Siempre me entusiasma llegar a un nuevo país, sobre todo cuando vengo de cruzar uno que no me ha dejado adentro algo muy especial. Con el advenimiento de la llegada, la curiosidad y la incertidumbre se encienden una vez más como las llamas al verter querosén en una hoguera. Las preguntas, las dudas y hasta los miedos salta como chispas dentro de la mente. La sensación arroja vibraciones por todo mi cuerpo. Entrar en Costa de Marfil me llena de tanta emoción como salir de Ghana. Sin embargo, también renueva mis preocupaciones, porque al fin y al cabo, este nuevo país no ha gozado por mucho tiempo de la estabilidad social y política del país del que estoy saliendo.
Siento la calidez de la vuelta a África francófona desde el momento en el que pongo el pie en el puesto de migraciones, que para no romper con la tradición de frontera africana, no es más que una casilla de madera sostenida por obra de un milagro. Aún así, es el puesto fronterizo principal del país a lo largo de su ruta comercial más relevante. En medio del usual bullicio entre burócratas y pasajeros dialogo con el oficial que recibe mi pasaporte. Le cuento de mi viaje, le pregunto las palabras básicas del dialecto local y algunas cosas sobre la seguridad general en el país. El tono de su voz reconforta mis incertidumbres. Los gestos afables, las miradas honestas, las sonrisas relajadas, son siempre símbolo de un comienzo positivo. A partir de ellos, uno empieza a construir las certezas de todo lo que no sabemos aún. Cuando uno marcha expuesto a los vaivenes del mundo y de la vida, la sensación de seguridad no es algo permanente que está con nosotros sino una variable dinámica que se construye y se reinventa (y se deshace) momento a momento.
Con el pasaporte sellado salgo a rodar energizado por el optimismo. Los camiones me pasan levantando polvo. La succión, producto de la velocidad, arrastra una estela de botellas alocadas detrás de las ruedas. Su chirrido es la melodía que acompaña la danza de bolsas de plástico, bollos de papeles y cartones flotando en el aire a mi alrededor. Las motos, los autos, los carros y hasta mi humilde bicicleta, todos contribuímos a que la danza no se interrumpa. Sin embargo, cuando mi corazón está contento, no hay pestilencia que alcance para robarme la sonrisa. Por eso, respirando polvo y con la basura danzando a mi alrededor no dejo de exclamar “Bonjour!” cada vez que alguien se cruza en mi camino.
Al poco tiempo de dejar atrás el caos del primer pueblo fronterizo, la ruta hace un giro tierra adentro luego de una semana entera bordeando el océano atlántico desde que salí de Accra. De repente, todo se torna verde a mi alrededor. Ahora, el grueso de la vegetación sirve de panel acústico que absorbe el ruido del tráfico. Pero no pasan muchos kilómetros hasta darme cuenta que esto no es ni la selva ni el bosque tropical, sino hectárea tras hectárea de plantaciones tendidas por el hombre. Primero son las de plátanos, después las de cacao, y más adelante la de los árboles de caucho pero no es hasta momentos más tarde cuando reaparece en mi camino aquella plantación que me trae los recuerdos más tristes de Sumatra y de Borneo: la palma de aceite. Al menos aquí, a diferencia de Malasia e Indonesia, la palma es una especie autóctona y no un transplante especulativo que conlleva a la destrucción de las selvas ancestrales del planeta. Luego de muchos años de sucesivas crisis y guerras civiles, Costa de Marfil inició su camino de reconstrucción económica a través de la exportación de productos agrícolas.
La monotonía de las plantaciones me acompaña todo el camino hasta llegar a las puertas de Aboisso, la primera pequeña ciudad. Como es el final del día, no tengo tiempo ni posibilidad de encontrar un lugar para acampar en solitario antes del anochecer, por eso opto por lo seguro y voy directo a la iglesia local. Allí, la hospitalidad africana me acaricia el corazón una vez más. El Padre François y un puñado de sacerdotes residentes me dan un calurosa bienvenida, me ofrecen una habitación y me invitan a cenar junto a ellos. El entusiasmo con el que me preguntan sobre cada detalle de mi viaje y la naturaleza de mis decisiones, me llena de alegría y me da la energía que necesito para responder a cada una de sus curiosidades. Cada vez que me voy a dormir después de veladas como esta nunca dejo de fantasear con qué ocurriría si llegara con mi bicicleta a los palacios onerosos del Vaticano. Mis prejuicios me hacen sospechar que no me recibirían así.
