Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

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Paz al fin

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Uno de los días más aterradores de mi vida, parte de algunos de los días más extremos que he experimentado viajando, ha quedado finalmente atrás. Ahora miro a mi alrededor, en mi primer día de descanso en muchísimo tiempo y la fascinación me excede. Estoy navegando el magnífico río Sangha atravesando el corazón de la selva ecuatorial de Africa central en una pequeñita lancha con motor fuera de borda. Avanzamos trazando un surco entre tres países, Congo, Camerún y República Centroafricana, dejando una raja en el agua que parece romper un espejo perfecto. Dejo que el viento, incrementado por la velocidad, acaricie mi cara y alivie el castigo del sol tropical mientras miro al cielo, respiro hondo la humedad con sabor a selva y no puedo creer lo lejos que he llegado. Estoy navegando por el medio de la selva.

Viajo junto a Andrea Turkalo, quien se ofreció a llevarme en este largo viaje de 6 horas que tiene un costo aproximado para ella de 600 dólares. Andrea va en camino de vuelta a su remota base, donde ha pasado los últimos 28 años de su vida. Allí vive mayormente sola rodeada de nada más que selva profunda. Aunque no está totalmente sola, porque su trabajo para WCS (Wildlife Conservation Society) consiste en pasar 40 horas semanales o más, observando y estudiando el comportamiento de los elefantes en su hábitat. No podría haber imaginado tener compañera de viaje más fascinante que ella. Aprender a ver la selva a través de su conocimiento, aparte de hacer el viaje sumamente entretenido, me lleva a ver cosas que nunca había visto. Especies de árboles, cantos de pájaros y hasta los últimos 3 hipopótamos que habitan en un rincón del río, que jamás hubiera visto de no ser por ella. Pocas veces he aprendido tanto de la naturaleza en este viaje.

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El verdadero lado oscuro

Sin embargo, Andrea no es sólo una excelente referencia en temas de biología y psicología social de elefantes, sino que también tiene el hábil manejo de quién lleva casi tres décadas debiendo desenvolverse en un entorno, no sólo inhóspito por su condición geográfica y climática, sino aún más, por las extremas complejidades sociales que imperan en una región devastada por las guerras civiles, los conflictos étnicos y religiosos y la falta absoluta de educación de su población.

Resultado de ello, al desembarcar en los puestos fronterizos de la República Centroafricana, a Andrea le toca manejar la relación con los oficiales militares borrachos y corruptos, a quienes conoce ya muy bien (al igual que conoce a Eric, el oficial del Congo que me golpeó dos días atrás) Estos holgazanes, con el cerebro entumecido por el exceso de ocio y el alcohol, acechan como buitres a todo aquel recién llegado. Al igual que Eric en el Congo, estos también esgrimen sonrisas falsas para fingir simpatía. Asfixiados en sus precarios uniformes militares, pero siempre bien abrazados a sus ametralladoras, se postran a orillas del río bajo algún árbol, intentando refugiarse el bochornoso calor tropical. Emanan un vaho de alcohol barato al hablar. El alcohol parece llevarlos a agudizar su olfato para sólo oler dinero cuando ven a alguien llegar.

Ver a Andrea lidiar con todos estos delincuentes para que le extirpen lo menos posible, es digno de ser admirado. Es un proceso largo y tedioso que consiste en persuadir a estas mentes ignorantes desprovistas de toda empatía, para que no le quiten todo lo que ella trae consigo en cada viaje con el fin de ayudar. Requiere mucha paciencia, experiencia, inteligencia y poder de negociación.

