Hay tres extranjeros viviendo en Bayanga, este pequeño rincón tan remoto de la República Centroafricana. Había llegado hasta aquí con la ayuda de una de ellas, y ahora iba en rumbo a encontrarme con el segundo, una de las personas más especiales que conocería en mi vida.
Pocos como Louie
Louis Sarno tiene 61 años* y es originario de Nueva York. Movido por su profunda pasión por la música, decidió hace poco más de 30 años atrás emprender un viaje a Africa Central que cambiaría su vida para siempre. Su objetivo original era el de grabar la música autóctona de los habitantes de la selva y los sonidos naturales de la misma, aunque esencialmente iba en busca de un cambio radical de vida.
Así fue como a lo largo de los años, a medida que grababa horas y horas de música y sonidos, fue en las regiones más profundas de la selva centroafricana donde Louie encontró su lugar en el mundo junto a su familia adoptiva: los Bayaka, uno de los grupos étnicos de pigmeos Mbenga que habitan ancestralmente la selva del oeste de Africa Central. En esta región hoy confluyen la República de Congo, la República Democrática de Congo, Camerún y la República Centroafricana. Con ellos convive desde hace más de 30 años, y fue a su aldea a donde me propuse llegar.
Empujando la bicicleta por un estrecho sendero arenoso rodeado de arbustos y matorrales, avanzo bañado en sudor tropical adentrándome en la selva. A medida que pasan los metros en las afueras de Bayanga, ya comienzo a cruzarme con los primeros pigmeos a quienes, usando señas, les pregunto direcciones para llegar a la casa de Louie. Aunque lo cierto es que tan sólo alcanzaba con mencionar su nombre, porque aquí todos lo conocen. En una aldea africana sin electricidad en el medio de la selva donde viven tan sólo 3 occidentales, las noticias llegan más rápido que el e-mail, y Louie, junto a su familia de pigmeos, ya estaban esperando mi llegada.
Mientras sigo empujando, ahora ya en el último estrecho antes de llegar a la que, sospecho que es la casa de Louie, un pigmeo pasa cerca de mí corriendo a toda velocidad. Unos segundos más tarde, me doy cuenta que está huyendo de la mujer que pasa inmediatamente detrás de él, corriéndolo, gritándole con enojo y tirándole palos.
No entiendo absolutamente nada de lo que está ocurriendo y continúo en la confusión por unos metros más cuando finalmente veo la figura de un hombre blanco alto y desgarbado parado sobre la puerta de una casa de madera.
- ¡Tú debes ser Louie! - Le digo enérgicamente con una sonrisa, mientras detengo la bicicleta para estrecharle la mano.
- Y tú eres Nico, ¿no? - Me responde con esa voz gruesa, ronca del tabaco y serena que lo caracteriza.
- Louie, antes que nada ¿de qué se trataba todo eso? - Le pregunto haciendo un gesto de referencia al episodio que acababa de ocurrir de la mujer persiguiendo al hombre.
- No es nada, no te preocupes, es que la mujer está irritada con su marido porque hace como una semana que no le trae miel. Aquí las mujeres no pueden vivir sin miel y se irritan mucho cuando los maridos no les traen - Me responde - Ya te contaré más - Agrega.
Yo suelto una carcajada en el aire, y comienzo de a poco a darme cuenta el mundo de cuentos en el que me he metido.
Así fue el momento en el que conocí a Louie, quien junto a su mujer, Agathi, y decenas de pigmeos que habitan en esta aldea situada en un claro de selva, me recibieron con los brazos abiertos y enorme curiosidad. Louie tiene la única casa construida enteramente en madera, terminada de construir hacía muy poco con mucho esfuerzo.
Esparcidos por los alrededores y mimetizados mágicamente con su entorno, se encuentran los iglúes hechos de ramas y hojas donde viven la mayoría de las familias de pigmeos. Entre todos ellos, en un espacio de jardín abierto donde Louie había armado un techo de paja con cuatro postes y sin paredes, monto mi mosquitera. Esa sería mi casa en la comunidad por las siguientes semanas.
La vida de todos los días
Convivir con todos ellos se vuelve rápidamente para mí lo más similar a vivir en un cuento. Cada día amanezco temprano con los sonidos de miles de pájaros cantando y los primeros rayos del sol despuntando a través de los árboles en forma de largos haces de luz dorados. Durante el esfuerzo matutino diario del pesado ejercicio de entreabrir los ojos hasta finalmente despertar del todo, ya puedo ver a través de mi mosquitera a las mujeres y a los niños aparecer y reaparecer entre la selva. Van cargando con sus canastas, y llevando herramientas rudimentarias para realizar las primeras tareas del día en las zonas aledañas a la aldea.
