Los días de lodo, barro y tierra no se acaban al pasar Yokadouma, y he alcanzado una vez más uno de esos inusuales momentos en los que añoro el asfalto, aunque sea por unos días. Esto no me ocurre muy seguido y cuando ocurre es porque realmente lo necesito. Las heridas me duelen cada día más y no puedo mantenerlas limpias, por lo tanto el advenimiento de una infección fuerte es inminente.
Mientras pedaleo bajo el abrasador sol tropical, asfixiado por la humedad y pintado con el polvo rojo que los camiones que transportan madera escupen sobre mi piel sudada al pasar, intento enfocar mi mente. Trato de calcular los días que necesito para llegar hasta Bertoua, donde comienza el asfalto hasta Yaoundé, pero me cuesta pensar. Me es difícil estimar bien porque no puedo sostener el mismo ritmo que suelo llevar cuando estoy fuerte y no tengo noción de cuánto podré avanzar cada día. En pleno momento de debacle mental, un "Hey! how are you?" (Ey, cómo estás?) - en perfecto acento estadounidense, proveniente de una pick-up que se pone al lado mío, me sacude de mi ensimismamiento.
Junto al conductor camerunense, un simpático hombre blanco barbudo de mediana edad sentado a su lado, intenta entablar una conversación conmigo, pero en estas condiciones yo ya no tengo energía para hacerlo en movimiento, así que le sugiero que nos detengamos. - Edward es mi nombre - Me dice cuando se baja y me saluda con mucho entusiasmo. Me cuenta que es de Miami y que aquí tiene unas plantaciones de hojas de tabaco y algunos negocios. Luego de preguntar sobre mí, me dice que si decido quedarme en Batouri esta noche, que lo llame, que a la noche hará una reunión en su casa con otros extranjeros que viven allí. Pues le digo que en este estado no sé si llegaré hasta allí, pero si he de llegar, lo contactaría. Dado que mi respuesta refleja mi agotamiento, ofrece llevarme con ellos en su pick-up, pero gentilmente decliné la oferta, porque cuanto más viejo, más terco me pongo.
Finalmente, Batouri estaba más cerca de lo que pensaba y llego tan temprano, que hasta pienso que sería una pérdida de tiempo quedarme allí. En ese momento, mientras estoy detenido ponderando mis opciones, veo a un joven tan blanco que resulta casi fluorescente en este país de Africa negra, haciendo arreglos en el jardín delantero de una casa. Se llama Paul y es un Peace Corps que lleva un año allí, desarrollando pequeños proyectos de agricultura junto a la gente local. Paul es muy simpático e inmediatamente me ofrece quedarme en su casa a descansar luego de ver mi estado. No sólo eso, sino que me dice que a la noche hay una reunión de expatriados allí. Dado que intuyo que no hay miles de extranjeros en este, polvoriento y asfixiante, pequeño pueblo perdido de Batouri, le pregunto si es la reunión en la casa de Edward. ¿Cómo sabes? - Exclama con el ceño fruncido. -Pues yo lo sé todo, Paul! - le contesto bromeando, mientras entro la bicicleta a su casa.
Ya entrada la noche, luego de una tarde de descanso a la sombra y una bien merecida ducha, nos vamos a la hermosa casa de Eddie, quien nos abre la puerta con los brazos abiertos, una sonrisa brillante y los ojitos achinados de la alegría, mientras abanica con las manos para deshacer la enorme nube de marihuana en la que está envuelto. La fuma con un dispositivo electrónico muy pequeño en el que carga un extracto de marihuana con altísima concentración. Eddie me advierte que fume solamente dos pitadas cuando me lo pasa. No estoy con ánimos de drogas pero decido fumar una y a la mitad de la segunda, entendí su alegría y la de todos los hippies de los años 60 juntos. Joder, cómo pega esto pienso, y decido cortar ahí porque sino me quedaré 2 semanas allí, o quizásel resto de mi vida.
Todos felices, Eddie nuestro anfitrión, Paul y Roman de los Peace Corps, una venezolana de MSF (Médicos sin Fronteras) y yo, nos sentamos a la mesa cuando de la mano del cocinero llega una tremenda pizza chorreando muzzarella. La imagen tiene tanto impacto en mí que me hace dudar si el porro que me convidó Eddie era alucinógeno. Sinceramente no puedo creer lo que tengo delante mío, y por miedo a que sea un espejismo, decido darle rienda suelta a mi apetito voraz, ahora desatado sin inhibiciones por el tetrahidrocannabinol haciéndome cosquillitas en las neuronas. Me como una, y otra, y otra porción sin remordimientos, hasta que todas las bandejas quedan limpias. Al terminar, me echo hacia atrás con la panza, el corazón y el cerebro, más felices que una piara de chanchos revolcándose en la mierda. Estoy extasiado.