Los buitres se suben a la lancha e hincan su pico sobre todo lo que encuentran, sin asco, incluyendo las cajas de donaciones que trae de EE.UU, con anti-maláricos, anti-parasitarios, analgésicos, y demás material para ayudar a la gente sumida en la pobreza absoluta que habita este remoto rincón del mundo. Es decir, entre ellas, a las mismísimas familias de estos "oficiales". Pero ellos buscan ante todo, una excusa para quitarle material y dinero. Parados con las ametralladoras sobre la lancha, le dicen a Andrea (a quien conocen más que bien):

- Todas estas medicinas, son muchas, son para comerciar, tiene que pagarnos el impuesto de importación - Y la amenazan con que sino tendrán que confiscar todo el material. (por supuesto que se paga en efectivo y no hay certificado de pago alguno más que el bienestar del calor de sus bolsillos)

- Esto. Todo esto que ven, no es para mí, es una donación y es para ayudar a sus propias familias. ¡Para su propia gente!, ¡Para beneficiarlos a ustedes!, ¿Lo pueden entender? - Les dice Andrea, intentando futilmente razonar con gente con el cerebro de un insecto. Sin embargo, lo dice sin alterarse, porque pasa por esto cada vez que vuelve a entrar al país.

Cualquier cosa sirve para amainar su apetito insaciable. El dinero fresco, en cualquier divisa del primer mundo es lo más bienvenido. Si son medicamentos u otros productos también, porque algunos quedarán en la familia, aunque lo cierto es que la mayoría los revenderán a sus vecinos. Al final aceptan todo lo que se les ofrezca.

Pero no acaba con la "aduana". Luego siguen los que sellan el pasaporte, y los que lo miran en 3 oficinas dentro de la misma casilla de mierda, y los que producen estampillas "obligatorias", timbrado, y una hilera de delincuentes voraces que parece nunca acabar. Es muy triste, pero los sobornos, si bien muy pequeños en valor, son inevitables aquí, y son parte del mismísimo funcionamiento del sistema. A cada uno Andrea tiene que darle algo para finalmente poder poner pie tranquila en su país adoptivo. Por eso trae consigo revistas de actualidad, diarios y demás cosas con las que sabe que puede disuadir a varios de pedir más. Su trabajo y su paciencia son encomiables, pero ver esto, es presenciar el lado más oscuro del presente en el que devino Africa.

Por mi parte, mi preocupación era enorme. Me había aventurado hasta aquí sin visa alguna, confiando ciegamente en la experiencia de otro gran viajero, Carl de Suecia, quien había pasado el año anterior. Carl me dijo que existe la posibilidad de obtener un visado improvisado allí mismo, pero que no sabe si lo había obtenido de pura suerte, ni tampoco podía asegurarme su legalidad.

De no obtenerlo, las consecuencias podían ser graves para mí, pero con la ayuda de Andrea, quien conoce a todos allí, dí con el lugar indicado. En una casilla de madera que se venía abajo, el jefe de la policía local de un pueblo de pigmeos de unas 20 chozas (según Andrea el único oficial decente de toda la región), sonriendo, me cedió un visado improvisado por unos 50$. La validez nacional de dicha visa es realmente dudosa, pero al menos me alcanza para tener una excusa y un permiso para entrar.

Luego de 2 horas de burocracias, y gracias a los sobornos que pagó Andrea a todos, yo pasé desapercibido sin tener que pelearme con nadie para no pagar, ni mucho menos que me peguen por ello, como en el Congo. La situación de ella es diferente y entendible porque debe lidiar con estos cretinos toda su vida para poder permanecer allí y hacer su trabajo. La mía no, por eso me sentí feliz de seguir cruzando fronteras corruptas sin contribuir a la metástasis de la corrupción africana. Finalmente, entré en la República Centroafricana!

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Bayanga

Andrea me dejó junto a dos pigmeos que me acompañaron por un sendero de barro hasta el centro de Bayanga, este pueblo a orillas del Sangha, en pleno corazón de la selva, en el rincón más lejano de la República Centroafricana. A juzgar por la leyenda en los mapas, Bayanga luce como una gran ciudad, pero vista a la altura de los ojos, con mucho optimismo, apenas alcanzaría la categoría de pueblo. Bayanga no parece ser más que una aldea de casas de madera, chozas de paja y calles de tierra, bajo una estricta tranquilidad pueblerina, típica de Africa central.

