Son las 6 am, el sol comienza a despuntar en el horizonte Sahariano. Estoy hecho bolita enterrado en mi bolsa de dormir. Aun así, un hilo de aire que se filtra hasta mi cuello indica una mañana fría. Estoy en el único lugar que encontré anoche para acomodarme. Un rincón trasero de la estación de servicio, cuyas paredes ofrecían suficiente protección contra el viento. El motor en marcha de un camión que se detiene a cargar combustible me impide volver a conciliar el sueño. Cuando asomo mi cabeza fuera de la bolsa, mis pupilas se contraen tan rápido que necesito cerrar los ojos y volver a enterrarme dentro de ella. Luego del tercer intento logro abrirlos. Apenas está saliendo el sol y ya puedo sentir al viento acariciarme la cara. Si es caricia refugiado tras los muros del patio, es cachetada fuera del mismo. Me doy cuenta de que ya no hay horas de sueño que alcancen para generar las energías que necesito para levantar la moral al comienzo de cada día.
El interior de la cafetería está tan vacío como el desierto que nos circunda. Cualquier ruido de vajilla en la cocina retumba dentro del espacio del salón. Hay una sola persona en servicio es este momento, con quien negocio el desayuno más cargado de calorías y proteínas posible a esta hora de la mañana. Le cuesta comprender que quiera desayunar un tagine cargado de carne, papas y zanahorias, y me dice que es muy temprano. No me queda otra que conformarme con opciones más modestas. Una vez que ordeno elijo la mesa que está junto a la ventana para sentarme, lo más lejano posible de los ruidos en la cocina. Sentarme no es un acto resultado de una decisión firme, sino más bien un reflejo. El acto pasivo de dejar al peso de mi cuerpo caer hasta acomodarse sobre la silla. Recaigo sobre el respaldo, estiro mis piernas y rápidamente mi mirada se pierde en el baile hipnótico de los hilos de arena arrastrándose sobre la superficie de la ruta. Abrazo mi taza de café con las manos buscando el confort de su calor. Allí, bajo este eclipse sahariano reflexiono sobre el tono lúgubre que ha tomado mi psique en estas últimas semanas. Claramente no es algo que ha ocurrido de la noche a la mañana, incluso ni siquiera a lo largo de varios días. Este es el resultado de más de dos meses de perseverar contra un enemigo invisible que todos los días se esmera por socavar, como una legión de termitas, las mismísimas bases de mi fortaleza. Su trabajo fino me ha llevado a avanzar producto de la inercia y ya no del regocijo. No requiere mucho trabajo introspectivo darme cuenta de que me encuentro la mayor parte del tiempo molesto, fastidioso y con muy poca paciencia. Cada actividad del día representa un nuevo esfuerzo que ya no tengo ganas de hacer. Cuando me despierto busco cualquier excusa para no salir de la bolsa de dormir, porque la realidad es que no tengo ganas de levantarme para enfrentar un día más contra este viento diabólico. No es solo pedalear todo el día contra una pared invisible. Es que hasta la tarea más básica, como la de calentar agua para el café, es una odisea en sí misma en este lugar donde abunda la escasez de refugios en centenas de kilómetros a la redonda. Me siento absolutamente vulnerable mucho más allá del efecto de los elementos. Me siento susceptible a quebrarme y rendirme en cualquier momento. La experiencia de ayer en el camión me hizo sentir una sensación de paz que no sentía ya en mucho tiempo. Durante esas pocas horas recordé lo que era sentirme a gusto. Lamentablemente también me demostró lo fácil que es acabar con toda esta locura en la que estoy metido. En consecuencia, me siento mucho más proclive a sucumbir ante la tentación de subirme a un nuevo camión.
Decido no hacerlo y extender las sesiones de tortura. Esto implica que ya no voy solo en dirección opuesta al viento, voy en contra de todo lo que me dicen el cuerpo y la mente. Cuando todo es adversidad y millares de voces internas se superponen para decirte que acabes con toda esta estupidez de una puta vez, acallarlas es un trabajo titánico en sí mismo. El viento en vez de ayudar a silenciarlas las atiza como a las brazas debajo de una pila de carbones. Cuanto más sopla más me atormentan con sus gritos: ¡¡¡BASTA!! ¡DEJA ESTO YA!, TE FALTAN DÍAS Y DÍAS DE MISERIA ILIMITADA HASTA LLEGAR AL FINAL CUANDO PODRÍAS SUBIRTE AL PROXIMO CAMION Y TERMINAR CON ESTO YA. En este punto estoy convencido que el viento es más benévolo que la violencia de mis propios pensamientos.
