráfico inherente a toda capital africana, que entra en directo contraste con el espíritu pueblerino con el que los malianos se mueven por la ciudad, no muy distante al de las aldeas del Sahel. El paisaje de embotellamientos en el grueso de sus bulevares y a lo largo de los puentes que atraviesan el Níger, contrasta con los campesinos urbanos que siembran y pescan en sus orillas al igual que en el mundo rural del desierto. Una vez fuera de ellos, me pierdo en el submundo entretejido por calles y callejones que se extienden indefinidamente hasta el horizonte. Paseo junto a mujeres envueltas como caramelos en exquisitos vestidos de colores, niños jugando a la pelota y hombres haciendo negocios. La música es el fondo omnipresente que rellena la experiencia de cada rincón de Bamako y las melodías son las que marcan el ritmo de mi andar….“Le dimanche à Bamako c’est le jour de mariage”…

Durante estos días de descanso, Ariadna me propone dar una clase teórica a los alumnos de la universidad de medios audiovisuales de Bamako sobre mi experiencia como fotógrafo. Dado que jamás rechazo una oportunidad de compartir mi conocimiento, acepto de inmediato, a pesar de que necesitaré hacer un esfuerzo extra para poder articular mis ideas en un francés que aún considero bastante limitado.

En el mundo africano la improvisación reina y en tan solo un par de días, estoy parado delante de una clase de unos 20 alumnos que me miran tratando de descifrar qué es lo que he venido a contarles. En Malí, aun perteneciendo al minúsculo grupo social que tiene acceso a la educación terciaria, la idea de viajar por el mundo solo y mucho más aún en bicicleta, escapa a la imaginación y quizás, a las más salvajes fantasías de todos. Por dos horas, a través de una colección de imágenes e historias acompañadas de información teórica y práctica, les abro una ventana a un universo totalmente desconocido.. Ni siquiera un mundo lejano, sino un mundo que arranca en las mismísimas afueras de la ciudad en la que nacieron y que aún así, muchos de ellas y ellos no conocen. Su nivel de reacción es una consecuencia directa del nivel de sorpresa. He venido a transmitirles lo que sé, pero también a llevarlos de viaje e invitarlos a imaginar lo inimaginable. Al concluir, sus preguntas son la señal de que mi intención tiene el efecto que buscaba. Con un final de fotos grupales, selfies y abrazos me despido de ellos con el corazón rebalsando de alegría.

Tengo la fortuna también de conocer a varios funcionarios de la ONU, compañeros de trabajo de Ari. Dadas las proporciones de las dificultades sociales y políticas que atraviesa Malí, Naciones Unidas tiene una presencia de 12.000 empleados activos en el país, entre personal civil y militar. A través de ellos veo una parte de la cruda realidad que atraviesa el país en términos conflicto, como la insurgencia de grupos rebeldes de extremistas islámicos que siembran el pánico en el norte tradicionalmente volátil. El ataque al Hotel Radisson Blue, un puñado de meses atrás, es uno de los ejemplos recientes, como lo es la creciente lista de extranjeros secuestrados y la imposición de la Ley de Sharia en la población local. Sumado a esto, problemas medioambientales como el de las prolongadas sequías, lleva al desplazamiento interno de decenas de miles de personas hacia los campos de refugiados.

La ONU tiene un papel activo en contribuir a mitigar la catástrofe, pero los relatos de sus mismos empleados pintan una realidad distinta y desalentadora de la institución. La visión de muchos de ellos con quienes converso a lo largo de los días, es que la mayoría de que trabajan en la ONU no está allí con el fin de ayudar a nadie sino por el prestigio que representa trabajar para la ONU y aún más, por los inmensos beneficios de los que gozan. Sus recuentos de primera mano pintan un retrato desmoralizador de una de las instituciones que nació para servir a quienes más lo necesitan. Después de oír las historias de gente que pasa los días en piscinas bajo el sol bebiendo cóctels en vez de ocuparse de sus tareas me queda el corazón hundido. En última instancia, y quizás como falso consuelo, decido creer que la realidad última no puede ser única. Quiero creer que debe estar repartida entre, quienes efectivamente lo dan todo por la convicción altruista de servir a los demás, y quienes dicen trabajar para servir solo para ser servidos con lujos y beneficios. Al fin y al cabo, percibo que al menos la gente que me pinta este panorama desolador, es la misma que entra dentro ese primer grupo, lo que prueba que al menos algunos, sí están dentro por las razones correctas.