Momentos más tarde, ya durante la sobremesa, mientras conversamos, Eddie pone dos gomitas de oso azucaradas sobre la mesa. Una queda tan delante mío que decido asumir la propiedad inmediata y comérmela de postre, ya que nada mejor que un dulce después de una buena pizza. Los minutos pasan y seguimos a pura charla, cuando de repente Eddie inturrumpe a todos y pregunta:
-"¿Dónde está la otra gomita que puse allí? -
Con un poco de culpa por mi egoísmo, confieso que fui yo el que se la comió y en ese momento, los ojos de Eddie se abren desorbitados como si estuviera viendo volar a un elefante. Preocupado, se cubre la cara y exclama: - ¡Nooo!!!!.
-¿No? ¿No qué Eddie? ¿No qué? - Respondo alarmado - ¿No estaba para comer?
- Sí, pero es que no debías comer todo!!!- Me dice.
- Pero si es un dulce Eddie, ¿no hay más? - Le respondo -. Y antes de que comenzara a disculparme por el atrevimiento, me dice que no es eso, sino que ese inofensivo osito de gelatina estaba hecho con un concentrado de medio kilo de marihuana.
Ahora era yo el que tenía los ojos desorbitados como si estuviera viendo pasar elefantes volando. Le pregunto preocupado si cree que será demasiado fuerte, y está tan confundido que ni siquiera puede esgrimir una respuesta, por lo que se limita a decir: -¡Es que era para comer una puntita pequeña cada uno!.
-¿Pero cómo puedo saberlo si lo dejaste frente a mí y no me dijiste nada? ¡yo pensaba que era una gomita de oso, como las que comía de pequeño (y no tanto)!.
Bueno, tranquilo - Me dice - puede que no sea tan malo.
Así fue como continuamos la reunión por dos horas más entre charlas y café, hasta las 22 horas, cuando extenuado por el cansancio, nos volvimos con Paul a su casa por las oscuras calles de Batouri. Estoy tan cansado que ni bien cruzo el umbral de la puerta, le digo buenas noches y entre las sombras me abro paso directamente hacia la cama, donde me entrego de inmediato a un sueño profundo, del cual creo que nunca despertaré. Pero estaba equivocado.
No sé cuánto tiempo habré dormido hasta que producto de un sobresalto, me despierto en medio de la noche con la espalda, brazos y piernas suspendidos en el aire y claramente no estoy haciendo yoga ni fingiendo ser una marioneta. Tengo solamente el culo sobre la cama y el resto del cuerpo con todos y cada uno de los músculos en estado de tensión. No tengo claridad mental alguna. Me encuentro aún sumergido en una difusa nebulosa en la que no puedo discernir si estoy despierto, dormido o semi-muerto, hasta que tengo un breve momento de conciencia en el que suelto la tensión y vuelvo a desplomarme sobre la cama como un pájaro muerto cayendo desde el aire.
No tengo noción alguna sobre el tiempo, hasta que el mismo evento, sobre el cual no tengo ningún tipo de control, se repite una vez más. Puedo sentir la fuerte tensión en cada músculo y la contractura, sobre todo en el cuello, cuando me encuentro sosteniendo 2/3 de mi cuerpo en el aire. Es espantoso y se sigue repitiendo una y otra vez. Cada vez que caigo en la cama, tampoco entiendo si estoy durmiendo, soñando. actuando en un teatro de marionetas o en un juego de realidad virtual, sólo reconozco la oscuridad de la noche a mi alrededor y nada más.
No sé cuántas veces habré experimentado el mismo sobresalto cuando finalmente me despierto a media mañana. Han pasado 12 horas desde que me había acostado, y siento que sigo inmerso en una neblina. Sin embargo, tengo la suficiente fuerza y claridad como para levantarme y caminar hacia la cocina donde me encuentro a Paul preparando café. Con curiosidad y cierta preocupación me pregunta cómo había pasado la noche y comienzo a contarle lo que viví. Pero a poco de comenzar el relato, una suerte de magnetismo se apodera de mí hasta darme cuenta que necesito sentarme en el sillón y posteriormente acostarme. Mientras seguimos conversando sobre lo que pasó, siento que estoy flotando en un espacio ingrávido y en ese momento lo interrumpo a Paul para decirle, ya con los ojos cerrados: - Paul, ¡estoy drogado! Creo que sigo totalmente drog.....a....do - y a menos de una hora de haberme levantado, me vuelvo a desvanecer allí mismo en aquel sillón.
