Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

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Nubes de algodón

Al poco tiempo de salir de Yamoussoukro, los tonos verdes de la vegetación del sur van dando paso a la aridez del norte. Estoy viviendo el proceso de transición inverso al que que viví hace casi 3 meses cuando pedaleaba en dirección sur desde el Sahel burkinés hacia el fértil sur de Ghana. De vuelta en los caminos de tierra, mi ropa y mi piel se tiñen de color naranja. El sol arde en lo alto contrayendo mis pupilas. Las partículas de polvo que flotan en el aire dejan al cielo agonizando en un celeste pálido y silencian los tonos de árboles y arbustos. Una vez más, bajo esta paleta de opacos donde el mundo pierde su tridimensionalidad no terminan las reminiscencias con la transición previa.

Ya con la capital detrás tengo por delante al mundo rural marfileño todo para mí. Ahora puedo pedalear en paz por los caminos secundarios aunque no por mucho tiempo. Poco después de salir del pueblo de Kongaso, un gendarme ocioso, refugiado bajo la sombra de un árbol al costado del camino en el medio de la nada, me ordena detenerme. No sé qué es más grande, si la sorpresa por mi llegada o la confusión de no saber qué hacer conmigo allí. Lo que sí me queda claro, es que he llegado para arrebatarle el aburrimiento que lo tenía hundido hasta el cuello en una silla de plástico semi-derretida por el mismísimo calor del aire. Sin dudas, soy lo más emocionante que le ocurrió desde que se sumó a las fuerzas de la gendarmería.

Intentando disimular la perplejidad me pregunta qué hago allí y hacia dónde voy, pero me dice que no puede dejarme pasar hasta consultar con sus superiores. Estoy de muy buen ánimo y no tengo ganas de discutir así que aparco la bicicleta mientras él toma su teléfono para comenzar a hacer llamadas. Ya son pocas las cosas que me irritan. La paciencia es uno de los regalos más grandes que me dieron tantos momentos de burocracia africana que traigo en mi haber. No solo no me irrito, sino que utilizo hasta los detalles más pequeños para divertirme como por ejemplo reflexionar sobre el hecho de que su Nokia de pantalla monocromo rajada y carcasa fracturada vio más acción desde que salió de la fábrica en China que él en su carrera de gendarme en este olvidado rincón de Costa de Marfil. Entre tanto, mientras del otro lado del teléfono lo transfieren de una persona a otra para sacárselo de encima, yo me saco una selfie con él al teléfono y otro gendarme curioso que acaba de llegar en moto. Le lleva media hora obtener una respuesta satisfactoria para permitirme continuar, pero antes de partir, él y su colega me advierten que estoy entrando en una zona de bandidos.

¡Maldita sea! Paso de llevar una sonrisa relajada a tensar cada músculo de mi cara. Al igual que había experimentado en el sur de Burkina Faso y norte de Ghana, vuelvo a pedalear con miedo. Ahora, la soledad ya no me da paz sino ansiedad. El silencio y la ausencia de gente no ayudan. Es horrible la sensación de andar en la bici temiendo que en cualquier momento de los arbustos pueda sufrir una emboscada. Una parte de mí, intenta concentrarse en las pisadas en los pedales, el sonido de la grava crujiendo bajo las ruedas o el roce del aire caliente sobre mi piel pegajosa, pero hay otra parte subconsciente que está en permanente alerta. Es como si estuviera intentando escuchar los sonidos más allá de los arbustos fantaseando que alguien puede estar escondido tras ellos al acecho. En momentos así, los minutos se vuelven horas, son los pensamientos más que los hechos tangibles los que me asaltan. Lo único que quiero es que vuelva a aparecer más gente alrededor, porque cuando hay gente, la mayoría es buena, y la mala queda neutralizada.

Las cosas no mejoran cuando alcanzo el siguiente pueblo grande. Los rostros de la gente que veo al pasar cambia. Hay algo en ellos que no me inspira confianza. Encima de esto, en medio del pueblo me encuentro con una fortaleza de la ONU, cuyo perímetro está guardado por torres de vigilancia donde están en guardia soldados de los cascos azules sosteniendo ametralladoras. Ahí caigo en la cuenta de que esta es una región que hasta hace no muchos años fue uno de los focos de conflicto de la guerra civil marfileña. Hasta el día de hoy, la ONU tiene su base aquí y nada en este lugar me atrae realmente como para querer quedarme. Prefiero arriesgarme un poco más y seguir adelante para salir lo antes posible de esta zona. Por suerte, las cosas no tardarían mucho en mejorar.

