¿Con qué fuerzas voy a salir de esta selva si el camino está malo? - Me pregunto con escepticismo el día que me voy de Libongo. He comido mucho en los últimos 4 días y comida de buena calidad. He dormido en una cama cómoda muchas horas todos los días y descansado todos mis músculos, pero aún así me siento débil. Ya no puedo obviar más la evidente pérdida de peso y energías que arrastro, pero estando aquí no hay mucho que pueda hacer al respecto. Sigo sin tener otra alternativa más que la de seguir adelante.
Así me monto en la bicicleta una vez más, con un poco de pesar, ya casi dejando que sea el peso mismo de mi cuerpo, el que por inercia haga presión sobre los pedales y no los exhaustos músculos de mis piernas. No ha de pasar más de un kilómetro saliendo del pueblo hasta encontrarme pedaleando nuevamente en este túnel de vegetación impenetrable. Una parte de mí sabe que debe salir de allí, pero la otra reconoce que la intensidad de la experiencia es tan abrumadora que no se iría nunca.
Son 100 largos kilómetros de plena jungla los que me separan de la aldea en el desvío a Yokadouma. Aquí el tráfico no es de vehículos ni personas, sino de fauna. Decenas de monos, de muchas especies diferentes, danzan por los aires por encima mío, volando entre las copas de los árboles. Adoro mirar al cielo y verlos suspendidos en el aire como esculturas flotantes cuando saltan de un árbol a otro. Ellos me observan desde lo alto al verme pasar y se gritan entre sí. Sospecho que comentan sobre mí, probablemente sobre cuánto apesto.
Mientras tanto, aquí abajo, desde tierra firme, en el interior de la vegetación vuelvo a oir gorilas, que con su golpeteo de pecho me estremecen el cuerpo y me recuerdan a aquel legendario día un mes atrás en el Congo. Estoy ansioso por verlos frente a frente una vez más pero no tengo suerte esta vez, así que me conformo con escuchar sus sonidos y sonreir sabiendo que por el resto de mi vida llevaré conmigo este precioso regalo.
Las horas pasan, hasta ahora el camino está en buena condición pero el calor y la humedad intensas aprietan. Llego a mi límite de cansancio mucho más rápido de lo habitual y eso me obliga a ir muy lento y parar seguido la mayor parte del día. Una enorme cobra como la de aquella noche infernal que pasé atrapado en el barro, se desliza frente a mí pero a diferencia de aquella noche, de día puedo verla y dejarla que siga su camino tranquiilamente. Lo que no puedo esquivar son los gruesos senderos de las diabólicas hormigas legionarias que llevo sufriendo desde Gabón. Se extienden a lo largo de todo el camino y cada vez que ruedo sobre ellas, se pegan sobre la rueda y aterrizan en mis piernas, a las cuales se aferran mordiéndome con esos doloros colmillos que tienen.
Han pasado 6 horas desde que dejé Libongo, no me ha pasado ningún vehiculo ni he visto pigmeos. Hoy, los animales comparten su selva sólo conmigo, y si bien no debo pedir permiso para ir al baño ni preocuparme porque aparezca alguien, trato de hacerlo fuera de los márgenes del camino. Cuando uno se habitúa a un ambiente en particular, deja de prestar la misma atención que prestaba cuando ese ambiente solía ser un mundo desconocido en el cual moverse con cautela. Por eso avanzo con confianza ciega entre los arbustos, buscando un lugar propicio donde acomodarme como lo hago habitualmente, cuando de repente, una punzada me penetra sobre el costado de mi pie derecho y me hace gritar del dolor hasta ver las estrellas en este radiante día tropical. Mientras me tomo el pie con una mano, y me paro sobre una sola pierna, veo a un inmenso escorpión escabullirse entre la maleza. No es culpa de él, sino mía por entrometerme en su casa.
Me vuelvo al camino rengueando mientras siento a mi pie entero latir como una bomba a punto de explotar. Me acuesto un rato en el piso hasta esperar que se me pase y trato de quedarme quieto, algo muy importante en cualquier tipo de picaduras. Se dicen muchas cosas temibles de los escorpiones pero sólo hay una o dos especies en el mundo que pueden matar a un ser humano adulto y esta, ciertamente no es una de ellas. No tengo nada serio de qué preocuparme más que de cuándo pasará y cuánto me costará pedalear en los días que siguen. El dolor se vuelve muy intenso de a ratos, es como el de la picadura de una avispa, pero tiene como un efecto anestésico.
Dejo que pase una hora mientras el dolor sigue cediendo antes de montarme de vuelta en la bici. A esta altura no siento el pie y lo tengo todo hinchado, pero sólo me duele al pisar el pedal fuerte. A las pocas horas, cuando el día está por llegar a su fin, encuentro a un señor solitario que me ofrece un lugar para colgar mi mosquitera en el deck de su pequeña cabaña. Estoy a tan sólo 7km de la primera aldea en el desvío a Yokadouma donde me reencontraré con la civilización.
Acostado en la oscuridad absoluta, exhausto, falto de energía, con el pie aún anestesiado y heridas en las piernas que no sanan nunca, escucho la dulce sinfonía de la selva de todas las noches. Un fuerte aguacero tropical se desata, los rayos alumbran los árboles, el viento hace chillar a las hojas. Las ranas, los sapos y millones de insectos cantan embriagados por esta sobredosis de agua. A pesar de que necesito salir de aquí, ya puedo sentir lo mucho que voy a añorar estas increíbles noches de oscuridad y melodías inigualables.