Después de dejar atrás la región algodonera, me quedan tan solo unos pocos días para alcanzar la frontera con Malí. Cada día que avanzo hacia el Sahel, es un día aún más árido que el anterior. Si en las plantaciones de algodón aún quedaba algo de fertilidad para que crezcan las plantas, ahora sí, ya no quedan más que arbustos secos sin color y tierra en donde no crece nada. Sigo pedaleando casi siempre en una eterna línea recta respirando el polvo naranja del corazón del norte del país y muy lejos de las vías principales. Paso horas de soledad bajo el sol de febrero que cada vez me comprime más con su radiación sin escrúpulos.
Si bien las regiones remotas son más duras, en ellas me siento más seguro. Es casi una regla básica que a menor cantidad de gente, menor posibilidad de conflicto. Ya no siento los nervios con los que convivía los días anteriores atravesando tierra de bandidos, en donde estar solo me hacía sentir la ansiedad de estar expuesto en todo momento a un posible asalto. Ahora, las aldeas están cada vez más lejos unas de las otras. Tengo varias horas para escuchar música, dialogar conmigo, detenerme a picar comida bajo un arbusto en silencio. No obstante, nunca estoy realmente solo aunque los momentos con la gente son más relajados también. Ya no hay tanta presencia militar ni policial y percibo mejor energía en los rostros y el andar de los locales.
La recepción en cada aldea sigue siendo sublime. Son caricias que suavizan el corazón. Por dos noches seguidas los jefes de cada aldea en la que duermo no solo me llevan a su casa a dormir, sino que me ceden sus propias camas mientras que ellos duermen en el piso. No importa cuánto me rehúse, mis argumentos se disuelven ante la generosidad inquebrantable de esta gente.
Llego a Kounouman casi al anochecer, la aldea donde paso mi anteúltima noche en Costa de Marfil . En esta región de África donde la electricidad es la excepción y no la regla, me recibe en casi total oscuridad el hijo del actual jefe de la aldea porque su padre está muy enfermo para poder verme. Pronto heredero directo del cargo, Mohammed, me lleva directamente a su casa mientras yo camino empujando la bicicleta junto a él. Con el temple y el carisma de un gran político, durante el camino me hace una invitación abierta a considerar la posibilidad de asentarme en Kounouman una vez que termine mi viaje en bici. Me muestra la disponibilidad de espacio en la aldea y el tipo de terreno que incluso podrían concederme. No lo dice por simple cortesía sino con la firme convicción de quien siente cada palabra que dice.
Luego de los 7 minutos que nos lleva atravesar la mitad de la aldea entera a paso lento, llegamos a su casa donde me presenta a dos de sus cuatro esposas, a quienes hoy les toca realizar las tareas del hogar. Luego de la breve presentación, les ordena con la autoridad de un amo que preparen la cena y la mesa para nosotros. Mientras esperamos sentados en la suave penumbra que arrojan unos farolitos solares y el fuego, Mohammed me pregunta si estoy casado. Al responderle que aún no, no hesita un segundo en comenzar a explayarse sobre los amplios beneficios de tener cuatro esposas. Seguido de ello, pasa a desarrollar sobre la dinámica funcional con la que operan, alternando de dos en dos para trabajar en las tareas del hogar y el cuidado de los niños. En el día que dos trabajan, las otras dos descansan y viceversa. Dentro de la misma rutina, se suma el día en el que cada una de ellas pasa tiempo con él. Al final de su exposición, concluye con absoluta firmeza, que sin dudas yo podría tener mis cuatros esposas al establecerme allí. Considerando que hasta mis casi 38 años, a duras penas y en el mejor de los casos, he podido pasar por muy poco la franja de los 3 años en pareja, Mohammed estaría comenzando a hacerme creer que Kounouman podría tener el potencial de ser mi tierra prometida para no quedarme solo en el mundo.
A la mañana siguiente, el sol trae la luz que revela la imagen de la aldea que no pude ver en la penumbra durante la noche. Las calles de tierra, las chozas circulares de adobe y techo de paja, las tienditas con 4 o 5 productos. Resulta claro que no tiene el brillo del glamour de Sydney, a donde planeo volver a vivir luego de que termine allí mi viaje en bici, pero encanto africano no le falta y el costo de vida es notablemente más bajo. A las dos mujeres que ayer terminaron el día cocinándonos la cena y lavando los platos hasta bien entrada la noche hoy les toca descansar, en tanto que las que ayer estaban de descanso, hoy están ocupándose desde temprano de prepararnos el desayuno y el resto de las comidas del día para Mohammed y su batallón de hijos. Con corazón y panza llenos me voy de Kounouman. Me despido afectuosamente de Mohammed y todo el resto de la aldea que vino a visitarme a la mañana. Me voy con la certeza de tener un lugar alternativo en el mundo en el que tener casa y cuatro mujeres aseguradas en caso de que no me sienta a gusto volviendo a vivir en Australia y no congenie con las australianas.
Los últimos 140km hasta Téngrela, el pueblo fronterizo con Malí, se pasan volando. Al final del día, bajo un espléndido atardecer que se debate entre una paleta de naranjas y rosados, tengo los músculos inflamados, el cuerpo pintado de polvo, pero el corazón radiante. Es muy tarde ya para cruzar la frontera. Está cerrada, no tengo fuerzas ni tampoco apuro, por eso busco lugar una vez más en la iglesia católica del pueblo donde el Padre a cargo me recibe con el mismo cariño que todos los marfileños. Es mi última noche en Costa de Marfil y la cena con el Padre y varios de sus amigos que llegaron de visita fue la velada de despedida perfecta o mejor dicho, un mero pre-calentamiento para la salida.