Paso 10 días muy enriquecedores en Bamako. Me alimento bien, duermo en un colchón cómodo, me baño más veces de lo que me bañé en el último años, me corto el pelo, socializo con gente súper interesante y recobro las energías. También me confirman de primera mano que sería estúpido de mi parte en estos tiempos salir a viajar hacia los rincones más soñados por los que Malí es conocido. Por eso, con dolor pero también aprendiendo a aceptar que no siempre todo se da como uno quiere, decido partir en dirección oeste hacia Guinea dejando atrás el sueño del País Dogón, Djenne, Mopti y Timbouctou.

Dejando Bamako

Los períodos de descanso prolongados son magníficos, porque cuando vengo acumulando cansancio por mucho tiempo, me hacen sentir que la vida vuelve a mi cuerpo. A lo largo de los días voy recuperando las energías que necesitaré para poder continuar, a la vez que el relajo me permite apreciar en retrospectiva la dimensión de lo que he logrado hasta el momento. Sin embargo, la contrapartida es que uno se acomoda rápidamente a los placeres sencillos del confort por un lado, y por otro se apega al afecto de la gente maravillosa que uno conoce. Esto plantea el conflicto de que la dificultad del momento de la partida es inversamente proporcional a la facilidad con la que uno se asienta en la llegad. No obstante, con el tiempo he aprendido que uno no deja a nadie, sino que se lleva consigo para siempre a todos aquellos que agregaron valor a nuestras vidas. Esta reflexión es mucho más que un simple consuelo. Es el argumento que me ayuda siempre a partir con una sonrisa, porque sé que las despedidas definitivas no existen.

Temprano a la mañana cruzo el Níger en hora pico. El tráfico no me impide llevarme la última vista de Bamako bañada por el color dorado del sol reflejada en el río como un espejo. El crecimiento orgánico (no planeado) con el que se formaron muchas ciudades africanas, Bamako en este caso, hace que el límite entre el mundo urbano y el rural sea tan difuso que hasta a veces resulte imperceptible. De este modo, aún estando dentro de los límites oficiales de la capital, en unas pocas calles ya me encuentro esquivando cabras como en las aldeas sahelianas y avanzando a la par de carros tirados por burros. En el momento en el que finalmente estoy en la ruta, la transición ha pasado desapercibida. Ahora, los animales se pasan de uno a otro lado del camino buscando refugio del sol, al igual que los aldeanos, en los pastos secos bajo la sombra de los mangos. Sigo lamentando estar pasando por aquí ya no mucho más que 2 semanas antes de que estos gigantes comiencen a arrojar frutos suficientes como para abastecer al mundo entero.

Algunas horas más tarde, veo un macizo rocoso asomar en el horizonte por encima de las copas de los mangos. A medida que me voy acercando lo veo crecer en dimensión, emergiendo de la llanura con una verticalidad rigurosa devolviéndole al paisaje el dramatismo perdido. Por un momento, la semejanza con ciertos sectores del Tigray etíope me abruma al punto de lanzar escalofríos por mi espalda sudorosa, pero afortunadamente estoy en Malí, donde la gente es amable y no se entretiene cagándome a piedrazos para divertirse, como en Etiopía. Las aldeas y personas desaparecen a la sombra de este macizo. De lejos me cuesta distinguir entre las texturas marrones de las chozas y las de la muralla de roca que las flanquea. A sus pies, las mujeres se congregan alrededor de un aljibe al que llegan con bidones vacíos y vajilla sucia. Con cada tirón de la soga, el travesaño de troncos que sostiene la polea cruje en el lamento. Hombros, bíceps y tríceps se inflan con cada flexión. El sudor que baña sus torsos negros como el betún resplandece bajo el sol. La intensidad del eco que hacen las gotas al saplicar en el fondo del aljibe reporta, tanto la proximidad del balde como la profundidad del túnel oscuro por el que asciende. Así es la vida en Malí, donde las tareas más sencillas de la vida cotidiana de uno aquí representan el arduo trabajo que se lleva la mayor parte de los días de los malianos.