El corazón político y económico del país
Salgo de Aboisso con el corazón contento y lleno de energías. Vuelvo a la ruta que ahora me lleva de vuelta hacia el oceáno Atlántico. Voy hacia Grand-Bassam, la ciudad que fue capital de la colonia francesa por algunos años a fines del siglo XIX, antes de que un brote de fiebre amarilla los obligara a trasladarla a Bingerville. Hoy es un balneario de resorts con playas privadas detrás de muros altos y personal armado de seguridad, a donde vienen los ricos y los expatriados europeos para huir del caos de Abidjan. Paso la ciudad pedaleando por su boulevard principal viendo a las hileras de cocoteras mecerse suavemente con el viento, pero no tengo intención de quedarme. No obstante, avanzo despacito para disfrutar del aire marítimo a lo largo de este puñado de kilómetros, porque serán los últimos en mucho tiempo hasta que vuelva a ver el mar. Sin embargo, de saber que aquí, semanas más tarde, habría un atentado terrorista que se cobraría varias vidas, no lo hubiera hecho tan tranquilo.
No mucho más tarde estoy entrando en los suburbios de Abidjan. Pedaleo entre autos, camiones y camionetas debatiéndose entre un mar de motos, bicicletas, y hombres tirando de carros cargando pilas de cosas. Desde las grandes avenidas hasta los callejones de los barrios hay gente, mucha gente caminando, yendo y viniendo entre las interminables filas de puestos de mercados. Las mujeres venden frutas y verduras, los hombres cargan y descargan sacos de hasta 50 kg de granos. Los vendedores ambulantes que lo venden todo, los transeúntes, los trabajadores, los puestitos de venta de tarjetas SIM y carga para teléfonos móviles. Las bocinas, el bullicio del comercio, los gritos aquí y allá. Este es el típico escenario urbano de África donde veo a la vida vibrar en cada rincón. No hay belleza estética, hay belleza social.
Abidjan es a Costa de Marfil lo que Lagos es a Nigeria, Douala a Camerún, Cotonú a Benín, y para el caso, Sydney a Australia y Auckland a Nueva Zelanda. No es la capital sino el principal centro económico del país o bien, la ciudad más conocida. Voy andando despacito sorteando el caos a la vez que absorbo la intensidad. Roto mi cabeza de un lado para el otro buscando nombres de calles, indicadores o cualquier referencia que me ayude a descifrar el entorno para poder encontrar mi camino. Al cabo de un rato, un joven marfileño que está volviendo del trabajo me ve perdido y decide ayudarme. -¡Sígueme! Yo sé dónde es- me dice, luego de decirle mi destino. Debo agradecer estar en forma porque este joven pedalea a la velocidad de una gacela huyendo de una chita hambrienta por la sabana, mientras que yo avanzo al paso de un elefante haciendo la digestión. Para cuando llegamos a mi destino, él sonríe y yo jadeo, pero me hubiera sido imposible navegar este laberinto urbano sin su ayuda. Nunca dejo, ni dejaré de agradecer estos gestos de hospitalidad que hacen que la vida de viajero sea tanto pero tanto más fácil.
