Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

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Selva sin fin

 Cada día me cuesta más despertarme a la mañana, incluso luego de haber dormido una decena de horas. Me siento como una batería vieja que perdió la capacidad de cargarse del todo y se descarga rápido. Sacudo mi pierna y no siento el pie. Lo tengo totalmente entumecido cuando me levanto, casi como una bola de piedra pegada a mi tobillo, pero al menos duele poco. Una hinchazón de color morado se formó alrededor de la picadura, donde ya tenía una ampolla abierta. Esto no luce nada bien y lo que luce aún peor es la condición del camino con la que me encuentro cuando llego a la primera aldea en el desvío a Yokadouma.

Antes de llegar aquí, al corredor principal que conecta el sur de Camerún con el norte del Congo, fantasesaba futilmente con encontrarme con un camino en mejores condiciones. La lógica de pensar que una conexión internacional entre dos países supone siempre un camino de mejor calidad, raramente se aplica a esta parte Africa. No me lleva más que unos pocos kilómetros descubrir que el camino será una infernal sucesión de parches de barro y polvo. Debido a ello, necesito hacer un esfuerzo mayor para pisar el pedal con mi pie derecho, que anestesiado por el veneno del escorpión, me impide sentirlo.

El infierno del barro hace imposible que pueda mantener secas y limpias todas las heridas que se me formaron en el pie y los tobillos, producto de los cortes de las lianas en la selva, las picaduras y la influencia de miles de bichos diferentes. Atravesando charcos de lodo todo el día se impregnan de agua sucia llena de bacterias. Dado que tengo el pie entumecido, no me doy cuenta que constantemente tengo moscas alimentándose del pus que supura de las infecciones y depositando gusanos allí. Durante las noches me las limpio cuidadosamente, quitando todos los gusanos y el pus, pero el calor, la humedad del trópico y la mugre que acumulo hacen imposible la sanación.

 Son días muy duros en los que por cada kilómetro que pedaleo siento que voy dejando una parte de mí. El trabajo mental que debo hacer para seguir avanzando se vuelve tan arduo como el físico. Sin embargo, el reencuentro con la civilización trae también sus cosas buenas. A lo largo del camino voy pasando una aldea tras otra, alternando entre los últimos asentamientos de pigmeos Baka y aldeas bantúes. En ellas, reaparecen mágicamente las frutas. ¡Sí, las frutas! Si Argentina es el paraíso de las carnes, Italia el de las pastas e India el de los masalas, Camerún es el paraíso de las frutas. En este país las frutas brotan por doquier y aquí llego yo, dispuesto a devorarlas a todas. Si tengo que comenzar a recuperarme físicamente, comenzaré con una intensa y sostenida ingesta de vitaminas.

Hay más frutas de las que podría imaginar. Están las frutas habituales del trópico pero muchas otras que no tenía idea que existieran, y todas son deliciosas. Desplomado del cansancio y el hambre, me detengo en la primera aldea donde veo a una mujer sentada en su casilla de madera junto a una mesa llena de ananás. Intentando contener la ansiedad de arrebatar uno antes de completar la transacción, le pregunto cuánto cuesta. Ella me dice que son 1700 CFA (~3 US$). El altísimo precio me sorprende, ya que en países como Tanzania y Mozambique solían costar unos 20 a 30 centavos, pero ahora no es momento de escatimar y acepto. Ella, envuelta como un caramelo en su exquisito superwax (prenda femenina típica africana) de mil colores, se toma unos segundos, me mira a mí, luego a mi bicicleta parada detrás y con gran confusión me pregunta:

-¿Pero cómo harás para llevarlos? - 
-¿Llevarlos? - le pregunto yo con aún mayor confusión.
-Claro, a los 10 ananás en esa bicicleta cargada-
- aaaah! Eran 1700 CFA por todos! - le digo - Pues me llevaría 25 pero por ahora me comeré uno aquí solamente.

