Nicolás Marino Photographer - Adventure traveler

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Una panadería en Ondingui

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Ya estaba a tan sólo 160 km de la frontera con Gabón. Aún seguía en la sabana ecuatorial sufriendo cada día más el calor abrasador aliado a la pegajosa humedad tropical y sin tener lugar dónde refugiarme. Habían pasado ya más de 800 km desde que había salido de Brazzaville y la llegada a la selva se me hacía cada vez más larga. Podría haber optado por un camino más corto y probablemente más entretenido, pero no había decidido venir por acá arbitrariamente sino por elección deliberada. Tenía una tarea por completar antes de entrar a Gabón.


Wouter

Varios meses atrás, cuando pedaleaba en el norte de Sudáfrica por una ruta alternativa sin tráfico camino a Namibia, me encontré con un ciclista que venía en dirección contraria. Allí fue cuando conocí a Wouter, con quien decidimos acampar ahí mismo aquella noche. 
Wouter es un chico belga muy precoz. Cuando terminó la escuela a los 18 años no tenía ganas de hacer lo mismo que sus compañeros, así que decidió subirse a una bicicleta en Brujas y pedalear hasta Kuala Lumpur. Un año y medio más tarde, luego de menuda travesía, decidió que no había tenido suficiente y prosiguió a "bajarse" todo el oeste de Africa hasta Ciudad del Cabo. Con sus 21 años, Wouter ya había recorrido más kilómetros y ganado más "calle" que muchos ciclistas con el doble de su edad. Pero su motivación no acaba sólo en la sed de la aventura por descubrir el mundo en bici, Wouter lleva inquietudes mucho más grandes dentro. 

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Cuando pedaleaba por el Congo llegó a una pequeña aldea llamada Ondingui donde se quedó a pasar la noche. Lo que inicialmente sería no más que una parada entre tantas, se transformó en una estadía de más de dos semanas, donde Wouter sembró un hermoso vínculo con Mabé, el jefe de la aldea. Durante su tiempo allí, decidió que quería hacer algo para intentar mejorar sus vidas tan precarias e invirtió tiempo y su propio dinero para construir junto a ellos, a fuerza de ingenio y sudor, una panadería. De este modo, la familia de Mabé podría así emprender un negocio sencillo y tener mejores ingresos. Por motivos de visa, Wouter tuvo que irse de Ondingui antes de poder terminar el horno de pan y enseñarle a Mabé cómo hacer andar el negocio. 

6 meses más tarde, ya de vuelta en Bélgica, Wouter logró comunicarse con Mabé quien le dijo que el horno aún no había sido construido, el dinero había sido mal gastado y el negocio aún seguía sin poder arrancar. Básicamente nada había progresado luego de su partida. Allí fue cuando en una charla por e-mail conmigo, me ofrecí a desviar mi camino y pasar por Ondingui para ayudar a terminar el trabajo que él había comenzado.  Ahora, con el dinero adicional que me envió Wouter y el que decidí invertir yo en la causa, llegaba a Ondingui dispuesto a sacar esto adelante.

Ondingui

  A pesar de ser una aldea de menos de 200 personas en plena sabana ecuatorial, sin infraestructura alguna y muy lejos de las ciudades, hay un punto en el espacio a donde casi como gotas cayendo de un gotero, llega la débil señal de teléfono que les permite a los aldeanos contactarse con el mundo. Gracias a ella, Mabé, su familia y todos los vecinos me estaban esperando para darme una calurosa bienvenida. 

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 Mabé, tiene menos de 40 años, nació con una malformación en los pies y tuvo polio de pequeño, por eso se vale de sus rodillas para caminar. Tiene una mirada pacífica y sencilla y habla suficiente francés como para que podamos comunicarnos bien. Al igual que para gran cantidad de africanos, para Mabé no existen los problemas sino los desafíos. A pesar de su dificultad motriz, no para de trabajar de sol a sol, haciendo entre las múltiples tareas de la vida diaria, unos hermosos banquitos de madera que vende por 1000 CFA ( ~1,80 dólar) en el mercado del pueblo más cercano. 

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Para mi asombro, Mabé es el primer hombre africano que he conocido, que no es indiferente al ver a su mujer luchando con dificultad al volver del campo con una canasta de 40 kg de manioc (mandioca) cargada al hombro. El deja todo lo que está haciendo de lado para ir a ayudarla. Es una imagen que me conmueve luego de más de un año de ver a los hombres charlando bajo los árboles mientras las mujeres hacen todo el trabajo duro. Ella, agradecida, puede sentarse en el piso bajo un árbol junto a su hija más pequeña y comenzar a pelar los grandes tubérculos que sirven prácticamente de único alimento en esta región del mundo. 

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En la mismísima casa construida por Wouter con el fin de volverse en algún momento panadería, monto mi mosquitera y la vuelvo mi casa durante los días que pasaré tratando de cumplir el objetivo que hasta allí me llevó. Sin embargo, no me lleva mucho tiempo advertir que lo que en apariencia para cualquier occidental, es un trabajo rápido y sencillo, en Ondingui es una exhaustiva tarea que requiere mucho tiempo, pero ante todo, paciencia!

Es cuando uno convive con los africanos, pero ya con un objetivo práctico determinado en mente, que uno descubre cómo esa bella cualidad atemporal que se percibe en las aldeas, se traslada a todo en la vida africana pero no siempre de manera necesariamente práctica. Las cosas y los eventos ocurren al mismo paso que la vida, a veces tan lento que muchas veces ni siquiera llegan a ocurrir. En un universo donde a fuerza de necesidad se vive más presente que en ningún otro lado, intentar establecer un plan a largo plazo parece una tarea absurda.