Nubes de algodón

Hacia el final del día, con un sol más bajo y con menos fuerza, llego a una aldea respirando polvo. El calor y los nervios me han dejado sin fuerzas. Con el atardecer, la paleta de opacos vira ahora hacia los grises azulados. Junto a las chozas de todos los días, ahora unas montañas de algodón en forma de tortas o pirámides truncadas definen el perfil del horizonte enturbiado por la densidad de partículas flotando en el aire. Estoy ya en el corazón algodonero del país.

Como es habitual, cuando me pongo oficialmente a buscar un lugar para dormir, me bajo de la bici. Así me es mucho más fácil entrar en contacto con la gente y entablar conversación. Casi siempre, incluso, son los demás quienes dan el primer paso. En una aldea remota africana, un blanco en bicicleta es una novedad demasiado tentadora para resistir. Voy caminando junto a la bici entre millares de bolitas de algodón desparramadas por el suelo. Sobre los bordes del camino veo a un grupo de niños jugando entre pilas de ruedas viejas. Me miran entre risas y miradas tímidas cuando decido detenerme a tomarles unas fotos. Dada la energía positiva que percibo de la gente que se me acerca, pido hablar con el jefe de la aldea para pedirle permiso para pasar la noche allí.

Llego a la puerta de su casa escoltado por los niños con los que estaba jugando al costado del camino. Mohammed, el jefe de la aldea, un hombre de piel negra bien oscura, ya en sus sesenta largos, envuelve mi mano derecha entre sus dos manos antes de que siquiera comenzara a presentarme y no la deja ir. Siento la piel áspera y agrietada de quien se ha curtido largos años trabajando en el campo pero aún así no ha perdido el calor del afecto. Me escucha con el cariño de un abuelo. La expresión serena de su sonrisa me reconforta. Me hace sentir de inmediato que mi pregunta apenas tiene sentido porque el permiso ya me ha sido concedido de antemano. A medida que le voy contando de mí, comienza a caminar despacito sin dejar de prestarme atención y sin soltarme en ningún momento. Cuando llegamos a la puerta de una choza cercana a su casa, le indica a uno de sus nietos en el dialecto local que la liberen para mí. Allí podré pasar la noche y también cenar con la familia.

Los niños salen corriendo a buscar mi bicicleta para traerla hasta la choza. Cuando entro para dejar mis alforjas veo que el interior de los muros de adobe está empapelado de pósters de Didi Drogba, el dios del fútbol marfileño que triunfó en la Premier League inglesa. Al estar ahí dentro, mirando las imágenes, recuerdo los muros del cuarto en el que crecí, al que empapelé de pósters de bandas de heavy metal. Sonrío porque veo con claridad que la adolescencia no tiene nacionalidad, raza, ni credo. Sea en una choza en una aldea remota de Costa de Marfil o en un edificio de clase media de Buenos Aires, los adolescentes crecen buscando en sus ídolos alguien a quién admirar y en quien reflejarse a falta de la identidad que todavía no han podido definir. Esta es la verdadera globalización. No la de la economía, el comercio y las telecomunicaciones, sino la que siempre existió, la de la humanidad primigenia que nos conecta intrínsecamente desde el inicio de los tiempos.

Una vez que el estrés diario de encontrar un lugar para dormir queda atrás, es casi un ritual para mí quitarme las sandalias y sentarme en el piso a capturar con mis ojos y mi corazón los fragmentos de la vida africana. Nunca pero nunca dejarán de traerme una silla. Casi siempre, es lo primero que la gente me ofrece porque les resulta inaceptable que un invitado se siente en el suelo, menos un blanco, pero les explico que a mí me gusta y de esa manera busco demostrarles que en el fondo no somos tan diferentes. Me gusta sentir el suelo, la conexión con la tierra, me gusta caminar descalzo aunque a veces me pinche o me queme. Sentado en un escalón de barro, miro pasar la vida africana. Delante mío, un bebé toma un baño dentro de un balde lleno de agua oscura y me mira con ojos de sospecha. Entre medio se cruza otro niño corriendo descalzo y lleno de polvo luchando por mantener en movimiento a una rueda vieja de bicicleta que es más alta que él. Mientras tanto, la familia de Mohammed y los vecinos se acercan a saludarme. Me miran, sonríen, y nos hacemos muchas preguntas hasta caer la noche cuando ceno junto a ellos bajo la luz vacilante que emite una bombilla de luz.

