5.45 A.M. Abro los ojos. Dormí 2 horas y sufrí el resto. Las finas paredes de mi carpa dejan traslucir la primera luz del día. La selva está tranquila, los elefantes ya no están y muchos insectos ya se fueron a dormir cediendo el canto a los pájaros diurnos que ya comienzan a despertar. Cuando abro el cierre, veo finalmente el infierno en el que me encuentro. Como ya imaginaba, era la peor situación posible, la del barro no tan húmedo como para licuarse, pero lo suficiente como para volverse blando y espeso. Al salir de la carpa, miro a mi alrededor y soy consciente de que no sólo no iba a llegar a mi destino durante la noche, sino de que nunca podré llegar ni siquiera durante el día, al menos no rodando con la bici. Es hora de ponerme a pensar en alternativas.
Mi primer paso es inspeccionar la situación de la bicicleta que como era de esperar, su condición es paupérrima. Las masas de barro lo obstruyen todo. Las ruedas no giran, los pedales, la cadena y todos los mecanismos están absolutamente bloqueados. Dado que me lastimé todas las manos durante la noche, raspando el barro en la oscuridad para tratar de poder avanzar, apenas puedo usarlas hoy del dolor que tengo. Al menos con la luz del día encuentro algunas ramas y hojas y con ellas comienzo a raspar y limpiar con paciencia lo esencial para poder empezar a pensar en alguna opción. Es una tarea muy difícil, el barro se pega a la bicicleta como un imán y despegarlo me lleva muchísimo trabajo.
Mucho peor aún que la condición de mi bicicleta, es mi condición. Afortunadamente no tengo un espejo para verme, pero siento todo el cuerpo hinchado, por el esfuerzo inhumano que hice y por los golpes de aquel hijo de puta, en gran parte tan responsable de la noche que me tocó pasar. Todos los músculos me duelen, están inflamados. Estoy todo cubierto de barro y tengo olor suficiente para desestabilizar todo el ecosistema que me rodea. Me cuesta abrir y cerrar las manos del dolor. La falta de sueño y el estrés que pasé durante la noche me tienen con un humor fatal. La mera idea de desmontar la carpa y guardar las cosas me desmoraliza y no quiero hacer nada más que sentarme allí en el barro desconsoladamente y esperar que algo mágico me saque de allí. Supongo que si tuviera un medidor de batería como los teléfonos, el mío estaría ya sin barritas y titilando a punto de apagarse.
Pero hay momentos en la vida en que no tener opción, no es una opción. Tengo que salir de aquí porque pueden pasar días hasta que pase alguien por este camino olvidado. Es en lugares remotos como estos donde cuando uno tiene un problema, de verdad tiene un problema. No hay nadie más que pueda sacarse de aquí que uno mismo. Estimo que aún me quedan 16 km por delante. Ayer tardé 6 horas en hacer poco más de 5 km en estas condiciones, así que a este ritmo y acumulando cansancio puede que tarde dos días más, pero no tengo agua ni mucha comida ni energía. También hoy era el día en que me encontraría con la científica estadounidense en la base de WCS para partir a la República Centroafricana. No puedo más que rogar que se apiade de mí y recuerde que debía encontrarse conmigo, ya que nunca he tenido contacto directo con ella. Por eso no puedo pasarme dos días más atrapado. Necesito pensar una solución y rápido.
Es muy temprano aún y mientras empaco pienso en una solución intermedia. Mi prioridad absoluta es llegar a la base al menos para encontrarme con esta mujer antes de su inminente partida, y suplicarle que me espere. De partir sin mí, no tendría forma de llegar a la República Centroafricana, y eso implicaría, entre otras cosas, tener que volver hacia atrás por este mismo infierno, y volver a sellar mi pasaporte para entrar de vuelta al Congo (aunque aún ni siquiera he llegado a salir del territorio) con el mismo cabrón que me golpeó el día anterior por rehusarme a pagar el soborno que me exigía. No quiero pensar mucho en todas estas implicaciones, por eso decido dejar todas las alforjas en la selva, marcar las coordenadas con el GPS, e irme con la bicicleta descargada hasta encontrar dónde poder comenzar a pedalear y llegar a la base para poder pedir ayuda.
