Llegué a Olloba con la intención de descansar pero la bicicleta estaba hecha trizas, y yo también. Luego de algunas horas de estar tirado boca arriba en un colchón sin ratones, apenas podía sentir los músculos. A pesar de ello, no me quedó otra que levantarme para trabajar en ella el resto del día si es que esperaba lograr salir de allí algún día. Afortunadamente contaba con la compañía de los aldeanos quienes, curiosos por lo inusual de mi presencia, hacían lo que podían para ayudarme. Los bloques de barro se habían secado, las ruedas ya no giraban, los cambios no funcionaban y los frenos estaban totalmente atascados, debía poner a punto la bici para poder seguir.
Mi tarea de mecánico se extiende hasta ya entrada la noche, cuando un generador eléctrico rugía alimentando los parlantes y las lucecitas de colores del único bar de la aldea. Era martes, Jean había finalmente llegado con el nuevo cargamento de cervezas (aunque sospecho que se bebió la mitad de ellas en el camino) y la aldea estaba de fiesta. En vez de irme a dormir, paso el resto de la noche bailando al ritmo del más movido soukous congoleño entre hombres borrachos y congoleñas preciosas de cuerpos sensuales y carisma hipnótico. Qué vida esta, así da gusto cansarse!
Cuando el gasoil se agota, esa efímera ilusión llamada electricidad desaparece y todo vuelvea la normalidad. Luces y sonidos se apagan, la oscuridad se enciende y el eterno zumbido de la selva revive. Caigo rendido en la cama con la dulce melodía de todas las noches hasta despertar, unas pocas horas más tarde, con la claridad del día acompañado de aquella misma dulce melodía. A duras penas, mis párpados, reacios, se arrastran con pesar hasta poder abrir los ojos. Me encuentro exactamente en la misma posición en la que me había quedado dormido, es como si el tiempo se hubiera congelado. Los párpados se vuelven a caer como una persiana a la que se le ha cortado la correa. La lucha de abrir y cerrar los ojos en cámara lenta de todas las mañanas persiste por media hora más hasta que ya no puedo seguir extendiéndola. Tengo una guerra por atravesar.
Jean está reparando desde temprano su camioneta para poder emprender la vuelta a Mekambo. Yo no sé de dónde saca la energía este hombre. Me despido de él con gran afecto agradeciéndole su invaluable ayuda del día anterior. Mientras tanto, los aldeanos de Olloba me indican el camino. Ellos señalan: -¡Es por allí!-. Pero miro en aquella dirección y no veo más que un frente espeso de vegetación que aparente impenetrable. Por eso vuelvo a preguntar -¿Por allí seguro?, ¿hay camino?-. -Sí, ve tranquilo- me responde Henri el jefe de la aldea -sigue todo derecho- agrega. Me despido de todos y me monto en la bici en dirección al campo de batalla esperando lo inesperado.
Makinga
Avanzo 200 metros hasta ver finalmente una ranura que se abre entre la vegetación espesa. En ese momento, mi sensación es la de estar por lanzarme al interior de la boca de una gran planta carnívora de la que no sé si podré salir. Su paladar y el interior de sus mejillas son de plantas salvajes que desconozco y su lengua tiene la textura de una gelatinosa masa de barro en la cual resbalo y me hundo hasta los tobillos. Tan pronto como entro en ella, comienzo a alternar entre pedalear haciendo malabares para no caer y empujar, en tanto que mi cabeza no deja de repetir: -"nicolás, ¿dónde mierda te metiste?, ¿podrás salir de aquí esta vez?"
No alcanzo a hacer el primer kilómetro para el momento en que la selva me traga completamente y la lengua de barro es algo que ahora tan sólo puedo imaginar bajo mis pies porque ya ni la veo. Nunca sentí tanta incertidumbre como en aquel momento. - ¿estoy yendo por el lugar correcto?¿me perdí de algún desvío?¿exisitirá una salida de esto?. Muchas veces me preguntan si siento miedo. ¡¡Por supuesto que siento miedo!! pero en vez de volver al miedo mi enemigo lo transformo en mi compañero para no dejar que me paralice. Me toca salir de aquí, y hay un sólo modo de lograrlo: ¡seguir avanzando!. Eso hago con confianza ciega a pesar de no saber hacia dónde voy.
Empujo y empujo abriéndome paso entre la vegetación, no veo el piso y de a ratos la bicicleta se me cae y el esfuerzo para levantarla es cada vez más demandante. La humedad me impregna, la piel me pica, las fuertes lluvias esporádicas son un bálsamo para seguir pero también descubro que la boca de esta gran planta carnívora también tiene dientes. Se llama makinga y el borde de sus hojas delgadas y endebles tiene el filo de un sable de samurai. No me acarician, me desgarran. Estoy envuelto en un laberinto de makingas donde mi piel se corta como la manteca. Siento fuego en los brazos por cada trazo que esta planta endemoniada inscribe en mi cuerpo, buscando grabar en él la historia de este libro de la selva.