Ella, con la habitual sonrisa brillante africana que ilumina todos mis días, responde con alegría que tome asiento, que ella lo pelará para mí. En pocos minutos luego de traermelo en un plato de plástico, acobijo en mi estómago al ananá entero. Como es habitual, el almíbar empalagoso de su dulzura desborda mis papilas y por un momento, me siento en el cielo cuando siento al azúcar darme una fuerte dosis de energía. Mientras comía, podía ver cómo, la mujer y sus vecinos, sentados a mi alrededor, miraban casi con fascinación el estado de éxtasis que emano. Cuando me preparo para partir, ella toma dos ananás más y sin preguntar intenta acomodarlos en la parte trasera de mi bicicleta. -Son para ti - Me dice con una sonrisa -no tienes que pagarme-.   Más adelante, situaciones similares se repiten en cada aldea. Me llevo varios kilos de maracujás, bananas, cassmangos, aguacates y son unos pocos céntimos los que invierto en ellos porque la gente insiste en regalarme más para el camino.
 
Cuando llega el final del día, y mis energías están totalmente consumidas, la gente de las aldeas se asegura de brindarme un lugar seguro donde pueda montar mi mosquitera. A veces es en un galpón, otras en una casa a medio hacer, pero siempre gozo de estar bajo el confort de un techo, tan útil en estas noches de fuertes diluvios tropicales. Durante las cenas también trato de elevar la calidad de mi nutrición, buscando nutrirme de proteínas para comenzar a compensar el inmenso déficit que traigo. Muy a mi pesar, la carne de mono o murciélago guisados, es la que tan gentilmente me invitan los aldeanos a modo de agasajo. Rechazar hospitalidad nunca es una opción para mí y siempre acepto al tiempo que para mis adentros suplico no contraer ébola.


El mejor refugio, sin embargo, lo encuentro en las Misiones de monjas que se encuentran en casi todos los pueblos de este abandonado y precario rincón selvático de Camerún, al que los representantes de la más grande corporación de Dios en la tierra, parece no olvidar. Si bien sólo me faltan los cuernos, la cola y un tridente para completar la corporización perfecta del aspecto y el aroma de Satanás, estas monjas estoicas me abren las puertas de sus conventos, aún cuando me aparezco a tocar sus puertas ya bien entrada la noche bajo una torrencial tormenta eléctrica. Allí me invitan a pasar la noche en cuartos impecables con ducha, con toallas y ropa de cama que huelen a rosas y siempre acompañado de buena comida. Me pregunto también si lo hacen porque sienten la necesidad de exorcisarme.

Me es imposible objetarle algo a estas mujeres que consagran su vida a ayudar a los demás, a diferencia de aquellos que, desde sus onerosos palacios en Europa, las ponen a allí para limpiar su propia imagen gratuitamente. No me importa en lo que crean, aún si yo no creo en ello. Lo que me importa es el valor de sus acciones y su motivación altruista. Lo que me importa es el cariño y el amor con el que veo que se dirigen a los demás con el fin de hacer el bien por encima de sus propios intereses personales. Eso es un hecho, no una superstición. He pasado noches en conventos con Carmelitas descalzas polacas, y otras con otras órdenes de monjas católicas, como la de la Hermana María de Chile, quien con su hábito blanco inmaculado aún ilumina con su sonrisa serena, luego de 30 años de estar en pueblos olvidados de Africa. En cada uno de ellos he percibido el mismo espíritu de empatía y humildad. Como siempre, es a gente real con el corazón lleno de amor, y no a seres imaginarios, a quienes hay que dar gracias.

Poco a poco, consumiendo mucha fruta y mejorando ligeramente la calidad de la comida todos los días, voy logrando que al menos pueda seguir manteniéndome en pie para poder seguir avanzando. La mejor alimentación ayuda. Sin embargo, el recuentro con la civilización tendrá sus cosas buenas, pero también trae consigo las malas también. El tráfico se acrecienta a medida que me acerco a Yokadouma. Cuanto más al norte, más intenso y pegajoso se vuelve el calor. La amplitud del camino aleja de sus bordes a la espesa vegetación que solía servirme de pantalla durante los abrumadores mediodías. El barro se transforma en tierra seca y los camiones que transportan los cadáveres de docenas de magníficos árboles ancestrales, me dejan envuelto impiadosamente en asfixiantes nubes de polvo. 