Burocracia de marfil
Al día siguiente cuando llego al puesto de migraciones 15km al norte de Téngrela, antes de las 8 am, el oficial a cargo examina mi pasaporte y se rehusa a sellar mi salida del país. Al igual que días antes en la ruta cuando me detuvo el oficial de gendarmería, me dice que no puede autorizar la salida a extranjeros por este paso fronterizo y que necesita consultar con sus superiores. De hecho, su confusión principal parte de no haber visto nunca a un extranjero cruzar a Malí por aquí, muchísimo menos en bicicleta. Al igual que en Burkina Faso, estamos en alerta naranja por la presencia de actividad yihadista en la región. Otra vez sopa. Son las 8 am y nadie en la oficina quiere hacerse cargo de sellar mi salida o considera que siquiera tiene la autoridad para hacerlo. Una vez más necesito aplicar la ingeniería social para persuadirlos y que me dejen salir.
A medida que pasa el tiempo voy dejando claro, usando todo tipo de argumentos, que de allí no me iré hasta poder cruzar a Malí. He aprendido a las buenas pero también a las malas, que lo más importante en estas situaciones es nunca perder la paciencia, jamás violentarse y siempre, a toda costa, mantener un diálogo con humor y en buenos términos. Hay que sostener una calma inquebrantable cuando la respuesta es una y otra vez no, porque un no en África raramente es un no rotundo sino que lleno de matices. Casi siempre, el ‘no’ surge de no saber o de la vagancia más que de alguna ley estricta. Por eso, el truco puede ser descrito de la manera más cursi posible diciendo que la clave está en encontrar el punto dónde tocarles el corazón. Necesito ponerlos de mi lado, necesito que al menos uno o más empatice con mi causa y para eso tengo un arsenal de argumentos.
Primero me dicen que tengo que volver a Téngrela y ver a tal persona en tal oficina para obtener un permiso especial. Esta tarea involucraría pedalear 15 km de vuelta para encontrar personas y permisos que tengo la certeza que no encontraré. Durante solicitudes como esta, mostrar la bicicleta y lamentarse por lo que implica dar una vuelta así suele ser una carta infalible. Casi todos en África empatizan conmigo especialmente al ver una bici tan cargada como la mía, porque ni en las más salvajes fantasías africanas, la gente imagina algo como viajar así.
Luego de al menos una hora de argumentos yendo y viniendo, logro que finalmente levanten el télefono para empezar a hacer llamadas. Mi papá siempre dice “El teléfono llega primero”. No lo hacen tanto por entenderme sino porque están cansados de escucharme. Por supuesto que estamos en África y las cosas nunca fluyen como uno imaginaría. Lo impredecible es lo único predecible, y todas las personas que deberían estar disponibles en sus oficinas en horario de trabajo no lo están, ni tampoco dejan dicho cuándo volverán. Todo lleva tiempo, mucho tiempo. Al intentar con uno y no encontrarlo, intentan con otro. Cuando lo encuentran a ese les dice que necesitan hablar con otro, pero ese otro tampoco está y la persona alternativa los deriva a otro. De las autoridades de Téngrela, les indican que necesitan llamar a un comisionado en Yamoussoukro, quien obviamente no está y atiende otro en cambio. Ese otro dice que no puede autorizar la salida, por eso sugiere que lo mejor es llamar a alguna oficina de Abidjan, pero cuando llaman ya es mediodía y el comisario salió a almorzar y volverá cuando el destino lo permita. Por cada llamada que hacen, necesitan repetir todo el cuento del blanco en bicicleta que intenta cruzar la frontera y todos los pasos que se han tomado hasta ahora. Es cierto que se va todo el día desperdiciándolo con esta telenovela, pero la realidad es que como no tengo prisa, me estoy divirtiendo mucho y debo darles algo de crédito a estos holgazanes por poner tanto esfuerzo para sacarme de encima. África nunca deja de sorprenderme.
Alrededor de cinco horas más tarde, pasadas la 1 pm, el veredicto es positivo y deciden sellar mi pasaporte. Es importante destacar que el resultado poco tiene que ver con la aplicación precisa de alguna ley y mucho con el cansancio y la faltas de respuestas, apostando a que todo saldrá bien si dejan salir al blanco de aquí. Luego de haber pasado la mañana entera en el puesto, siento que el personal policial y militar asignado a este rincón del olvido al borde del Sahel, y yo, seremos hermanos para siempre. Celebro nuestro vínculo tomando una selfie de todos nosotros sonriendo juntos. Me despido de este maravilloso país y empiezo a cruzar la tierra de nadie.
Costa de Marfil en el corazón
Luego de Ghana, Costa de Marfil resultó ser un bálsamo para el corazón. No porque, como dije antes, la experiencia en Ghana hubiera sido mala, sino porque la de aquí ha sido muy buena. Marcó la vuelta a los grandes momentos de sublime hospitalidad africana. Los marfileños fueron cariñosos conmigo. Generosos y protectores. Afables y sencillos. Cada vez que recuerde a este país, recordaré los colores de los mercados, los caminos de polvo naranja y arbustos extendiéndose indefinidamente, donde la gente camina descalza y lleva enormes palanganas en la cabeza mientras sostiene conversaciones amenas. Aun más, recordaré a Mohammed con su serena sonrisa tomando mi mano entre las suyas y sentiré cosquillas del cariño con el que aquel hombre me recibió junto a su familia en su aldea. También me voy sabiendo que en Konouman, el otro Mohammed me espera allí con un terreno y cuatro esposas para mí. Serán algunos de los recuerdos más hermosos de un país que poco tiene para destacar en el sentido estético pero muchísimo en el sentido humano. Me voy llevando a Costa de Marfil en el corazón.