Por las siguientes 5 horas camino hundiéndome en el barro, llevando la bicicleta al hombro, porque al empujarla, aún descargada, las ruedas se bloquean completamente. Las primeras horas, con el frescor de la mañana se van relativamente rápido, pero más tarde comienza a azotar el brutal sol tropical, y entre millones de bichos y chicharras ardiendo en una humedad imposible, avanzo descansando 2 minutos cada 5 durante los que me muevo hacia adelante. Voy descalzo porque los bloques de barro que se pegan a las sandalias hacen imposible vestirlas. Raciono al máximo la poca agua que me queda en la botella porque la deshidratación en estas condiciones es inminente. En 5 horas hago 8 km, y finalmente, ya casi sin poder creerlo, exhausto, desmoronándome sobre mi mismo, me reencuentro con barro seco en el camino. La consistencia me permite montarme a la bici y en una hora más terminar los 8km hasta llegar a la base.
La base de W.C.S (Wildlife Conservation Society) a orillas del río Sangha, en esta remota región de la triple frontera entre Congo, Camerún y la República Centro Africana, alberga a unos pocos biólogos y conservacionistas, locales y estadounidenses, como así a una pequeña armada de fuerzas especiales local que tiene el fin de proteger a los gorilas y a los elefantes de los cazadores furtivos. Allí llego en un estado paupérrimo, y me encuentro finalmente con Andrea Turkalo, a quien luego de presentarme, di las infinitas gracias por no haberse ido aquella mañana.
Ahora, más tranquilo ya, me toca pedir ayuda a la dirección de WCS para ver de qué modo puedo volver a recoger todas mis cosas. Luego de ver mi estado lamentable y escuchar mi historia (y recordarme un poco a modo de regaño que tenía mucha suerte de estar vivo hoy) procedieron a asignarme uno de sus chóferes para llevarme en una 4x4 hasta el punto donde las había dejado. Nos llevó 45 minutos hacer sólo esos 16 km, con la camioneta indómita haciendo 'eses" en el barro profundo, a veces patinando sin control, y muchas otras necesitando recurrir tanto a la cuádruple tracción para salir de los peores sectores como al mando magistral del conductor congoleño que me llevaba.
Pocas veces ocurre que uno tiene una segunda oportunidad de revivir, ya desde otra perspectiva, los lugares de una situación extrema por la que ha pasado. Vivir en reverso y de día, desde el confort de la camioneta mientras el motor ruge feroz haciendo todo el esfuerzo, me hace ver con claridad las situaciones a las que me someto en las que mi vulnerabilidad es absoluta. Sentado desde el interior del vehículo con la mirada en el aire reflexionando, pienso que si nunca hubiera pasado en bicicleta por allí, tal vez desearía nunca pasar por allí en bicicleta.
Sin embargo, más tarde cuando finalmente vuelvo a la base, arrojo todas las alforjas al piso junto a la bici, me paro a contemplar el resultado de las últimas 36 horas y una felicidad embriagadora se apodera de mí. No puedo más que sonreír y comenzar a reírme a carcajadas. Me miro desde afuera en esta situación, revivo dónde he estado, todo lo que me ha pasado y he pasado y me siento la persona más feliz del mundo.
Estoy destrozado, pero la plenitud me invade. La suficiente como para tolerar con estoicismo el hecho de que en vez de descansar, me tocará pasar el resto del día dedicado el arduo trabajo de devolverle la funcionalidad a todo mi equipo, ahora completamente impregnado en el barro seco que atasca todos y cada uno de los mecanismos.
Al menos hoy no tengo que pedalear, puedo comer bien, dormir en un cama cómoda gentileza del equipo de WCS, y prepararme para el emocionante viaje en lancha por el río Sangha hacia la República Centroafricana al día siguiente. Hoy recuerdo una vez más, la realidad más importante que descubro a cada momento que vivo: hay más dentro nuestro de lo que sabemos. Esta vida sí que es buena.