Sin elección

Me lleva 4 días completar los 200 km hasta llegar a Yokadouma, un pueblo polvoriento grande y carente de todo atractivo imaginable, en un cruce de caminos importantes. El ejercicio es duro, pero esto no es un lamento sino una elección conciente. Yo soy un privilegiado. Estoy aquí porque quiero, porque es mi elección personal, pero ese no es el caso de muchos otros que también llegan hasta aquí. Y es en las afueras de Yokadouma donde me encuentro con la crudeza del opuesto de mi realidad: la realidad de quienes no pueden elegir.

En un claro de selva al costado del camino, se erige un precario asentamiento entre la vegetación. Es como un barrio grande de calles de tierra y casas de madera donde la vida fluye por ellas. Las mujeres andan por aquí y allá paseándose en sus vestidos coloridos llevando cacerolas para cocinar o ropa para limpiar, los niños juegan entre sí, y como siempre, los hombre están sentados sin hacer nada más que socializar.

No es un pueblo ni una aldea, sino un campo de refugiados de la UNHCR (Alto Comisionado para los Refugiados de las Naciones Unidas) habitado por refugiados Fulani, que llegan todos los días al este de Camerún desde la vecina República Centroafricana, huyendo de la interminable guerra civil que aflige a aquel país desde hace varias décadas. El creciente conflicto entre las milicias cristianas anti-Balaka y las milicias Islámicas Séleka sumada a la torpe intervención del ejército nacional ha forzado a los Fulani, la tribu ancestral que habita varias regiones del centro/norte de Africa, a dejar sus tierras y huir en busca de paz. Mujeres, hombres y niños, familias enteras, lo han perdido todo y han llegado hasta allí, muchas veces caminando por semanas, cargando lo poco que pudieron llevarse consigo.

Dada la proporción de semejantes tragedias personales, me es imposible imaginar el dolor, el sufrimiento y hasta el desasosiego por el que pasan estas personas. Sin embargo, cuando detengo mi bicicleta, soy recibido cálidamente por un grupo de hombres fulanis que conversaba al borde del camino como si nada grave les estuviera ocurriendo. Con ellos dejo mi bici para ir a recorrer el campo, y a medida que camino por sus calles de barro, no dejo de cruzarme con mujeres de miradas serenas y sonrisas amables, junto a niños juegan aquí y allá divirtiéndose.

Confundido por el contraste entre mi concepción de una tragedia y las imágenes de la gente que me rodea, decido profundizar y visitar las casas para conversar lo que pueda con las familias pero muy pocos de ellos hablan francés. Lo han perdido todo me dicen algunos, sus casas, sus tierras y otros me muestran las maletas con las que llegaron. Sus vidas están en transición, pero más que eso, están a la deriva. No saben cuánto tiempo estarán allí ni cuándo podrían volver a sus tierras. Tienen lo poco que han traido y todo es incertidumbre y sin embargo, no veo desesperación y sólo puedo asumir que la tristeza y el dolor está en ellos a pesar de que sinceramente, yo no la puedo percibir a través de sus gestos. Veo calma en ellos, aceptación sin resignación, veo sonrisas pacíficas.

Luego de pasar la tarde conversando y bebiendo el té que la gente me invitaba, me voy de allí sumido en el desconcierto. No quiero verlos tristes ni desesperados para que mi propia lógica sobre la pérdida tenga sentido alguno, pero es que como occidental me es tan difícil asimilar esta dicotomía. He recibido una vez más, una fuerte lección silenciosa, a través de hechos fehacientes que son visibles a allí mismo, delante de mis ojos. Es una de esas experiencias que simplemente yo no puedo ignorar. Una vez más, los africanos, esta vez los Fulani, con sólo ser ellos mismos, me han enseñado lo que no se puede aprender leyendo en ningún lado. Me voy de allí con más preguntas que respuestas, pero por sobre todas las cosas, me voy con mayor conciencia de que no debo permitir que mi vida y mi concepción de la existencia, vuelvan a ser la misma.