El macizo queda detrás de mí desapareciendo tan rápido como apareció. Los mangos vuelven a dominar el paisaje en la llanura que se extiende hasta los límites de visibilidad de mis ojos. La frondosidad y el verde de sus copas reaviva los tonos anémicos del suelo. Pasado el mediodía, ahora soy yo el que necesita refugiarse bajo su sombra. Allí encuentro alivio y respiro en estos días de asfixia durante la estación seca.

Llego a Kouremale pocos minutos despúes de la caída del sol tras un horizonte enturbiado por la partículas de polvo y un cielo lánguido. La oscuridad no tarda mucho en apoderarse de este pueblo fronterizo sin electricidad. Decido pasar mi última noche en Malí en vez de cruzar a Guinea en este mismo momento. El hornillo que me regaló mi amigo Jiang Lei en Cotonú, me está dando muchos problemas, por eso decido detenerme junto a un galpón en construcción donde encuentro a unos hombres reunidos alrededor de una fogata. Es raro sentarse alrededor del fuego cuando no hace nada de calor, pero eso probablemente muestre cuanto calor hace durante el día. Les pido permiso para hervir en ella el agua para cocinar mis fideos. Aunque la luz del fuego apenas me permite distinguir sus rasgos faciales, mantenemos una amena conversación durante mi cena.

Con la panza llena, ahora solo me queda encontrar un lugar donde dormir. Ya que me siento muy seguro en Malí y no tengo ganas de hacer más sociales por el día de hoy, decido alejarme una centena de metros e inflar mi colchón y colgar la mosquitera bajo el techo de chapa de una construcción abandonada. Allí me rindo a un sueño tan profundo que si alguien se hubiera robado todas mis posesiones no me habría dado cuenta. Cuando los primeros rayos del sol que despuntan en el horizonte me iluminan la cara lo suficientemente fuerte, comienzo de a poco a recobrar la conciencia perdida durante la noche.

El rehacio adiós a Malí

Como cada lugar que visito, soñé e imaginé muchísimas cosas sobre Malí por muchos años antes de llegar. Dadas las circunstancias sociales y políticas actuales, no pude conocer más que una porción muy limitada de este enrome país, pero lo que conocí alcanzó y superó mis expectativas. Me llevo el regalo de la calidez y la simpleza de los malianos. En las aldeas de Malí y en cierta medida hasta en su mismísima capital, disfruté una vez más de la belleza de la vida en cámara lenta. Tomarse el tiempo para hacer las cosas, vivir sin apuro sin estar siempre corriendo. Pasar los días en las aldeas malianas es un viaje en el tiempo. Un viaje a un mundo sin tiempo, al menos no el tiempo en los términos que los occidentales hemos desarrollado.

Me llevo también la música, la maravillosa música maliana que está siempre presente en la vida cotidiana. De ahora en adelante, sé que esta música formará siempre parte de mi colección de álbumes. Empecé a escribir estas entradas sobre Malí escuchando música maliana y es así también como las termino.

Por último, me llevo el entusiasmo, me llevo la curiosidad, me llevo la necesidad y las ganas de volver a Malí. Necesito más, porque si tan poco tuvo un impacto tan lindo, solo me resta imaginar cuánto podría haber disfrutado de poder haber llegado a muchos de esos otros rincones que quería visitar. Es por esto y mucho más, que me voy queriendo volver a Malí, quizás en tiempos mejores, o no, pero seguramente en el momento correcto.