Desde ese momento en adelante, la vida no deja de vibrar en ningún momento tal como si fuera el ritmo de una ciudad, con pigmeos yendo y viniendo entre las aldeas. Apareciendo, desapareciendo, y reapareciendo entre los matorrales. Mujeres con el pecho al descubierto y polleras largas, conversando aquí y allá al encontrarse en los senderos, los hombres fumado y afilando sus lanzas para cazar, y los niños detrás ayudando a sus madres en las plantaciones de manioc (mandioca) o aprediendo algo con sus padres.
Cuando el tórrido calor tropical comienza a apretar sobre el mediodía, el bullicio humano desaparece y sólo los bichos quedan zumbando sin cesar. Todos huyen de los espacios abiertos de la aldea, trasladando sus tareas a aquellos lugares de espesa vegetación, donde encuentran refugio en la frescura de las plantas y los ríos cristalinos que la atraviesan. Pasada la media tarde, el bullicio aflora nuevamente y la aldea vuelve a vibrar. Las mujeres vuelven ahora con las canastas llenas, listas para hacer las tareas de la casa y cocinar, mientras que los hombres, en vez de seguir trabajando y ayudar, se ponen a charlar entre ellos.
Entre tanto, Louie pasa el día en su rincón de la casa donde tiene sus pocas posesiones materiales. Estas incluyen algunos libros, y un sencillo reproductor de música chino en el que escucha, tanto la música que él mismo ha grabado durante treinta años en la selva, como las grandes obras de música clásica de occidente. Louie tiene los gustos de un verdadero intelectual, la mirada serena de un maestro Zen y las ropas y abalorios de un viajero hippie de los años 60'.
Sus momentos de serenidad, mientras fuma tabaco al son de una pieza de Mozart, contemplando la selva desde su habitación, son frecuentemente interrumpidos por los pigmeos, quienes a lo largo del día se acercan a su ventana. A veces los consultan sobre alguna dolencia, otras le plantean algún conflicto entre familiares, y frecuentemente también le piden alguna cosa, que puede ser desde azúcar, hasta dinero para comprar algo. Louie, que habla perfecto Bayaka, los escucha a todos atentamente. A veces concede y otras se irrita y los reta como si fueran niños.
Louie ha pasado su vida dedicado a ayudar a esta gente que se ha vuelto su mismísima familia. Así se ha convertido como en una suerte de ángel protector para ellos y también una figura esencial en su sociedad. Como hombre blanco, con mayor acceso a los contactos y recursos del mundo occidental, ha podido interceder para conseguir ayuda de varias ONG's quienes, de vez en cuando, le hacen llegar medicamentos para que él pueda administrarle a los Bayaka. Sin ser médico, con los años de leer, estudiar y la experiencia de campo, ha aprendido sobre los síntomas y el tratamiento de las enfermedades más comunes que afectan a los Bayaka.
Louie me explica que la expectativa de vida de los pigmeos es de 43 años. Muchos mueren de alguna de las tantas cepas de tuberculosis, otros se caen de los árboles cuando trepan para conseguir miel, los niños padecen constantemente de parásitos de todo tipo y por supuesto, el flagelo omnipresente africano de la malaria y otros como la fiebre tifoidea.
Al ver cómo los pigmeos recurren a él constantemente, me resulta evidente que a pesar de haber pasado 30 años allí, hablar el dialecto local a la perfección, conocer las costumbres, estar casado con una Bayaka y tener la mayor autoridad en la aldea, la que le corresponde a un hombre mayor, ellos lo siguen viendo como el hombre blanco a quién pedirle cosas.
Cuando le comenté mi asombro sobre esto y le pregunté cómo se sentía él al respecto, Louie me contestó que él siempre aceptó su papel allí, que siempre supo él que nunca iba a ser considerado igual y que debía aceptar cómo ellos lo veían a él. Finalmente concluyó con firmeza: -"Nada de lo que yo les pueda dar a ellos se compara con lo que yo siento que ellos me han dado a mí. Por eso, acepto las cosas como son. Yo les doy aquello que yo sólo puedo darles, y ellos me dan a mí lo que ellos pueden darme"-
Sus palabras me hicieron reflexionar mucho sobre mis propios sentimientos de aversión cada vez que, a lo largo de todo Africa, alguien me había prejuzgado como hombre rico sólo por ser blanco y por lo tanto pedirme cosas o dinero, algo que más de una vez, en casos extremos, me causó mucho disgusto y desilusión.