Los niños abundan en sus calles de arena, jugando al fútbol con la incontenible pasión de quienes no han sido corrompidos por el hambre de competencia y el dinero. Aquí, los niños juegan por un único motivo: divertirse. No hay estadios, no hay canchitas con límites establecidos, ni arcos. Cualquier lugar se ajusta para jugar, y entre medio del desorden de cada partido improvisado, los demás transeúntes se cuelan como pueden para pasar. Nadie se enoja, nadie se preocupa, cada uno continúa su camino en un lugar donde nadie se obsesiona con mandar en el espacio público, porque es de todos.

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Pero no todo se limita al fútbol por aquí. En un mundo aún a salvo de la invasión de los juguetes de plástico baratos de China, los niños no se privan de jugar ni de divertirse. Aquellos que no juegan al fútbol, no se quedan lamentándose o quejándose por no tener juguetes sino que por el contrario, las limitaciones materiales los llevan a actuar y poner a prueba todo su ingenio y su creatividad para construirlos ellos mismos.

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En cada rincón de Africa, cuanto más pequeña es la aldea, mayor parece ser el despliegue de la creatividad de estos pequeños inventores, que con sus propios medios y habilidades, son capaces de generar los instrumentos necesarios para alcanzar un único fin: jugar. No importa la edad en un mundo donde el tiempo pasa a ser un factor irrelevante en la vida y no un tirano que nos somete a un ritmo preestablecido por los intereses de otros. No se trata de correr, se trata de vivir.

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Y quizás lo más bello de ver estos resultados, no son ni los productos terminados en sí, ni el nivel de diversión que se alcanza con ellos, sino los rostros de orgullo de quienes los han creado. La diferencia entre los niños que acumulan juguetes regalados, y aquellos que los crean, se mide en la satisfacción que reflejan. Inventar y construir para divertirse no sólo estimula la creatividad sino que genera amor y valoración por todo lo que uno ha creado.

Los juguetes africanos, raramente terminan apilados en perfecto estado, en el rincón oscuro de algún ropero, una vez que han sido reemplazados. O se desarman para reutilizar sus partes y crear algo nuevo, o se usan una y otra, y otra vez, hasta romperse, pero siempre se disfrutan y se valoran como algo preciado.

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Lo más maravilloso de Bayanga quizás, es la simpleza y la tranquilidad con la que la vida transcurre. Es vida rural africana en su máxima expresión. No es poca cosa en un país que lleva décadas azotado por una penosa guerra civil que parece no tener fin, entre guerrillas clandestinas y las fuerzas militares de uno tras otro gobierno corrupto del país. Todos movidos por su propia causa pero a través de un mismo hilo conductor que subyace en cada facción: una profunda ignorancia, producto de la falta de educación, la pobreza, y la incapacidad de conocer algo mejor.

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La remota ubicación geográfica y la falta de infraestructura han ayudado a mantener a los habitantes de la selva, mayormente al margen del conflicto, a excepción del año 2014 cuando las milicias cristianas Anti-Balaka (no confundir con Bayaka) tomaron el pueblo por un tiempo. Habiéndose dado cuenta que la región no tiene valor comercial ni estratégico, y presionados por las milicias islámicas Séleka, terminaron abandonado la ocupación algunos meses más tarde. Al poco tiempo todo volvió rápidamente a la normalidad.

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Y a la normalidad de esa vida tranquila donde el tiempo no pasa, es a la que llego exhausto luego de semanas durísimas, ávido de días de descanso. Sin embargo, no he llegado hasta aquí por casualidad, sino específicamente en busca de convivir con los habitantes más extraordinarios de la selva, los pigmeos Bayaka. No pasará mucho tiempo hasta que me encuentre con ellos para pasar algunas de las semanas más increíbles de mi vida.