Todas las tareas a desarrollar para terminar este proyecto, las sencillas, porque complejas no hay, requieren un trabajo similar al de mover una montaña. Ir a ver al vecino que sabe construir el horno y que vive a 5 casas de distancia es un tarea alcanzable pero que por momentos parece irrealizable. Ir a comprar los ingredientes para hacer el pan al pueblo a 25 km lleva dos días de planeamiento. Intentar impartir un plan práctico y sustentable de administración del dinero es una tarea incompresible para quienes el concepto del ahorro es tan claro como para mí la trigonometría. Así paso la mayor parte de las horas de días eternos y ardientes donde uno hace pero nada ocurre.

Sin embargo, entre tanto, la vida en Ondingui sigue transcurriendo en absoluta normalidad, sin apuros ni preocupaciones. Es tanta la despreocupación que a mi inevitablemente pragmática, mente occidental, le cuesta conciliar dos costados de una fuerte dicotomía entre, apreciar la belleza de una vida con pocas preocupaciones por un lado, y la incapacidad de poder llevar acabo algo tan sencillo con el fin de mejorar la calidad de vida del otro.

Mabé continúa haciendo banquitos para vender el día que vayamos al pueblo. Ensimismado en su trabajo con la dedicación de un artista, su tranquilidad es absoluta. El apuro no existe y se marcha al paso de la vida rural congoleña.

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Los niños, juegan a la pelota todas las tardes. Marinados en polvo, se revuelcan por el piso, se persiguen, se atrapan, se esconden. Lo que les falta en material les sobra en energía. Se matan de risa por el mero hecho de ser niños. No tienen juguetes de ningún tipo pero eso no es impedimento alguno para privarse de divertirse. Cualquier objeto tiene el potencial de ser juguete, cualquier motivo es una excusa perfecta para seguir jugando.

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Las mujeres pasan el día entero ocupándose principalmente del manioc. Primero les toca ir a buscarlo a las plantaciones, extraerlo de la tierra y traerlo a la aldea. Luego hay que pelarlo, remojarlo en agua, disolverlo, amasarlo, moldearlo dentro de hojas de plátano y finalmente cocinarlo. Es una tarea que lleva gran parte del día y es esencial porque sin manioc no hay comida, y a pesar del gran esfuerzo diario que significa, no escatiman en relucir sus brillantes sonrisas.

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El resultado

Extendí mi estadía en Ondingui lo más que pude, 5 días. Quería comenzar a construir el horno por mí mismo junto a Mabé y los vecinos, pero no hubo caso. Al final me tuve que resignar a dejar el trabajo encargado y pago al vecino constructor de hornos con el que al final pude reunirme. He podido comprar todos los ingredientes del pan y hacer una tabla a modo de receta que indica cómo hacerlo. Esto me parecía más útil que dejarlo a la suerte de una tarea inmensa como la de esperar que Mabé recurriera a otro vecino, un panadero, para que le enseñara a hacer el pan, o mucho menos factible aún, que este último se acercara a la casa a explicarle. He podido montar tambores para proteger a la harina de los ratones y contenedores sin óxido para guardar el aceite. Finalmente, luego de largas jornadas de tratar de explicar la idea (y la necesidad) del ahorro, he dejado escrito en un cuaderno cómo administrar el dinero que les dejaría para emprender finalmente el negocio y hacerlo funcionar. Mabé no sabe leer pero su hijo adolescente sí. 

Esta escueta experiencia en teoría tan sencilla, como la de construir un pequeño horno de pan en una aldea del Congo, e intentar hacer funcionar un negocio simple, me dio la certeza de la enorme complejidad que se esconde detrás del gran retraso material de Africa. Es una dimensión que abarca, desde los aspectos más intrínsecos de muchos africanos, hasta cómo éstos intentan convivir y coexistir (con sus costumbres y tradiciones innatas), en un mundo donde se les ha impuesto por la fuerza los modelos existenciales de desarrollo occidental. No hay solución fácil para ello. 

Me fui de Ondingui con más preguntas que las respuestas que pude aportar en esos días. Hasta hoy no he logrado que mi contacto en la aldea se encuentre en el único punto donde llega la esquiva señal de red de teléfonos móviles en el momento que yo lo llamo. Por ende nunca pude saber si el horno ha sido construido o no. Una parte de mí quiere ser optimista y creer que sí. Pero mi parte más realista me dice que seguramente nada ha cambiado, que el dinero se ha desvanecido en las necesidades (y no tantas) del momento, que los ingredientes se echaron a perder, y que el constructor del horno nunca se preocupó por llegar hasta la panadería a hacer su trabajo.

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Sea como sea, he aprendido mucho de esta experiencia, y si hay algo que no me ha faltado nunca, es haber sido tratado y recibido con el más profundo afecto de gente que no tiene nada pero que hace todo lo que puede dentro de sus limitaciones para vivir bienla vida que les toca. Más importante aún es, que falte lo que les falte, nada les impide vivir con una sonrisa dibujada en el rostro. Eso me lleva a pensar que no sé si soy yo el que tiene más por aprender de ellos, que ellos de mí. Prefiero creer que la realidad es que ambos tenemos mucho que aprender los unos de los otros. 

Ahora sí, es momento de cruzar a Gabón y entrar en la selva.