Me quedo en la residencia de los Salesianos, a quienes llego por recomendación de otros cicloviajeros que han pasado antes por allí. No es mi intención quedarme mucho tiempo pero el Padre José Luis, director de la Misión de Abidjan, logra persuadirme para pasar unos días allí junto a él y su principal ayudante local, el Padre Emilio. Durante aquellos días no solo tengo la oportunidad de descansar en una cama cómoda con sábanas limpias y comer comida rica y nutritiva, sino que puedo visitar algunos de los proyectos de la Misión en la ciudad. La mayoría de ellos está dedicado a educar y proteger a niños destituidos. Es una labor inmensa por el compromiso, la dedicación, la perseverancia y la paciencia que requiere para llevarla acabo porque más a menudo que no, lo que se encuentran son obstáculos y una barrera tras otra. He llegado a África arrastrando prejuicios de muchos años hacia la gente de la iglesia, muchos de ellos ciertamente bien fundados. No obstante, en estos dos años que llevo recorriendo el continente he visto muchas muestras de amor a la humanidad llevadas a cabo por gente que pertenece a la misma iglesia a la que suelo criticar con dureza. Los días junto a José Luis y Emilio me llenan de inspiración, porque su ejemplo transciende a cualquier religión. Su profundo amor y dedicación a las personas más desfavorecidas del mundo poco tiene que ver con creer o no en un Dios (aun si ellos se inspiran en eso) y mucho con los hechos y las acciones concretas para ayudar a aliviar el sufrimiento de los demás. Ellos me dan una lección de amor y generosidad pero también me hacen el favor enorme de derrumbar mis prejuicios o al menos enseñarme a reconfigurarlos.
Días más tarde, salgo de la Misión a primera hora de la mañana porque me toca atravesar la ciudad entera para poder salir de la misma. Cuando me monto en la autopista que cruza el canal que separa el Plateau (distrito central) de los suburbios del sur me sorprende la similitud con lo que había sido mi entrada a Lagos unos meses atrás. La reminiscencia me resulta inevitable mientras pedaleo por la autopista-puente sobre el agua, filtrándome entre los autos en pleno embotellamiento a hora pico y viendo la silueta de los edificios del centro delineando el horizonte contra el cielo. Ambas ciudades están trazadas sobre las islas del delta en el que se desgrana el continente en su encuentro con el océano Atlántico. Como esperaba, me lleva al menos dos horas atravesar la ciudad hasta encontrar la salida al otro lado de la misma, pero estoy contento. Ese es el gran poder que tiene rodearse de gente que irradia bondad. Nos transforman en modos que puede que no logremos dilucidar pero que sabemos que provocan cambios dentro nuestro de los que nunca volveremos.
Voy rumbo al norte en línea más o menos recta por el centro del país en dirección a Malí. Como es habitual, no tengo una ruta planeada sino más bien una leve idea, por lo que iré haciendo camino al andar a medida que avance. Los primeros días no tomo las mejores decisiones, ya que con el fin de acelerar un poco el paso, decido mantenerme sobre la ruta principal que conecta Abidjan con Yamaoussoukro, la capital del país. Honestamente, la monotonía de estos días me aburre bastante, pero es en los pueblos a lo largo del camino donde no solo encuentro un respiro sino alegría. Cada uno en el que me detengo expando un poco más mi visión dentro la vida marfileña. En ellos veo la misma simpleza africana que llevo experimentando en los últimos dos años, y aquí claro, con los matices particulares de Costa de Marfil. Disfruto mucho de cada día y cada noche que paso en este país, a pesar de la monotonía de una ruta esencialmente anodina. Es febrero y estamos en estación seca. Eso también ayuda mucho a que los días sean más amenos en esta parte del mundo donde la estación de lluvias puede volver las cosas notablemente más complicadas.
Es domingo y en una de las aldeas donde detengo la bici es día de Comunión. El contraste entre los niños y las niñas vestidos de gala en esta aldea de chozas donde abunda el polvo en el aire captura mi atención. Las niñas visten vestidos impolutos, algunos blancos incandescentes y otros de colores estridentes. Uno de los niños que se acerca corriendo a mí, viste pantalones de tela marrón, camisa a cuadros y la corbata atada directamente al cuello, fuera del cuello de la camisa. Lejos de restarle elegancia, suma al carisma que emana de la sinceridad de su sonrisa. Todos sin distinción, juegan como si el polvo que levantan al correr fuera a ignorar la limpieza de sus ropas. Me puedo quedar horas mirándolos matarse de risa como si no hubiera mañana.