Todos al trabajo

La claridad marca el inicio de cada día, especialmente en África. Los espacios de silencio se van quebrando de a poco a medida que el cielo se aclara. Primero con las mujeres. Unas van y otra vienen con bidones de agua en su cabeza mientras que otras cargan leña para hacer fuego. Conversan al pasar, saludan, dan instrucciones a los más jóvenes. Las hermanas mayores cuidan de los más pequeños y atienden el llanto de los bebés. Los niños arrancan a jugar gritando desde temprano mientras que los hombres hacen preparan las cosas para ir a las plantaciones. Poco a poco la aldea entra en movimiento y para cuando el sol asoma en el horizonte la vida ya está en pleno apogeo.

Estamos en plena época de cosecha y para mi sorpresa, o ya no tanto quizás, las únicas personas que quedan en la aldea son las personas mayores y los bebés. El resto de los hombres y mujeres de todas las edades, los niños y las niñas desde los 5 o 6 años para arriba, todos van a trabajar sin excepción. Jean, el hijo mayor de Mohammed conduce un tractor que arrastra un tráiler en forma de jaula metálica donde se apiñan más de una docena de personas de todos los tamaños. Mientras nos abrimos paso por un sendero que se abre como un túnel entre largas filas de anacardos, Jean me cuenta que el tractor en el que vamos no es de ellos. La compañía algodonera paquistaní que compra el fruto de la cosecha de todas las aldeas de la región se los provee para que ellos hagan su trabajo. Las ruedas trituran la costra de hojas en el suelo. Vamos despacio sacudiéndonos de lado a lado, absorbiendo las vibraciones del tractor, hasta llegar a uno de los bordes por cosechar de la plantación donde desciende el pelotón.

Cuando llegamos, ya hay grupos de mujeres con ollas en el fuego preparando lo que será el almuerzo de los aldeanos y aldeanas que cosechan durante el día. Desde ese lugar como punto de partida, docenas de personas entran en los campos de algodón equipados con no más que una simple bolsa de arpillera amarrada a sus cinturas. La tarea tiene una mecánica sencilla pero no por ello resulta fácil. La plantación es un denso laberinto de arbustos de tronco delgado y ramificaciones múltiples de cuyos extremos brota la bola de algodón. Al abrirse paso, el filo de las ramas desgarra las prendas y dibuja trazos blancos en la piel negra de los recolectores, exfoliándola poco a poco hasta dejarles rasguños abiertos. No obstante, todos parecen ser inmunes a las molestias. La densidad dificulta el desplazamiento de los adultos que deben penetrar el campo a veces con fuerza bruta. Los niños y las niñas, por su tamaño, se mueven con mayor facilidad, pero extraer las bolas en la mitad superior de arbustos más altos que ellos les resulta exhaustivo y a veces directamente imposible.

Una fugaz mirada al horizonte revela millares de bolitas blancas brillando incandescentes bajo el sol en tan solo una fracción del área cosechable. No importa cuánta gente trabaje, la tarea de recolectar uno por uno a mano parece tan irrisoria como inalcanzable. Sin embargo, haciendo trabajo de hormigas, la gente va llenando una bolsa tras bolsa a lo largo del día. Los puntitos blancos van desapareciendo de la plantación mientras que las montañas de algodón crecen proporcionalmente en el perímetro de la misma. Durante la jornada, muchos se arrojan sobre ellas exhaustos para tomar un descanso.

Desde allí el algodón se carga a pala dentro de los tráilers para llevarlo hasta los alamacenes de la aldea, pero para minimizar la cantidad de viajes es importante comprimirlo lo más posible. Para ello no hay pistones mecánicos, ni siquiera instrumentos rudimentarios, sino la inocencia de los niños que se divierten saltándole encima. Juegan sucios, malnutridos, con sus piernitas paspadas por el frote constante de las bolitas de algodón y saltando hasta jadear del cansancio. La imagen de ellos matándose de risa al hacerlo, distorsiona la percepción de lo que estoy presenciando. Su capacidad de divertirse al hacerlo, no cambia la tragedia que es la realidad última de que estos niños están trabajando en vez de estar en la escuela. Es tanta la alegría que me contagian al verlos disfrutar tanto, que debo esforzarme para no olvidar que estoy en presencia de trabajo infantil y eso no es para reír sino para llorar.