El vacío del desierto que se extiende hasta el infinito en todas las direcciones me sigue dando esa misma sensación claustrofóbica que comencé a sentir desde que entré en Sahara Occidental. Es la sensación de estar encerrado en una habitación en la que dos paredes se van acercando más y más hasta aplastarme como a una cucaracha. La diferencia es que en la vida real las paredes de esta metáfora son invisibles. Estoy en un espacio totalmente abierto que aún así me aprisiona y me comprime hasta la asfixia. Si bien apelo a mi tozudez para rebelarme en contra de mí mismo y seguir perseverando, dos días más tarde el viento me paraliza una vez más. No puedo mover la bicicleta hacia adelante por más que me pare sobre los pedales o empuje. Es claro que me queda otra opción mas que volver a pedir ayuda porque no hay nada que pueda hacer para revertir esta situación por mi mismo.
Poco antes del mediodía, un nuevo camión me levanta para dejarme unos kilómetros más adelante en Laayoune. Es en efecto, la primera ciudad propiamente dicha desde que salí de Nouadibhou semanas atrás. Después de tanto tiempo de no ver más que arena con piedras a mi alrededor, entrar en la trama urbana de la ciudad es una de la experiencias más intensas de oasis que vivo en mucho tiempo. Los edificios sirven de muralla. Ocultan al desierto circundante y protegen contra el viento, Las calles, los semáforos, la gente andando, las casas de té, los restaurantes, por momentos siento que estoy alucinando. Me cuesta asimilar cuánto añoraba esto: civilización, confort. Laayoune, a tan solo unos pocos kilómetros de cruzar oficialmente a Marruecos, es la ciudad más grande de Sahara Occidental, la más poblada y por supuesto la más vigilada. De vuelta me siento en un estado policial, que si bien no me afecta a mí en lo más mínimo, me genera rechazo por los Saharauis que sufren directamente la opresión dentro de su misma tierra.
Luego de devorarme un almuerzo para cuatro, no me quedo a esperar el fin de la digestión. El disgusto que me genera la presencia policial con todo lo que eso representa, es tan grande que a pesar de tener la necesidad de quedarme, decido irme a seguir sufriendo en el desierto. Horas más tarde, luego de más suplicio, cruzo la línea invisible. Ya estoy en Marruecos pero aún dentro del desierto. Tarfaya, es el punto donde la ruta vuelve a bordear el océano Las vistas son increíbles, pero la exposición directa al mar, ya sin acantilados que opongan cierta resistencia, desata la furia total del viento. Me hostiga sin asco hasta grabar en mi ADN el souvenir de una experiencia que jamás podré sacarme de encima. 4 días más de odio, furia, hastío e impotencia pasan hasta el punto en que la geografía me regala un giro de ruta de 90º tierra adentro. Allí es cuando el viento se pone detrás mío y me lleva hasta Tan Tan en una cantidad de tiempo equivalente a la que hasta entonces habría podido hacer 500 metros. En este punto creo estar alucinando. No necesito siquiera hacer fuerza en los pedales, solo acompañar con el movimiento de las piernas. Así llego a Tan Tan, donde termina oficialmente el infierno. De aquí en adelante, comenzaré el progresivo ascenso hacia las cordilleras menor, media y mayor del Atlas.
Chau Sahara Occidental
He pasado períodos brutales de viento en contra a lo largo de los años y las decenas de miles de kilómetros que llevo pedaleados. He sentido su fuerza, su rigor y su saña varias veces, pero nunca con la constancia, consistencia ni persistencia que experimenté a lo largo del Sahara occidental. Si pudiera combinar todos y cada uno de los períodos de viento en contra que sufrí en el pasado y ordenarlos uno tras otro sin interrupción. Estoy seguro que no alcanzarían para completar quizás ni una fracción de lo que viví en estos últimos cuarenta y tantos días en el infierno. No importa cuánto me lo hayan anunciado ni advertido otros viajeros. No importa cuánto haya tratado de mentalizarme para esto. Nada, absolutamente nada me pudo preparar para sostener este nivel tormento por tanto tiempo. Pasado cierto punto, fue como vivir intentando contener la respiración en el fondo del mar. Una sensación asfixiante, casi claustrofóbica. Honestamente, no puedo decir que he disfrutado de esto. Incluso me arriesgo a aseverar algo peor. Hoy, sentado en una cantina de Tan Tan, saboreando un delicioso té de menta, no puedo sentir ni siquiera la satisfacción orgásmica que generalmente conlleva el final de un desafío de semejantes dimensiones. Por el contrario, esta etapa que se inició en Dakar ya casi dos meses atrás, me ha dejado un sabor rasposo. Una especie de secuela psicológica oscura a la que me induje por obstinarme en terminarla en bicicleta. Creo que me va a llevar varios días decantar las emociones que esto me genera. Por el momento, me quedaré saboreando este té de menta, despidiendo por segunda vez al Sahara y mirando hacia adelante en busca de las cumbres del Atlas.