Me abro paso intentando ignorar el dolor del cuerpo. Con cada trazo siento a mi piel liberar adrenalina. Grito para contener el dolor y empujo con más fuerza para moverme hacia adelante deseando que el sendero se abra de vuelta, pero el ardor intenso y el escozor insaciables me obligan a parar cada pocos metros para buscar alivio pasajero rascándome. Es un esfuerzo fútil porque mis uñas están muy cortas y mis manos llenas de barro. Me quiero rascar y no puedo, es desesperante, por eso utilizo partes metálicas de la bicicleta que me dan alivio inmediato, pero que aumentan y extienden la irritación. Necesito escapar de estas malditas makingas. Quizás ahora comprendo realmente que la piel es el órgano más grande de nuestro cuerpo.
El sendero se abre de una puta vez. Finalmente puedo mantenerme a distancia de las makingas a cambio de hundirme hasta las rodillas en los pantanos. Ahora le toca sufrir a mis piernas enterradas en la garganta de esta planta carnívora. Es una mousse de chocolate espesa que, llena de pequeñas piedritas filosas y raíces cortantes, desenhebra de a poco las delgadas fibras de la piel de mis tobillos. Ahora es sólo cuestión de tiempo hasta que los gusanos comiencen a abusar del banquete gratuito que se ofrece en la fiesta de mis heridas.
Una y otra vez, este intento de camino se desfigura a lo largo del día hasta desaparecer completamente. A veces se desvanece entras las makingas o se deforma con los pantanos; en otras queda sumergido bajo los inmensos charcos de agua en los que no hago más que desear que mi bicicleta flote. Pero nada podría estar más lejos de la realidad, y allí voy, directo al hundimiento de mi propio Titanic, donde como capitán me toca remolcarlo fuera de cada tempestad. Bajo el agua las ruedas se empantanan en el barro, los mecanismos de los cambios se atascan y mis alforjas frontales ya tienen tantos agujeros que son más útiles como colador de espaguetis que como bolsos impermeables.
Son muchas horas las que pasan, o bien es mi cabeza la que reconfigura el sentido del tiempo haciendo de esta experiencia una infinita eternidad por cada minuto que paso aquí. Porque ¿no es acaso el tiempo una propia construcción mental tanto como lo son las limitaciones? El tiempo o su ilusión, dejan de existir en el momento que la sublime experiencia profunda del presente toma control de nuestras vidas. La intensidad de cada momento me fuerza sanamente a no pensar en nada más que lo que estoy atravesando, volviéndome uno con mi momento presente. Con cada paso que doy, con cada respiro que inhalo, absorbo la selva en su totalidad, sus sonidos, sus olores, sus texturas. Cuantitativamente avanzo unos miserables 20 km por día, pero cualitativamente es tan grande el salto que ni siquiera tendría sentido intentar medirlo.
La vida en la jungla
Estoy agotado, no siento los músculos y los múltiples rasguños de las makingas abrasan mi piel. Creía que estaría completamente solo pero para mi enorme alegría arribo a la primera aldea en medio de esta profunda selva. De la ranura que vengo penetrando a lo largo del día, de repente se abre un claro de jungla y en él aparezco de entre los matorrales. Son aldeas de bantus y pigmeos. Sus rostros son los más sorprendidos que he encontrado hasta el día de hoy. A través de sus gestos sólo puedo percibir que dicen: "¡¡qué demonios hace un blanco en bicicleta por aquí!!". Hace varios días, ya desde Gabón, que una y otra vez la gente me corrobora que jamás se ha visto a un ciclista pasar por aquí. Soy el primero y mi aparición es algo así como descubrir la ciencia ficción para ellos.
En un mundo donde no se conoce la electricidad ni los bienes materiales, ver una cámara causa tanta curiosidad y euforia como estupor y confusión. Cuando la saco del bolso se arma una revolución a mi alrededor, y no entiendo por qué, cuando apunto a ellos, hombres y niños se tiran al piso matándose de risa y gritando. No entiendo nada, no sé qué está pasando ni por qué lo hacen, pero no lo pienso mucho, de nada me sirve racionalizar este momento y me tiro al piso con ellos. Es demasiado divertido para dejarlo pasar.
Cada vez que me encuentro en situaciones extremas, compruebo cada vez más la importancia enorme que tiene el elemento humano en ellas a la hora de aliviar las asperezas para poder sobrellevarlas más fácilmente. No importa cuán duro pueda volverse el mundo alrededor mío en esta jungla inhóspita, siempre encuentro en la gente un profundo sentimiento de afecto, de preocupación, la intención de acercarse a mí, para conversar, para ofrecerme ayuda y para llenar mis días de una alegría que sólo otro ser humano puede transmitirme. Mi mayor esfuerzo diario consiste en poder llegar a las aldeas para pasar mis noches, ya que no hay espacio físico alguno durante mis días dónde colgar mi mosquitera para dormir. En ellas me siento protegido, y aquella gente, aislada de todo y que a simple vista no tiene nada, en realidad me demuestra que lo tiene todo, con sus sonrisas espontaneas despreocupadas y una alegría interna a la cual no estoy acostumbrado ver en el mundo del que provengo.