Una desconocida cantidad de tiempo más tarde, abro los ojos levantando mis párpados como dos persianas pesadas. No veo nada a mi alrededor y los cierro. Pero ¿cómo no veo nada?... y los vuelvo a abrir. No, no veo nada, ¿cómo no veo nada?!!!. Claro que no, es de noche. ¿De noche? Sí, es de noche y estoy en el sillón en la misma posición en la que me había dormido. Mi cabeza trata de recuperar el sentido y efectivamente eran las 19 hrs y ya era de noche. No había nadie en la casa hasta que llega Paul con Roman y al prender la luz necesito taparme los ojos con la mano para no quedarme ciego.
Paul me cuenta que me había quedado dormido a las 10.30 de la mañana mientras él me hablaba. Roman me habla de lo mal que pasó todo el día por haberse comido una puntita del otro osito de goma. No quiere ni imaginar lo que yo estoy pasando al haberme comido uno entero. No tengo fuerzas para levantarme pero necesito ir al baño. Tampoco tengo hambre, solo sed. Al volver a la cocina tambaleando, lo miro a Paul y le digo: Paul ¡Estoy drogado!
Son las 19.30 y me voy a la cama. Siento que una aplanadora me ha pasado por encima una y otra vez hasta quedar tan finito que puedo flamear en el aire como una bandera. Cuando me despierto a la mañana siguiente, ya no soy capaz de contar la cantidad de horas que he dormido pero creo que no menos de 28 a 30 horas casi ininterrumpidas. Cuando vuelvo una vez más a la cocina aquella mañana me encuentro a Paul, quien está haciendo café. Me detengo frente a él ante lo extraña que me resulta la situación y pienso: "esto ya lo viví". ¡Deja-vu!
Pero ya me siento bien. Siento la mente clara. Es como si un viento hubiera soplado las espesas nubes de marihuana que obstruyeron mi cerebro durante las últimas 36 hrs. No soy bueno para las matemáticas pero estoy seguro que necesito usar logaritmos para calcular la cantidad de neuronas que se ha llevado el viento consigo. Mientras converso con Paul sobre todo lo sucecido, me alegro de al menos poder coordinar lo suficiente como para poder llevarme la taza de café hasta la boca y no derramar todo en el intento, pero no estoy listo aún para salir en bicicleta.
Necesito al menos un día entero de sobriedad por eso me quedo en casa descansando. No me estoy recuperando del cansancio sino de la tremenda sobredosis accidental que he tenido. Por momentos me río sólo de lo que ha ocurrido, por otros me imagino que podría haber sido peor. Estoy en el jardín, sentado a la sombra. Es mitad del día y el tórrido calor tropical aprieta. Miro al cielo, mis pupilas se contraen, cierro los ojos, estrecho mis brazos, estiro mi espalda y siento que todo va a estar bien aunque que jamás quiero volver a pasar por eso.
Aún estirado mirando hacia arriba, pliego los brazos y me agarro la cabeza para rascarme como un perro revolcándose de placer en el pasto, pero advierto que algo no está bien. Algo falta. Frunzo el ceño y me vuelvo a rascar el cuero cabelludo. ¡No siento!. Me rasco más fuerte. ¡No siento! ¡No siento! Me palpo toda la cabeza y me doy cuenta que tengo la mitad derecha de todo el cráneo absolutamente dormida. ¡¿Qué hago?! ¡No sé qué hacer! Ni siquiera tengo internet para investigar o contactar a algún médico. Trato de no desesperar, de creer que la marihuana no me dió un tumor o me consumió la mitad de mi cerebro en tan sólo un día y que esto se irá. Pasan las horas, estoy obsesionado, me rasco y no siento nada. Me masajeo, me froto, torsiono mi cuello hacia un lado y hacia el otro, pero no siento nada desde la frente hasta la nuca. Nada.
Quiero creer que todo se irá a la mañana siguiente luego de descansar aún más, pero cuando me levanto luego de haber dormido otras 11 horas de corrido, toda la noche, sigo sin sentir. No sé que hacer, no hay nada que pueda hacer pero no tengo más remedio que partir. Voy camino a Yaoundé, mis piernas se siguen inflamando. Mi pie aún sigue parcialmente dormido por la picadura del escorpión, el resto de las heridas se siguen infectando y como si fuera poco, ahora siento que una parte de mí se quedará en Batouri para siempre: la mitad de mi cerebro. No sé qué haré, pero es hora de partir.