Entre medio de ellos, las mujeres preparan la comida para el evento. Una abuela está sentada en una piedra concentrada en su olla al fuego. El hierro ennegrecido por el hollín contrasta con el naranja profundo del jugo extraído de los frutos que está hirviendo. Unos metros más adelante, una joven madre delgada, de espalda ancha, curvas sensuales y cuerpo fibroso muele plátanos hervidos en su mortero de madera para hacer la masa del fufú. Me ilumina con su sonrisa blanca cuando la miro hincar una y otra vez la barra de madera. Viste una camiseta negra sin mangas, superwax de colores y un pañuelo azul envolviendo su cabello. El sol alto del mediodía define el contorno de un cuerpo exquisito de músculos modelados por años de vida rural. Una de sus hijas más pequeñas está parada a su lado salivando una bola de pan que aglutina a todas las bacterias que habitan en sus manitos llenas de tierra. La prenda de bebé que viste, rasgada y comida por la mugre es señal de que ella no participa en la ceremonia del día. Por el contrario, está hipnotizada por la repetición del casi perfecto movimiento mecánico con el que su madre eleva la barra y la hinca sobre el mortero hasta hacerlo retumbar. Seguramente, no pasarán muchos años hasta que ella misma deba sumarse a las tropas de mujeres que hacen el trabajo pesado de todos los días en las aldeas africanas.
Si fuera por mí, me quedaría a pasar el día en cada aldea en la que me detengo, porque es tanto el afecto con el que la gente me recibe que necesito forzarme a seguir pedaleando si es que pretendo llegar algún día a Europa. Por eso, para no perderme de estos hermosos momentos de humanidad decido pasar mi noche en las aldeas en vez de acampar en soledad. En cada una de ellas, es el mismísimo jefe quien me concede el permiso y al mismo tiempo me ofrece su casa para pasar la noche.
Los marfileños tienen miradas cálidas y sonrisas tímidas. Tienen un tono pausado al hablar y responden con amabilidad y sencillez en el transcurso de nuestras conversaciones. Me impresionan su pulcritud y su prolijidad tanto en el vestir como en sus casas. Ellos derriban el falso prejuicio que tienen aquellos que asocian a la pobreza material con la gente sucia. Por sobre todas las cosas, el espíritu afable que reflejan me lleva a preguntarme cómo es que en este país han pasado tantos años de guerra civil, porque llevo una semana en el país y podría decir muchas cosas de los marfileños menos que son beligerantes. Todo lo contrario.
Es así como luego de unos días llego a Yamoussoukro, en el corazón del país. Lugar de nacimiento del presidente Félix Houphouët-Boigny quien por 33 años lideró al país desde su independencia en 1960. Según el consenso de muchos analistas internacionales, “Papá Houphouët”, como le llaman afectuosamente, condujo el país en paz y hacia la prosperidad económica aunque, claro, sin librarse de las acusaciones habituales de todo caudillo: destrucción del disenso, anulación de la oposición y perpetuación en el poder. Así y todo, dada la economía próspera y la paz social, se fue con una mejor imagen que la del dictador promedio africano, quien es generalmente un déspota depredador de recursos y muchas veces genocida.
En el año 1983, Houphouët-Boigny decidió convertir a su pueblo natal en capital de la nación como parte de un plan estratégico, aunque yo sospecho que fue también un típico gesto de megalomanía. Cualquiera sea el caso, Yamoussoukro es claramente un pueblo devenido en ciudad capital donde su original sencillez pueblerina debe haber quedado aplastada por la grandilocuencia de sus incaminables boulevares, palacios gubernamentales, la basílica de nuestra señora de la paz (iglesia más grande del mundo) y algunas otras aberraciones urbanas. No hay absolutamente nada que me invite a quedarme en Yamoussoukro así que con atravesarla a mitad del día tengo tiempo suficiente para lastimar mis retinas y salir lo más rápido posible para volver a la célula más preciosa de África: la aldea. De aquí en adelante, entro en la región norte del país, el epicentro de los conflictos que comenzaron al poco tiempo de la muerte de Papá Houphouët en el 93’, y derivaron en décadas de conflicto social ininterrumpidos, guerra civil y economía en decadencia. Hoy, el país está en paz y ahora me toca ver por dentro, cómo es la vida en esta región tan comprometida.