Al final de la tarde ya todos están en la aldea, yendo y viniendo de casa en casa, chusmeando, intercambiando cosas entre ellos. Mientras me siento en el piso bajo el alero del frente de la casa de Louie, contemplo esta vida tan especial pasar delante mío.
Los niños no paran ni un minuto de derrochar su energía. Aquí no hay juguetes en la infancia, pero los niños vuelven a la selva el mismísimo salón de juegos donde se divierten todos los días. Trepar árboles, chapotear en los ríos, correr en el barro pero también hostigar a los animales.
Louie me había explicado que para los Bayaka, quienes ancestralmente han vivido de lo que la selva provee, es muy difícil sentir empatía alguna por los animales. Para ellos, los animales son símbolo de comida y nada más. Los animales representan su subsistencia. Cuando tornaron su vida más estable, le fue difícil a Louie hacerles entender que no había que maltratar a los animales domésticos, y varios gatos perdieron la vida hasta que ellos entendieron que no había que matarlos.
Pero los viejos hábitos tardan en morir, y mientras sigo sentado allí veo a Toto, Esanga, Mame y otros más en el jardín, matarse de risa aterrorizando a una pobre gallina. La persiguen por la selva, entre los árboles, mientras ella, desquiciada, corriendo por su vida, intenta escapar de sus pequeñas garras sin escrúpulos. Ellos le perdonan la vida un día más, pero yo sospecho que la gallina está saturada de tanto hostigamiento y prefiere la pena capital.
Más tarde, mientras varios niños se sientan a mi lado para jugar conmigo, Toto, aparece de entre los arbustos trayendo algo pequeño en la palma de su mano. Al acercarse, vemos que es una ardilla bebé que encontró por allí. Por un rato, reunidos en círculo alrededor de la misma, todos la miran con lo que sospecho que es curiosidad. No dejan de comentar cosas y discutir pero yo no entiendo nada de lo que dicen. Supongo que al igual que yo, cuando la acarician, sienten ternura por la pequeña ardillita que ahora duerme tranquila, aferrada a la palma de Esanga. Pero pasados unos minutos más, Esanga, sin el menor de los remordimientos, la deja caer al piso, y los demás, sin compasión la descuartizan a punta de lanza, antes de saltarle encima con los pies hasta desmembrarla completamente. A mí no se me estruja el corazón tanto por la pobre ardilla, como por la imagen tan intensa de ver en los ojos de estos niños la absoluta falta de compasión por otro ser vivo. Pero trato de recordar lo que me enseñó Louie y entender el por qué.
La tarde pasa y yo no me canso de jugar con ellos. Creo que mi curiosidad es tan inocente e infantil como la de ellos. La puerta de la casa de Louie se transforma en circo. Esanga no deja de cepillar y examinar mi pelo con fascinación, Toto y Mame saltan arriba mío y los demás revolotean alrededor. Entre todos intentamos comunicarnos. Yo practico las pocas frases en Bayaka que aprendí y ellos lloran de risa al escucharme y yo me muero de risa al verlo a ellos tan divertidos. La energía que respiro es tan hermosa que infla el pecho de alegría.
Cuando el día llega a su fin, las mujeres y niñas preparan la comida en la aldea. Algunas muelen y tamizan el manioc, otras preparan las hojas y frutos vegetales que recolectaron y otras se sientan a cocinar en cuclillas alrededor del fuego. El clima es de armonía, nada se hace en silencio, nada se hace individualmente, todo se hace en comunidad.
Sentados en los tablones de madera del piso de la casa de Louie, cenamos todos juntos en familia, en círculo alrededor de la cacerola repleta de manioc y dos platos hondos llenos de verduras hervidas y carne de puercoespín. La tenue luz que emite la llama de la lámpara de aceite titila revelando solo partes de nuestros rasgos y dejando el resto en las sombras. El momento de la cena es tranquilo, conversamos poco, comemos con las manos y nos chupamos los dedos para saborear y limpiarnos.
Afuera todo es oscuridad absoluta. A las 20.30 ya todos duermen, y cada noche que yo me acuesto bajo mi mosquitera, rodeado de esta inmensa selva que me envuelve, y que ahora vibra con su infinita sinfonía nocturna, necesito pellizcarme para saber si lo que estoy viviendo es real. Un día más que paso en la selva, un día más que vivo en este cuento que he vuelto mi vida. Me duermo soñando con un nuevo capítulo de este cuento, el del día en el que finalmente me vaya de caza con los Bayaka.
*A mitad de 2017 me enteré por medio de otro viajero que Louie había fallecido. Fue despedido con gran dolor y semanas enteras de duelo en toda su comunidad.