Fuera de las aldeas la guerra continúa. A medida que descuento kilómetros, empeora, y empeora exponencialmente, tanto que lo que menos imagino es que volverá la paz en algún momento. Si entré a la jungla por la boca de una planta carnívora, y pasé por su garganta, de repente siento que me encuentro llegando a su estómago, donde todo es una gran masa de fango pegajoso que lleva a empantanarme constantemente. Debo arrastrar la bicicleta de a tirones violentos para poder moverla,, los 80kg se transforman virtualmente en 300 kg. Las alforjas se desprenden, se hunden. Mis sandalias se descosen enteras y pronto me quedará tan sólo la suela.
Es un ejercicio físico desmedido y mis energías se drenan a un paso muy superior al que puedo recuperarlas. Es por el desgaste pero más aún, por la paupérrima alimentación que llevo en el último mes, una dieta reducida a manioc, pasta (cuando encuentro) y en el mejor de los casos, acompañada por unas desagradables sardinas de lata. Aquí no crece nada, ni los alimentos nutritivos, ni las frutas. Llevo semanas casi sin ingerir proteínas ni vitaminas y todos los carbohidratos que como, ya no encuentran grasa en mi cuerpo para poder quemar. Pierdo fuerzas, pierdo kilos, sé que pronto comenzaré a utilizar energías de emergencia si no mejoro la alimentación pronto, antes de que comiencen a caer mis defensas y quede expuesto a enfermarme.
Con las sandalias rotas colgadas del manillar, empujo descalzo los últimos kilómetros en este infierno, cuando de repente aparecen unas largas cuestas. Empujar una bicicleta de 80 kg descalzo en barro blando cuesta arriba se vuelve una tarea de caricatura. Empujo, me resbalo, los esfuerzos se triplican porque a los músculos habituales que utilizo para moverme hacia adelante, se le suman los músculos que necesito para evitar que yo y/o la bicicleta se caiga. Las piedritas me cortan las plantas de los pies, todo el cuerpo me pica. Empapado en sudor pegajoso, docenas de insectos vienen a usar mi cuerpo como a un maldito solarium. Es más fuerte que yo, sé que es un error, pero libero una mano para aplastarlos. La otra no me alcanza para sostener el peso ni mantener el equilibrio. La bicicleta se cae, yo me caigo. Me levanto, trato de levantar la bicicleta. A la cuenta de 1, 2,3 empujo, pero el barro y el piso no tienen la suficiente consistencia como para poder contrarrestar el peso. Me venzo, me caigo e intento de vuelta. Me vuelvo a caer y repito.
Estoy atrapado en un infierno que parece nunca acabarse. He salido del estómago de la planta carnívora para llegar ahora a la peor parte, a los intestinos. Claramente estoy envuelto en la mierda. A fuerza de aplomo y determinación pongo toda mi garra para salir de allí ese mismo día y en la última hora de claridad logro superar la cantidad de kilómetros que había hecho ayer. Hago ni más ni menos que 21 km! (2 km más que el día anterior) y sólo me han llevado 10 horas. Al poco tiempo de pasar aquella cuesta infernal encuentro un camino consistente, lo que posiblemente sea el recto de la planta. No es que encuentre placer en aquel lugar pero al menos me ilusiona pensar que ya estoy cerca de la salida. De pronto la selva comienza abrirse, la luz al final del túnel aparece, veo el cielo encima mío, y adelante un río.
Han pasado 5 días desde que sellé mi pasaporte en Mekambo, he hecho 120 km efectivos que siento como 2500. La planta carnívora me ha devorado, masticado, echado ácidos, digerido, disuelto en mierda y finalmente me ha lanzado al agua. Al río me tiro de lleno, me sumerjo una y otra vez. Chapoteo, río, disfruto del agua limpia al correr por mi cuerpo, enfriándome, limpiándome. Me embriago al inhalar el perfume del jabón y el champú. Esto es más que un baño, es un ritual de purificación.
Tengo una alegría adentro que me desborda, es electricidad que corre por mi cuerpo, es absoluta plenitud física, mental y espiritual. Esta guerra ha terminado y he ganado la batalla. Soy el primer ciclo viajero que cruza de Gabón a Congo por este paso de frontera. Sé que vendrán muchas guerras más por delante, pero esta victoria ya no me la quita nadie. Ahora sólo me queda encontrar dónde sellar la entrada a Congo en mi pasaporte y proceder a la próxima batalla, porque ahora ya nada ni nadie pueden destruirme. Todo comenzó cuando aquel simpático gabonés me dijo "ça c'est la guerre", y flotando en este río me gustaría poder decirle: -et ça c'est la paix!- (¡y esto la es la paz!), desde todo punto de vista.