Es el final de la tarde cuando un camión me deja en las afueras de la gigante urbe de Ibadan. Desde allí, me lleva más de dos horas llegar al campus universitario donde vive mi amiga Bimbo quien me espera para alojarme. El tráfico es el infierno en la tierra y debo detenerme constantemente a preguntar por direcciones para llegar a mi destino. Avanzo, me pierdo, pregunto, avanzo, me pierdo y sigo preguntando, hasta que finalmente llego casi al caer la noche. Bimbo y su novio Jide me reciben con una enérgica alegría nigeriana y me conducen a su pequeño dormitorio en el campus donde no sólo descansaré, sino que literalmente colapsaré.
Bimbo es docente de la Universidad de Ibadan, y vive en uno de los dormitorios del campus. Tiene tan sólo 15 m2 y aún así me había invitado generosamente a quedarme con ellos. Hay una sola cama de una plaza muy angosta y esa cama es para mí. Ellos dormirán en un colchón en el piso, en el único espacio remanente de la habitación. No me dejan ni siquiera discutirles que yo debería ser quien duerme en el piso porque la hospitalidad nigeriana no se discute.
En esa pequeña cama de colchón duro colapso del cansancio al poco tiempo de terminar la maravillosa cena que Bimbo había preparado para mí. Lo que no sabía en ese momento, es que de esa pequeña cama no podría levantarme. A la mañana siguiente, luego de dormir unas 12 horas ininterrumpidas, mi cuerpo se encuentra paralizado. Me despierto boca arriba en la misma posición en la que me había dormido, pero ahora no me puedo mover. La mitad de mi cráneo lleva más de un mes entumecida, el dolor de las infecciones en mis piernas es insoportable y el impetigo empieza a avanzar hacia los miembros superiores del cuerpo. Ahora, producto del colchón duro, el agotamiento y todo el peso que perdí en estos meses se forma una inflamación en la parte baja de mi espalda, llegando al coxis y alrededor de mis desnutridas nalgas, que no me permite siquiera sentarme. El dolor me hace saltar las lágrimas cuando intento pararme. Estoy paralizado. Necesito ir al baño pero no puedo y no me queda otra que mear de costado en una botella.
Ibadan es forzadamente el punto de inflexión para mí. En Ibadan, mi cuerpo dice: "Basta, esto se acabó, ya has abusado demasiado de mí y ahora entro en receso. Ya no me puedes utilizar más". Debo quedarme todo el día acostado y necesito de la ayuda de Bimbo y Jide para darme vuelta en la cama y liberar la presión sobre la región inflamada. Quiero creer que durante el día se pasará, pero el día se siente interminable. Los apagones son largos y frecuentes en las ciudades nigerianas. El calor de noviembre vuelve al dormitorio un sauna de 50C, y sin electricidad, el único ventilador que tenemos para ingresar aire del exterior, no funciona. Ni la inflamación ni el tiempo pasan. Aun así, el extenuamiento me derrumba y sigo durmiendo, hora tras hora. No dejo de sudar, por el calor pero también por la fiebre que por momentos me hace delirar entre los sueños.
En el segundo día la fiebre pasa, me encuentro de muy buen ánimo también, pero sigo sin poder moverme. El dolor que tengo en la región inflamada es insoportable, y lo peor es que por tener que cambiar de posición, todo comienza a doler en los nuevos puntos de contacto. Bimbo me trae de la farmacia una crema para infecciones, pero yo creo que ya nada funciona para ello. Pienso en la frase de Patrick "¿Problemas? (en Africa) no tenemos problemas, tenemos desafíos". Paso el día postrado en compañía de Bimbo y Jide, que son tan graciosos y me hacen reir tanto que creo que terminan haciendo que todo me duela aún más.
Al tercer día, logro pararme para ir al baño, hacer caminatas cortas y bañarme, pero debo volver a la cama porque me canso muy rápido y el dolor en la inflamación y en las piernas es muy pero muy intenso. En ese momento, Bimbo vuelve a proponerme lo que me había mencionado dos días atrás, hacerme masajes en la parte inflamada. Finalmente, con bastante reticencia decido aceptar pero sospecho que pronto me arrepentiría. Creo que pocas veces he visto tantas estrellas de día como cuando Bimbo hizo presión con sus dedos sobre la parte superior de mis nalgas. Por 20 minutos en los que casi siento desmayarme del dolor, Bimbo desata las fuerzas de sus dedos sin piedad sobre mis nalgas hasta el punto en el no puedo sentir nada más y la dentadura me duele de morder la almohada con tanta intensidad. Para cuando acaba, siento que he terminado de correr un triatlón, pero horas más tarde, como si fuera por arte de magia, la inflamación empieza a ceder. No sé realmente si es porque el masaje hizo su efecto y efectivamente me está dejando de doler, o porque el dolor de los masajes fue tan potente que ahora ya nada duele. Cualquiera sea el caso, me siento mejor.
Durante el cuarto día salgo finalmente a pasear con Bimbo por los inmensos mercados de Ibadan, coloreados en rojo por aquellos ajíes que había visto decorando los bordes del camino unos días atrás. Es una urbe caótica pero fascinante, famosa por sus techos de chapa marrones que se extienden indefinidamente a lo largo del horizonte urbano. Inmigrantes de todo el país llegan hasta allí para ganarse la vida vendiendo cosas en sus calles. Pobreza extrema, sobrepoblación, polarización social, polución, inseguridad, Ibadan tienen todas las características típicas de una metrópolis del tercer mundo y tengo la suerte de vivirla desde adentro junto a los nigerianos.
Cuando llega el momento de partir, tengo la tranquilidad de haber cruzado ya casi todo el país entero, pero queda el último desafío por delante, el más temido de todos: Lagos. Mis energías están totalmente limitadas pero son tan solo 160 km de autopista los que me separan de la legendaria capital financiera de Nigeria. Haber llegado tan rápido hasta aquí, tiene el beneficio de que me queda mucho tiempo de visa, entonces sé que allí podré seguir descansando como también tratar mis infecciones propiamente.
Me voy de Ibadan sintiendo que dejo a dos hermanos: Bimbo y Jide. No sé qué hubiera sido de mí sin su cuidado y su profundo afecto. He pasado 5 días de initimidad absoluta con ellos, viviendo los 3 en el espacio de una caja de zapatos. Su hospitalidad, como su sentido del humor me emocionan hasta las lágrimas. Son vínculos como estos los que hacen que todo valga la pena, los que hacen que restaure mi fe en la humanidad. Yo no creo en ningún Dios pero si algo así de grande realmente existe, no está en ninguno de nosotros, sino en el espacio de amor abierto y desinteresado que surge como resultado de nuestros vínculos.