A lo largo de la tarde, los trailers van llegando cargados a la aldea. El mismo en el que Jean había llevado a la gente a la mañana, ahora vuelve desbordando de algodón mientras que la gente tiene que volver caminando. La llegada a la aldea no marca el fin de la jornada. Ahora toca la descarga y el almacenamiento del producto de la cosecha. Una gran parte se guarda dentro de las chozas almacén donde más niños esperan para saltarle encima con el fin de poder meter la mayor cantidad posible. El excedente queda afuera formando tortas de algodón que con el transcurso de los días crecen en número y tamaño hasta reconfigurar la silueta de la aldea y su estructura. Ahora solo resta esperar al camión de la compañía procesadora para que venga a recogerlo.

Durante la época de cosecha, el camión llega una vez por semana a cada aldea, a veces más. Estaciona en el espacio liberado que sirve plataforma de carga rodeado de las tortas listas para ser cargadas. Junto a ella, la compañía monta una carpa con una balanza industrial debajo y un escritorio improvisado, detrás del cual un supervisor con cuaderno y bolígrafo en mano anota cada kilo por el que tendrá que pagar. Los aldeanos llegan cargando el algodón envuelto en grandes mantos de arpillera para pesarlo. Alrededor de la balanza se forman discusiones constantes sobre la precisión del peso. Los de la empresa vigilan que los aldeanos no hagan trampa para manipular el verdadero peso. Cada carga implica una pequeña disputa por un gramo más o un gramo menos hasta que todos llegan al consenso y el encargado finalmente registra el peso en el libro de notas.

Al pie del camión, un equipo de adolescentes trabaja armando bultos de carga. Cuatro metros más arriba, apiñados sobre una gran montaña de bolitas blancas, un grupo de no menos de 16 hombres los recibe y arroja bajo sus pies. A simple vista, el furgón ya está cargado al menos dos veces por encima de su capacidad y nadie demuestra alguna intención de detener la carga. El exceso de peso resulta evidente al ver las bolas de algodón salir a presión a través de las rajas entre las tablas de madera añeja que forman la estructura lateral del furgón. Así como los niños volvían un juego el trabajo de apisonar, aquí los hombres lo vuelven una danza cantando al unísono. Uno de ellos lidera marcando el ritmo raspando un fierro sobre la superficie rugosa de una lata metálica e comenzando el canto. Todos lo siguen girando en un pequeño círculo. Con cada paso que dan, hunden sus botas en el algodón comprimiéndolo más y más. Una vez que no queda rincón vacío para incrustar una nueva bolita, el camión parte hacia la planta de procesamiento. De allí será trasladado hasta el puerto, unos 700 km al sur, desde donde navegará hacia a los grandes centros de producción textil del mundo, en este caso Karachi, en Paquistán donde será transformado en la ropa que más tarde vestiremos.

Como es el caso de todos los commodities, el precio del algodón lo define el mercado en las bolsas de Nueva York, Londres, Hong Kong, independientemente de la cantidad, calidad y condiciones de trabajo que comunidades enteras tengan que llevar a cabo para producirlo. Ellos no trabajan para ganar dinero, mucho menos para ahorrarlo, sino simplemente para llegar al final de un día más con un poco de comida. Ellos son el primer eslabón en una larga cadena que hace que más tarde, en nuestro lado del mundo, podamos comprar camisetas de $3 en Kmart y H&M y aún así, molestarnos porque no cuestan la mitad. Muchos de nosotros, presionados también por el excesivo costo de vida de los lugares donde vivimos con salarios cada vez más precarios, cuando salimos de compras tendemos a olvidar y hasta ignorar algunos de los factores críticos que hacen posible la reducción de costos. Es el círculo vicioso de las cosas que aún están mal en el mundo.

Sin probablemente tener mucha idea de todo lo que ocurre más arriba en la cadena, sean mujeres, hombres, adolescentes o niños, cada uno a su manera, encuentran el modo de generar recursos para transformar las asperezas de su vida en una tarea más amena o que al menos no exacerbe su dureza. Será por eso que aún a pesar de la crudeza he visto más sonrisas que escuchado quejas y lamentos. Por mi lado, puedo decir que el contraste extremo entre una vida intolerable a la vista de cualquier occidental promedio y la ligereza con la que esta gente lleva la paz de sus sonrisas me descoloca. Ver el trabajo tan forzado por tan poco me duele en lo profundo, pero esa capacidad estoica que tienen para aún así conducir su vida sonriendo me desborda de amor, de coraje y de profundo respeto. Creo que ellos no deben comprender cuánto me ayudan a crecer con su ejemplo.